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La ley de la mesa
Salud y dieta: el diagnóstico del experto internacional Sebastián Laspiur. Claro y fuerte, un análisis del menú argentino actual: mercado sin regulación y enfermedades de alto costo para la salud pública. ¿Qué hacer? Por Soledad Barruti.
La realidad alimentaria no cambió, siguió la inercia lógica de un problema productivo, económico y social que se puede trazar de la mesa diaria al campo. Para una gran cantidad de argentinos intentar hacerse de alimentos frescos, saludables y adecuados sigue siendo lo que era: salir a cazar en un páramo. Digamos que no llegó lo que tampoco había: no se generó una sola política pública orientada a que las personas tuvieran acceso a comida saludable. Se les prometió el paraíso a las economías regionales, pero los únicos que recibieron beneficios fiscales fueron los que apostaron a la soja. Desesperados, los productores de peras y manzanas hicieron este año lo mismo que los que cultivan lechugas y tomates: reunieron sus camiones en la Plaza de Mayo para regalar sus cosechas. El verdurazo y el frutazo se volvieron otra instantánea que refleja que la apuesta al agronegocio no es sólo la apuesta a las regalías que prometen esos combos de semillas con agroquímicos y fertilizantes sintéticos: es también una apuesta a un único menú, representado por plato principal con azúcares, harinas refinadas y aceites baratos, revestidos de aditivos y envueltos en paquetes que prometen algo más: una especie de alegría.
Por lo demás, para el productor hay miseria y para el consumidor, en el mejor de los casos, un esfuerzo carísimo: 850% más por manzanas y 1000% más por peras es el promedio que se cargó en precio cuando la fruta fue del campo al supermercado. Tampoco es nuevo: comer alimentos en este país es un lujo cada vez más costoso. Según las Encuestas de Consumo de Hogares, entre 1997 y 2013, el consumo de frutas es la mitad de lo que era, pero el de gaseosas es el doble.
La publicidad oficial lo destacó: “Disfrutemos de la ciudad, vamos a morfar un sándwich con Coca”, invitaban los carteles que empapelaron Buenos Aires en octubre, pasando por alto, entre otras cosas, el problema para la salud pública que refleja esa dieta: el 40% del país tiene sobrepeso.
Los problemas comienzan en el mismo lugar que en 2015, 2010, 2008: en la infancia, donde los estragos de esta dieta son evidentes. Nuestros niños siguen siendo récord regional: tenemos de norte a sur, la mayor tasa de obesos menores de cinco años. Las empresas que ofrecen los productos lo saben y están ganando tiempo con campañas de responsabilidad social empresaria con las que se hacen querer. El programa de deportes en la escuela pública más importante del país es de Coca Cola: Dale juguemos. Se trata de una iniciativa federal que empezó en 2007. El mismo año que el Instituto de Ciencias de la Vida (ILSI)la oenegé que nuclea a empresas como Bayer, Monsanto y Coca, hizo su primera evaluación en escuelas públicas de Rosario.
En 2016 los equipos de ILSI fueron elegidos para hacer una evaluación del programa del Gobierno de la Ciudad –Mi escuela Saludable– pero la que cambió fue la sociedad, que se volvió más atenta. Una escuela –la N°26 del Distrito Sexto, del barrio de Boedo- y un grupo de padres bastaron para impedir que el acuerdo avanzara y sus hijos se convirtieran en conejillos de Indias de lo que parecía más un estudio de mercado que un trabajo científico. “¿Además cómo van a evaluar la alimentación saludable en las escuelas si la alimentación institucional es trágica?”, se preguntaba entonces un padre, y seguramente se lo podrá seguir preguntando el año próximo.
Por alimentación saludable lo que entendió el gobierno, hasta el momento, es lo que promueve Alberto Cormillot: lo puso a cargo de esa oficina que abrió el ministerio de Jorge Lemus. Hasta ahora, el médico mediático tuvo por gestión la incorporación de ciertos productos de la lista de Precios Cuidados y la modificación de otros ultraprocesados, que pasaron de ofrecer la línea regular a la light.
De Coca Cola a Coca Zero.
También intentó pasar del dulce de batata común al dulce de batata Alberto Cormillot. Entonces hubo un breve escándalo y se alzó una acusación que en nuestro país tiene mil ejemplos que nos tapan desde hace añares, pero nunca califican de delito: conflicto de interés.
El dulce de batata volvió a lo que era y aquí no ha pasado nada.
Pero Argentina, aunque nadie mire sus estadísticas, está en un tiempo de descuento inevitable y algo va a haber que empezar a hacer. No sólo porque los enfermos por este sistema alimentario son caros –en diabetes nomás se va el 10% del presupuesto en Salud- sino porque el país adhirió a un plan de acción para la prevención de la obesidad en la infancia y adolescencia, junto con los otros países miembros de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y eso nos marca un rumbo claro: tenemos que avanzar, como está haciendo el resto del continente, en políticas alimentarias orientadas a desactivar la bomba que ya está semi estallada.
Palabra de experto
Colaborador técnico en este camino, Sebastián Laspiur mantiene cierto optimismo. Después de años de trabajar en el Ministerio de Salud, donde estuvo detrás de las leyes de eliminación de grasas trans y reducción de sodio, este médico especializado en Enfermedades No Transmisibles saltó a las oficinas del instituto internacional. Cauto, diplomático, pero también consciente de que el tiempo apremia se encontró con MU frente a una enorme mesa vacía en las oficias de OPS en Plaza San Martín y esto dijo: “La situación es grave. Es urgente para Argentina desarrollar políticas públicas orientadas a cambiar esta tendencia hacia la que nos conducimos si todo sigue igual: el aumento de enfermedades que viene de la mano del consumo de alimentos ultraprocesados”.
La OPS es un instituto que se caracteriza por generar investigaciones científicas, ¿hay evidencia que demuestre eso?
Sí. En las últimas publicaciones se estableció que aumenta el consumo de ese tipo de comestibles con exceso de azúcar, grasas y sal, y el de bebidas con azúcar, y aumentan los problemas de salud. No hay mucho que inventar ni que seguir investigando: tenemos la fortuna de estar en una región de la que podemos absorber distintas lecciones aprendidas, seguir caminos que inauguraron soluciones concretas de regulación en Chile, México, Brasil.
La gente suele decir que lo que falta es educación.
No. La educación es muy importante, pero la educación no es lo único que rige el comportamiento de las personas: si se nos somete a empujones de mercado para que uno emprenda una acción por sobre otra, es muy difícil contrarrestar eso con educación. Hace falta regulación.
¿Me podría dar un ejemplo?
Si estamos en un evento y lo único que tenemos en la mesa es gaseosa y panchos, lo que vamos a tomar y comer probablemente sea eso. La libertad individual está en no consumir eso, pero todo está orientado para que lo haga. Bueno: eso es lo que se repite en el escenario actual, donde la oferta de comestibles ultraprocesados es ilimitada, la de alimentos frescos escasa y la información para interpretar uno y otro es esquiva.
El empujón para comer es el libre mercado.
Es un sistema alimentario. Porque hay países mucho más liberales, como Chile, que no abandonó la libertad de mercado ni mucho menos, pero está volviendo esa libertad más honesta. Qué hizo: generó rótulos alimentarios frontales que indican qué excesos tienen los alimentos, y los productos excesivos no se pueden publicitar ni vender en escuelas. En Argentina los consumidores no eligen libremente porque la información no está, la oferta no tiende a lo saludable y desde el Estado se tiene que hacer mucho más para revertir la situación.
A falta de información acá lo que hay es publicidad.
Muchísima, sobre todo publicidad orientada a niños. Los entornos infantiles y escolares deberían estar protegidos.
El escenario de la libertad de oferta es, al final, un escenario muy injusto.
Sí, completamente, y desde el inicio del sistema productivo.
Desde el campo.
Desde el campo. Argentina, como productor de alimentos verdaderos y naturales, les plantea a esos productores una competencia desleal con respecto a los ultraprocesados. Las frutas y verduras no pueden estar meses en una góndola como los cereales o los snacks. La cadena de transporte, de frío, de reposición de un alimento fresco y uno que no, es incomparable. El costo de producción también: es mucho más rendidor hacer galletitas que manzanas. Luego salen al mercado y unos tienen publicidad y los otros no, y unos esconden la información o la revisten de otra cosa, como un paquete con personajes infantiles, y otros son lo que son: un brócoli o un pedazo de carne. Y, finalmente, cuando las personas los comen, unos son adictivos y generan que no puedas parar de comer, mientras los otros tienen la saciedad propia de los alimentos. Entonces, si naturalmente están en desventaja, no pueden tener el mismo tratamiento impositivo y de comercialización, porque es un modo de orientar el consumo hacia la parte problemática de la góndola. Una parte que también se vende y se paga caro porque funciona: tener los comestibles a la vista y las legumbres en el fondo. Y así consumimos mucho de ciertos alimentos y muy poco de otros y eso se ve reflejado en la realidad ventajosa de cierto sector de la industria alimentaria por sobre otros.
Lo que está en juego
Los gobiernos suelen no querer meterse con las grandes empresas fabricantes de alimentos porque las ven como generadoras de empleo y superadoras del trabajo de alimentos sin valor agregado como frutas, verduras, carnes.
Esa disyuntiva debe ser revisada. Las economías regionales son grandes generadoras de empleo. Y contribuyen al sostenimiento de un sistema más justo, donde no sólo haya movilidad social hacia las ciudades. En los últimos años se triplicó el consumo de gaseosas, aumentó el consumo de jarabe de maíz de alta fructosa, es cierto. Pero disminuyó la producción de jugos naturales, y las empresas locales de soda cerraron. Cambiaron los perfiles de consumo y se trasnacionalizaron las empresas alimentarias.
Cuando estuvo en el ministerio de Salud hizo un informe sobre las muertes que genera el consumo de ultraprocesados en Argentina, sobre todo de gaseosas, algo que no se suele contabilizar.
Sí: en Argentina por cada millón de personas mueren 74 por el consumo de bebidas azucaradas. Es la mayor mortalidad de la región por la ingesta de esas bebidas. La comparación entre quien consume un vaso al mes y quien consume dos vasos es que, con ese aumento, el riesgo de diabetes tipo 2 aumenta un 26 por ciento, el de síndrome metabólico, 20 por ciento, el de enfermedad coronaria, 35. En las oficinas de la OMS ya no se ofrecen bebidas azucaradas.
Sin embargo muy pocos lo ven: lo grave del asunto. ¿Falta comunicación?
Siempre es más difícil poner en la agenda a las enfermedades crónicas, como la diabetes, que a las infecciones, como la Gripe A ,o al dengue. Aparece un brote de algo y eso enseguida está en los medios como algo de lo que hay que protegerse. Las enfermedades crónicas, en cambio, son solapadas, lentas y tienen un mito: son problemas de responsabilidad individual que se revierten con educación, una educación que viene de la casa, que no tiene nada que ver con el Estado. Pero la evidencia indica que no es así: la población necesita que el Estado intervenga y regule sobre los factores de riesgo de esas enfermedades. Algo que, como vemos, no tiene que ver sólo con el sector salud. La intervención debe ser regulatoria. Ahora bien, ahí tenemos un segundo problema: mientras la sociedad no reclame, lo que avanza son las políticas de responsabilidad social empresaria y el lobby de la industria, que quiere posicionarse como parte de la solución del problema o que dice que puede autorregularse. Pero la autoregulación no demostró ser efectiva en materia de ultraprocesados , tabaco y consumo de alcohol.
El del tabaco es el ejemplo más claro.
Exactamente, esa es la primera experiencia en la que el Estado se comprometió y comprometió distintas áreas hacia la defensa de la salud como un bien común, luego de ver que las empresas no iban a contenerse solas. Fue una lucha mundial y resultó muy exitosa. Y se mostró todavía más exitosa en los países donde llegó más rápido: en Brasil, por ejemplo, se fuma menos que en Argentina porque se desarrollaron políticas públicas fuertes, muy temprano.
Sin embargo muchas personas creen que no fuman porque lo decidieron ellas, o porque se informaron mejor.
La cultura cambió, pero cambió porque surgió una fuerte regulación: durante 30 años en Argentina se buscó concientizar sólo a través de los médicos y las cifras de inicio y permanencia se mantuvieron igual. Hay que aprender de eso. El asunto recién se revirtió cuando se prohibió la publicidad y se prohibió fumar en ambientes cerrados, se estableció un etiquetado con advertencias y se incrementó el precio. Eso hizo que cambiara la percepción social sobre lo que es fumar: dejó de estar bien visto. Lo que puede ocurrir es que al haber habido un cambio cultural, las personas se lo hayan apropiado y no vean que todo lo otro tuvo que ver directamente con eso.
También hay a quienes les resulta imposible comparar el tabaco con los alimentos: las sociedades argentinas de nutrición y ciertos expertos mediáticos que hacen recomendaciones al gobierno dicen que es ofensivo compararlos.
Creo que no se puede comparar a los alimentos con el tabaco, pero sí se pueden comparar los comestibles ultraprocesados con el tabaco en algunos aspectos: las políticas de comercialización, componentes adictivos y consecuencias dañinas para la salud son comparables.
Verdad y consecuencia
Para distinguir un alimento de un comestible problemático, la OPS tiene un documento muy claro al respecto: el perfil de nutrientes. Establece, entre otras cosas, cantidades aceptables de ingredientes polémicos. Fue presentado en 2016 en nuestro país, pero no fue muy bien recibido: la industria alimentaria nucleada en la COPAL difundió una posición en contra y sus sociedades científicas asociadas dijeron que era anticientífico.
Cierta parte de la industria se manifestó en contra, es cierto, pero el perfil está siendo tomado por algunos legisladores para la elaboración de leyes y nosotros estamos muy satisfechos por eso.
¿No cree que en Argentina estamos quedando muy atrás?
Sí, comparado con algunas experiencias de la región, pero se están dando algunas iniciativas parlamentarias que van de la mano de los que se considera que es lo correcto: ir en contra de los conflictos de interés, avanzar hacia una regulación clara y proteger la salud de la población alimentaria. Pero creo que es cuestión de tiempo, que ingresar a esa tendencia va a ser inevitable.
¿Qué pasaría si no se hace nada? ¿Si pensamos que tenemos otros problemas que atender?
No es inocuo: los índices de prevalencia de obesidad van a seguir aumentando, la diabetes también, ciertos tipos de cáncer, también: 14 al menos. También enfermedades psiquiátricas, como la depresión. Existe una dificultad para dimensionar el problema: desde 2005 no se mide a nivel nacional la nutrición infantil a través de encuestas. Ahora se está preparando una encuesta que nos dará la dimensión exacta del problema, pero todo nos dice que el incremento de la obesidad infantil es muy preocupante. Entonces ciertas decisiones se van a tener que tomar más temprano que tarde.
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