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Páginas de guarda
Documentos, libros, cartas, prensa, fotos y afiches conforman el tesoro de este centro que lleva diez años compartiendo la memoria impresa de la izquierda argentina. Así es la increíble historia que le dio origen en plena dictadura y así son sus desafíos de hoy.
A penas uno traspone el umbral, el aroma a libro viejo flota en cada ambiente de esta antigua casona de Fray Luis Beltrán y la vía, en Flores, donde funciona el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina (Cedinci).
Prolijamente guardados en cajas y estanterías allí reposan 30.000 documentos, 20.000 libros, 1.600 colecciones de revistas culturales, 1.250 títulos de publicaciones periódicas políticas y miles de afiches, fotografías y folletos que conforman el mayor reservorio de las más disímiles corrientes de la izquierda nacional.
“Abrí este lugar porque mi obsesión era socializar las fuentes, romper con esa práctica académica de la apropiación mezquina de documentos, tan típica en tiempos donde se da una puja tremenda por los espacios porque ‘sobran’ alumnos y profesores jóvenes y faltan becas”, argumenta Horacio Tarcus, alma pater del Cedinci.
Con este criterio, el historiador decidió poner a disposición pública su archivo de publicaciones de izquierda, una de las dos grandes colecciones que dieron origen al Centro hace casi diez años. Aunque suene extraño –por no decir kamikaze– Tarcus atesoró su colección durante la última dictadura militar. El golpe de marzo del 76 encontró militando en Política Obrera –antecesor de lo que hoy es el Partido Obrero–, agrupación que en aquel momento estaba en medio de una discusión desenfocada con el Partido Socialista de los Trabajadores: mientras que para una agrupación, Argentina atravesaba un momento revolucionario, para la otra se trataba de una etapa prerrevolucionaria. Desconcertado con el advenimiento de las botas, aquel joven de por entonces 20 años comenzó a leer con avidez todo para intentar entender qué había pasado para errar tanto en el diagnóstico. “Aunque parezca mentira, mi proyecto durante la dictadura fue estudiar, armar grupos de reflexión y de discusión. Por eso, decidí quedarme con libros y revistas que mucha gente –por cierto más razonable que yo– abandonaba en esos años”, recuerda el autor del Diccionario Biográfico de la Izquierda Argentina, de reciente aparición.
Tarcus acumulaba todo el material que leía, excepto el de Montoneros y ERP. “Ésos los destruía enseguida, si no ya era demasiada irresponsabilidad”, reconoce mientras comienza a dibujar rectángulos gigantes con sus brazos. Así, dice, era el tamaño que tenían los bolsos donde, un buen día, decidió guardar buena parte de su bibliografía para enterrarla en la quinta que los padres de un amigo tenían en Ituzaingó, en el oeste de la provincia de Buenos Aires. Allí pernoctó la colección durante cuatro años, hasta que en 1980 decidió exhumarla. “Todavía –admite– no era un buen año para desenterrar nada”.
Ya en los albores democráticos, con la vuelta de muchos exiliados, Tarcus –que ya comenzaba a ser reconocido como un historiador especializado en la izquierda– completó sus colecciones: intelectuales como José Aricó, Juan Carlos Portantiero, Carlos Brocato y José Luis Mangieri le obsequiaron sus hemerotecas. Pero la clave del origen del Cedinci tal vez haya que buscarla en El marxismo olvidado en la Argentina, el libro que el historiador publicó a mediados de los 90. “Cada vez que entrevistaba a alguien para ese trabajo y le preguntaba por algún documento, me decía que debía buscar en el archivo de José Paniale, un ignoto militante trotskista. Para mí era un misterio, porque nadie sabía cómo encontrarlo y el tipo no aparecía en ningún libro. Llegué a pensar que se trataba de un mito”, explica. El que reveló el secreto fue el sociólogo Juan José Sebrelli. “El archivo de Paniale lo tiene Saúl Chernikoff, el dueño de Marymar Ediciones”, le dijo a Tarcus que, marchó tras él como un sabueso.
Efectivamente, en los sótanos de Marymar –que hoy es Cefomar, una empresa recuperada por sus trabajadores– reposaba un centenar de cajas con documentación y publicaciones acopiadas por Paniale durante décadas. “Me las dejó para que se la cuide durante la dictadura, pero el hombre se murió en la mitad y aquí quedaron. Y ahora no tengo tiempo de ponerme a revisar eso”, le explicó Chernikoff a Tarcus que insistió una, dos, cien veces en vano.
Una tarde de 1997, el historiador recibió un llamado inesperado: “Mire Tarcus, voy a vender la editorial, así que me voy a desprender del archivo. Tengo interesados en Estados Unidos, pero como usted me insistió tanto, le doy la prioridad”, le dijo Chernikoff. El archivo Paniale era complementario con la colección de Tarcus. Cubría un abanico de folletos y publicaciones completísimo sobre anarquismo, socialismo, comunismo, trotskismo y los inicios del peronismo, hasta medidados del siglo xx. Incluía algunas perlitas como la colección de afiches de las elecciones que disputaba el peronismo contra la Unión Democrática; los comunicados originales del Grupo de Oficiales Unidos (g.o.u.) a través del cual hizo su irrupción en la política Juan Domingo Perón; o las mismas notas manuscritas que Paniale adjuntaba a las publicaciones con recomendaciones para “los jóvenes del futuro”.
“Chernikoff pedía diez mil pesos/dólares y yo ganaba 150 como profesor en la universidad”, relata Tarcus con un gesto que connota desesperanza. Sin embargo, la resignación no se apoderó de él. Comenzó a llamar a colegas, amigos, periodistas y a todos les proponía hacer una vaca para rescatar ese centenar de cajas. Algunos aportaron 50 pesos, otros 100, los menos, 500 y un escribano se jugó con 2.000. “Yo me comprometía a unificar ese archivo con el mío y hacerlos públicos –rememora Tarcus–. Por eso, cuando junté los diez mil fui a verlo al dueño de Marymar para negociar. Le dije: ‘Mire le doy cinco mil y el resto se lo pago en cuotas. Necesito los otros cinco mil para abrir un centro de documentación’”. Así nació el Cedinci.
Tarcus y una decena de interesados –algunos ex militantes, otros jóvenes movilizados que no encontraban identificaciones partidarias– alquilaron una casa en Sarmiento al 3400, compraron anaqueles a una librería que cerraba y comenzaron a acondicionar el lugar. “Nosotros serruchamos para adaptar las estanterías, revocamos, pintamos –se ufana el historiador–. Aprendí a hacer lo que nunca había hecho en mi vida: me convertí en albañil, pintor, carpintero. Laburamos dos meses y abrimos en abril del 98. Cuando le pagamos a Chernikoff 7.000 pesos, dio por cancelada la deuda”.
El mismo día en que el Cedinci abrió sus puertas al público, recibió la primera donación. Una mujer llevó la colección completa de Historia del Socialismo. Desde entonces, un promedio de dos donaciones semanales incrementan el acervo del Centro. Viejos anarquistas, trotskistas, socialistas y peronistas aportaron sus bibliotecas. Las nietas de José Ingenieros donaron todo su archivo personal, incluidas cartas y documentos redactados de puño y letra por uno de los principales inspiradores de la Reforma Univesitaria del 18. Las nietas del dirigente socialista Juan Antonio Solari donaron todo el material que poseía su abuelo, incluido el patrimonio de Nicolás Repetto. Lo mismo hicieron el sobrino de Enrique Dickman y los hijos del comunista Fernando Nadra. El anarquista Gregorio Rabin cedió actas, papeles y correspondencia de las organizaciones judías antifascistas de la década del 30. Y los discípulos del filósofo y crítico de arte Héctor Raurich entregaron su biblioteca, compuesta por 5.000 volúmenes.
Sin embargo, el material más impresionante que llegó al Cedinci fue redactado por los represores de la última dictadura militar. Eran unos cuadernillos dedicados a diferentes organizaciones revolucionarias cuyas páginas contenían las fotos de los desaparecidos –las últimas que les tomaron en vida– y sus declaraciones extraídas bajo torturas. Llegaron traspapelados junto a ejemplares de Evita Montonera. Los militares –detalla el historiador– editaban solo 45 copias numeradas de cada ejemplar y las distribuían entre los altos mandos. “Cuando los vi, se me puso la piel de gallina”, confiesa Tarcus en el mismo instante que el paso de un tren hace cimbrar la pinotea de la vieja casona. “El donante que los trajo –completa– no tenía ni idea de qué se trataba. Lo había conseguido porque su hermana salía con un militar al que las Fuerzas Armadas le habían encomendado alquilar un local en una galería del oeste bonaerense para usar como depósito de documentos. Un día, parece, el tipo se lo dio: ‘A vos que te gustan las cosas de izquierda, a lo mejor te interesa esto’, le dijo”.
Después de un cónclave con representantes de distintos organismos defensores de los derechos humanos, el Cedinci decidió entregar las publicaciones –que contenían testimonios de militantes del Grupo Obrero Revolucionario, del Partido Comunista Marxista Leninista y Montoneros– a Abuelas de Plaza de Mayo, el Centro de Estudios Legales y Sociales y el Equipo de Antropología Forense. “Entendimos que era un material especial. La filosofía del Cedinci es que cualquiera pueda consultar todo el material, rápidamente. Y estos documentos son muy especiales por las circunstancias en que fueron obtenidos. Los organismos tienen una sensibilidad particular para evaluar quién puede utilizarlo con fines nobles y quién no”.
El Cedinci también aportó documentación para distintas causas judiciales que se les siguen a represores de la pasada dictadura, entre ellas la famosa causa esma. Además, muchos hijos de desaparecidos se acercan a consultar publicaciones de las organizaciones en las que militaron sus padres para ahondar un poco más en su historia. Sin embargo, los mayores usuarios del archivo son tesistas de diferentes carreras y lugares de Argentina y el mundo. En el verano, por ejemplo, azarosamente se encontraron en la sala de lectura varios investigadores sobre anarquismo de distintos lugares del mundo que decidieron, a partir de entonces, formar una comunidad virtual para la discusión y debate.
“A cada uno que llega para consultar material le pedimos que se asocie, nuestra existencia no está garantizada para siempre”, explica Tarcus. Las cuotas sociales son voluntarias, en general van de 10 a 15 pesos mensuales, aunque la mayoría sólo abona durante los meses que utiliza el archivo. La recaudación promedio del Centro a través de cuotas sociales llega a los mil pesos mensuales, suma que alcanza para cubrir los gastos fijos de la casa, sobretodo desde que la Legislatura porteña le cedió en comodato la casona de Flores.
“A lo largo del tiempo el Cedinci se fue transformando de un centro que se sostenía con trabajo voluntario a un centro profesionalizado. Nos vimos obligados a rentar a la gente que trabaja. Pasado el entusiasmo inicial, todos los colaboradores tenían otros compromisos. Hacía falta personas estables para atender al público y, además, no nos podíamos dar el lujo de que se traspapelara un documento: pueden pasar 15 años hasta recuperarlo. En el 99 la secretaria, que también era administrativa, catalogadora y atendía al personal nos dijo que se iba porque había conseguido un trabajo. Justo habíamos comenzado a tener un pequeño excedente y le ofrecimos garantizarle el mismo salario, 500 pesos, si se quedaba. Y se quedó”.
Actualmente, el Cedinci cuenta con siete personas rentadas, aunque esos ingresos no superan la línea de la pobreza ni siquiera tomando los índices del Indec. Los recursos del Centro, en su mayoría, provienen de proyectos financiados por instituciones extranjeras como el Instituto Iberoamericano de Berlín, la Biblioteca de Historia Contemporánea de París o la Universidad de Harvard, que subsidian proyectos de catalogación, microfilmación y preservación de material. “La cuestión del financiamiento de alguna manera volvió tirana la relación en el grupo inicial: finalmente tienden a estabilizarse en la asociación aquellos que más se profesionalizan, porque tienen más antecedentes para acceder a un subsidio. Si bien la institución se enriquece con ellos, se pierde la gente amateur del principio y eso siempre genera tensiones. La ilusión de una construcción abierta, donde participen sectores de la izquierda, movimientos sociales y ámbitos académicos queda circunscripta a media docena de profesionales que reciben una asignación mensual”.
Tarcus comienza una recorrida por las dos plantas de la casona, desempolva el ejemplar más antiguo del Cedinci, una publicación de la Comuna de París de 1871. Se la pone a leer en voz alta con devoción. Después toma un folleto anarquista impreso en Rosario hacia 1890 y más tarde una traducción de El Capital realizada por Juan B. Justo, primer traductor al español de la obra de Carl Marx. Surge, entonces, una pregunta inevitable: ¿por qué una izquierda con una historia tan rica tiene un presente tan flaco? Tarcus responde:
“Las distintas corrientes de izquierda no procesaron la derrota del 76. Creo que todas dieron respuestas equivocadas, tanto los que creían que cuanto peor mejor, como las que dijeron que había militares democráticos y pinochetitas o las que apostaban a defender el gobierno de Isabel. La izquierda no entendió tampoco la caída del Muro de Berlín ni la disolución de la urss. No hay una izquierda que se haya renovado teóricamente, más bien se volvió conservadora frente a los nuevos desafíos que imponía la derecha en los 80 y 90. Las ideas siguen detenidas en el imaginario insurreccional de octubre del 17. Además, la izquierda argentina de la primera mitad del siglo pasado estaba formada por militantes abnegados que consagraron su vida a la organización social, fundaron sociedades de fomento, de resistencia, gremios, entidades obreras, centros de estudiantes, federaciones universitarias, movimientos de mujeres, de solidaridad internacional; en cambio ahora cada vertiente trata de sobrevivirse a sí misma y demostrarles a las otras que tiene más razón de ser que las demás. Hoy la izquierda en lugar de alimentar la construcción social tiende a controlarla, capitalizarla y termina asfixiándola. El gran desafío actual de la izquierda es cómo construir formas políticas que no asfixien la pluralidad de lo social”.
Mientras Tarcus habla el piso de madera cruje a cada paso. El historiador esquiva pilas y pilas de revistas a la espera de su lugar en los anaqueles, que ya parecen no dar abasto. “Tenemos ganas de construir un piso más, pero primero hay que conseguir los recursos” dice, justo cuando ingresa a lo que alguna vez fue un garage, ahora reconvertido en sala de exposiciones temporarias. Allí cuelgan ocho originales del alemán Clement Moreau, un dibujante y grabador de reconocida militancia antifascista. Sus obras se exhiben junto a los periódicos en que fueron publicadas en la década del 30: Argentina Libre, Antinazi, Alerta! y Das Andere Deutschland, todas incorporadas al acervo hemerográfico del Cedinci, ese lugar que parece un museo de la izquierda y que en cada rincón huele a libro viejo.
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