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La odisea del espacio
Llevan once años tomando la calle como espacio de expresión artística y política. Participaron de escraches, marchas y protestas, aportando su estilo. Llegaron a la Bienal de Venecia. Hoy, tienen una mirada autocrítica sobre su presente. “Cooptaron nuestras consignas y herramientas y no supimos crear nuevas”.
Es casi un paradoja: el Grupo de Arte Callejero (Gac) acaba de terminar un video de ficción, llamado El juego de la vida. Y además, apuesta a editar el libro que relata su historia, que ya lleva once años haciendo de la intervención en los espacios públicos su forma de expresarse artística y políticamente. Aunque, como sus propios miembros reconocen, su vitalidad es apenas latente.
El Grupo nació en tiempos menemistas para protestar contra la Ley Federal de Educación, pero poco después se asoció a hijos para imponer el escrache como forma de condena social a los represores de la dictadura, ante la denegación de justicia. Pero el escrache fue mucho más que eso: era una forma de protesta que apostaba a la reconstrucción de lazos sociales utilizando la calle como lugar de reunión y producción. Así comenzó a involucrarse en diferentes causas vinculadas a los derechos humanos.
Después del estallido de 2001, durante mucho tiempo organizó una procesión artística los días 20 de cada mes, que denunciaba la impunidad de los asesinatos ocurridos el 20 de diciembre en las cercanías de la Casa Rosada. Con todas estas prácticas a cuestas, sus miembros ganaron el concurso para diseñar el Parque de la Memoria, en Buenos Aires. Y también pudieron visitar lugares muy ajenos a ellos, como la Bienal de Venecia, donde fueron especialmente invitados. Allí exhibieron Cartografía de Control, una proyección de video y collage basada en un ícono del grupo: el fragmento del mapa de la ciudad de Buenos Aires señalizado, con marcas que identifican centros del poder económico, acciones de la represión militar, lugares de conflictos bélicos y zonas militarizadas.
Pero desde hace un par de años, las acciones e intervenciones en el espacio público comenzaron a mermar, como ocurrió en muchos de los movimientos surgidos para resistir al modelo neoliberal. “No es que hayamos dejado de hacer, dejamos de hacer en el sentido que lo veníamos haciendo”, explica Carolina Golder, una de las fundadoras del grupo.
Como resultado de su participación en la organización de talleres de televisión comunitaria, el año pasado el gac terminó su video de 14 minutos “que muestra sutilmente la diferencia entre el que hace y el que no hace”. También viajó a Chaco para intervenir las estatuas de la ciudad de Resistencia con esos globos de diálogo, tan típicos de las historietas. Allí cada uno podía escribir lo que se le antojara con el objetivo de hacer público lo que había ocurrido en la masacre que la dictadura militar había llevado a cabo en la localidad de Margarita Belén. La otra acción fue en el barrio de Caballito como forma de protesta porque el gobierno porteño había enrejado un predio donde funcionaba una huerta comunitaria. “Fueron todas intervenciones muy chiquitas”, describe Golder.
¿Por qué el GAC se replegó?
Nosotros vivimos un punto de inflexión cuando el gobierno anunció la entrega de la esma a los organismos de derechos humanos, en 2004. El tema de la memoria y la defensa de los derechos humanos fueron los más fuertes que había abordado el grupo. Nos resultaba muy difícil cambiar el contenido de lo que hacíamos y, a la vez, nos empezaba a parecer trillado todo lo que veníamos diciendo. Empezamos a cuestionarnos la efectividad de las intervenciones urbanas que hacíamos. Al mismo tiempo, notamos que comenzó a haber una superpoblación de intervenciones en el espacio público y eso también volvía invisible nuestras acciones. No era que proliferaron otros grupos como el nuestro, sino que hasta las campañas electorales comenzaron a hacerse con esténciles. De alguna manera nos tomaron las banderas y las herramientas.
¿Hoy no hay nuevas banderas para levantar?
Claro que sí. Yo intervendría a partir de los contrastes sociales, de la discriminación a la gente del conurbano en los hospitales porteños, de la expulsión de los cartoneros. En esta ciudad cada vez es más notoria la brecha entre los que tienen y los que no tienen, y ese tema sería genial trabajarlo.
¿Y por qué no?
Seis años atrás, si alguien salía a decir que en los hospitales públicos no se iba a atender más a la gente del conurbano, esa misma noche hubiéramos salido con el aerosol a realizar intervenciones. Hoy, en cambio, empezamos con los peros. Creo que hay varias razones. Ahora está muy difícil salir a la calle. Hay mucha paranoia social. Antes salías y hacías lo que se te cantaba. Hoy un vecino te puede denunciar por pintar una pared o intervenir un teléfono. También hay cuestiones de la edad: no es lo mismo tener 20 que 30. Te volvés más cómodo, tenés mejores laburos, hoy hay muchos en puestos del Estado. Otro problema es que no hay quién venga atrás. Yo doy clase de arte político en el iuna (Instituto Universitario Nacional de Arte) y no veo que haya interés en este tipo de cosas. Estoy esperando que aparezca un grupo de jóvenes y convertirme en la vieja que se mete a laburar entre los pibes. Está también el argumento que dice que era más fácil y aglutinador tener a Carlos Menem como enemigo. Pero no quiero cargar las culpas –que la tiene– contra la cooptación kirchnerista. Me parece que eso sería poner la mirada afuera, sería una explicación facilista.
Muchos de estos argumentos suenan como una renuncia a la disputa del espacio público…
A nivel personal, para nada. Me rebano la cabeza pensando cuáles pueden ser las formas de comunicar algo con otra forma y con otro sentido. Pero no se me está ocurriendo. Veo gente que interviene el espacio público con cierta nostalgia y no me gusta. Pero también es verdad que yo no tengo otra respuesta. Me parece que hoy las intervenciones no tienen peso, ni tienen la potencia y ni la fuerza que tenían hace un tiempo.
Para vos, ¿de quién es la calle en estos momentos?
Cada día la ciudad es para menos personas. Fijate, si no, los precios de los alquileres. Pero abandonar el espacio público es como regalárselo al otro. La única solución para esta situación es volver a ocuparlo. Antes, intervenir la calle no era fácil, pero habíamos logrado, al menos, convertirnos en una molestia. Hoy ni siquiera eso.
¿Ahora la calle está tan vacía y silenciosa como en los 90?
En 2001 la sensación era que todo se podía hacer y ahora, de repente, no se puede hacer nada. Y eso es algo muy difícil de remontar. Sin embargo, no estamos como en los 90. No hay un repliegue al estilo del “sálvese quién pueda”. Más bien tiene que ver con recostarse en cierta comodidad hallada, propia de la clase media.
También los movimientos sociales que se organizaron de otro modo en el conurbano.
Sí, es cierto. Pero eso no puedo pensarlo, apenas puedo con la autorreflexión.
¿Sigue siendo importante ocupar el espacio público?
Claro. El espacio de la calle, urbano, es el lugar para decir todo lo que querés y pensás. Eso es riquísimo. Además, es el espacio de todos: en la calle no hay mercado, no se paga. Nadie define qué va y qué no va. Ahora existe un discurso que habla del ciudadano, un prototipo que es limpio, ordenado. Así es el ciudadano que Mauricio Macri quiere. Yo desconfío cuando escucho la palabra ciudadano.
¿Por qué?
La publicidad y la política de la ciudadanía son una gran mentira. Construye una ficción del tipo “si todos sacamos basura a las 20 vamos a estar mejor”, mientras hay situaciones de violencia social terrible. Quieren convencernos de que todos somos ciudadanos y eso no es verdad. Ahora resulta que queremos el tren bala, como en el Primer Mundo. ¿Pero para quién va a ser? Para los pocos que lo puedan pagar. ¿Por qué no invertimos esa guita en que la gente tenga un tren digno para ir a laburar todos los días?
¿Tuvo algo que ver en la parálisis del GAC el reconocimiento oficial que obtuvo en cierto momento el arte callejero: la participación en muestras internacionales, las invitaciones para viajar o los subsidios que comenzaron a aparecer?
No, por lo menos en nuestro caso. Nosotros atravesamos ese momento con mucho dolor, hasta se alejó gente. Pero para nosotros fue un momento de gloria. Fuimos muy radicales, rechazamos los subsidios y creo que eso nos salvó de la autodestrucción. Ahora, incluso, somos más flexibles y podemos aceptarlos. Pero hubo otras organizaciones que se destruyeron cuando estaban en la cima del estrellato artístico, porque son distintas las lógicas del mercado artístico que las del arte de la calle. El mercado destruye todas esas palabras que están buenas: horizontalidad, autonomía.
En plena ebullición de 2002, en el GAC decían que de tanta acción no había tiempo para pensar en qué estaba haciendo el grupo, algo que también consideraban necesario. ¿Ahora la situación es inversa?
No creo que habernos tomado un tiempo para reflexionar sobre lo que hacíamos haya sido paralizante. Está buenísimo reflexionar porque generás lazos con vos mismo. Lo que puede ser nocivo es cuando el pensamiento se vuelve totalmente autorreferencial. Para evitar eso nosotros generamos encuentros con otros grupos. El problema creo que es otro: algunos compañeros buscaron otras herramientas, como la televisión comunitaria; otros se enojaron con tanta –como se dice ahora– cooptación. Pero, en realidad, nuestra debilidad es no haber podido dar con las nuevas formas. Y, la verdad, yo ya me aburrí de reflexionar. Mirá lo que pasa en la Mesa de Escrache: se sigue reuniendo gente piola, súper valiosa y capaz, pero no puede sacar un producto. Venimos de muchos años de una práctica con una impresionante potencia, pero que de repente no tiene efecto. No sólo eso, ni siquiera se practica. Es casi una cuestión psicológica. Están las ganas, la gente, la situación y no sale nada.
¿Ni siquiera con la desaparición de Julio López?
La principal alianza que nosotros tuvimos desde un principio fue con los organismos defensores de los derechos humanos. Pero la creencia que en los últimos años esas instituciones empezaron a tener en el Estado rompió con todo. Ya no hubo potencia para reclamar por Julio López. Esa gente era la que llevaba adelante las banderas de la memoria y la justicia.
Volvemos, entonces, al punto de inflexión que marcabas al principio. ¿Entrar a la ESMA implicó dejar la calle?
Puede ser. Pero a la vez, ¿qué hacés con la Esma? Tenemos un Estado que nos la da. ¿No la vamos a agarrar? Tal vez esta situación te imponga una dinámica o un camino que no pensaste. Pero yo no tengo la respuesta.
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