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Mu12

Lo divino

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Crónica del más acá

M i papá era un gordo inmenso, fuerte como una roca, gritón como un volcán, y algo primario en sus emociones. Bastante, para qué andar con sutilezas. Cuando algo lo enojaba mucho solía decir: –¡Me cago en Satanás y en su puta madre!
Incluso, según la virulencia de la situación, cambiaba a Satanás por Dios. Hombre algo hereje en su iracundia, podía también emprenderla con todos los santos, así, genéricamente.
 
Confieso mi ignoracia: yo no conocía Puerto Madero. Tampoco sabía que hay ahí un baldío con el pasto más o menos cortado, rodeado por un reja prolija y una ¿entrada? (¿tienen entrada los baldíos…?) construida con ladrillos sobre los cuales hay una F, como una especie de panoplia, de escudo familiar o de armas, que también corona la puerta de hierro o tranquera.
Hay que tener cara.
En derredor, el imperturbable Mar Dulce de Solís y aburridísimos edificios de departamentos. Y una especie de carpa donde me explicaron (con reserva de identidad porque si no “los encargados de prensa” se enojan. No quieren que les escupan el asado, ya que ellos son los que “saben qué hay que decir”), que allí el Faena Group (sic) montará dos alas más del Hotel Faena y departamentos que cotizarán los 4.000 dólares el metro cuadrado en plata baja, subiendo el precio según el piso…
Hasta aquí, nada que sorprenda.
Empiezo a pensar que ya nada me sorprende.
Que bueno, así es la nueva oligarquía, los que tienen plata, la ciudad de Grosso y El que Te Jedi, que si la privada Universidad Católica obtuvo de chiripa un predio inmenso para la salud educativa de los ciudadanos…., ¿qué problema hay?
¿O acaso el tren bala no es para que viajemos más rápido?
Miro bambolearse con mucha fiaca la Fragata Sarmiento en el cruce de avenida Belgrano. El sanjuanino hablaba de “oligarquía con olor a bosta”.
Ésta… ¿a qué huele…?
 
Una calle se llama Marta Salotti, otra Olga Cosettini, otra Azucena Villaflor, otra Alicia Moreau de Justo… No sé qué nombre ponerle a lo que allí veo. Se supone que piso el suelo más caro de la ciudad, pero las construcciones parecen maquetas; buenas maquetas, es cierto, pero demasiado precarias para ser departamentos caros.
 
Luego de la charla en la carpa, no pude resitir la tentación de entrar al Hotel Faena. Los laburantes, todos amorosos en el trato, incluso el que estaba disfrazado de valet en la puerta y que debería (justificadamente) odiar al mundo.
Yo sé que en cuestión de gustos… que todo relativo… que cada uno es libre de hacer con su dinero lo que quiera… que con voluntad el ojo se educa… pero con lástima pienso en Faena: el hotel es horrible. El pobre contrató a un diseñador internacional para que el tipo venga acá y elija ese proyecto para ensayar su estilo narco-decó. Venganza o rebeldía, el resultado es una cosa imposible de describir. O cuanto menos no es fácil, tal como sucede con todos los fenómenos que en nuestro continente produce esa cultura de cartel. Me limito a un detalle, porque dicen que si uno se concentra en una parte puede descubrir el alma del todo. Lo encuentro: en el bar hay cuatro cabezas de unos animalitos que parecen ciervos, pero no. Son cabezas embalsamadas de una especie sudafricana de la que no alcanzo a apuntar el nombre.
Llevan collares de perlas.
Pienso: ni aunque estén muertos.
 
Me tomé un Martini agitado y no revuelto, igualito que James Bond, pagué como si fuera George Soros y salí saludando a todos los laburantes como si fuera El General, con paso triunfal, mientras pensaba en aquellas películas en que se dinamitan edificios sin lastimar a los buenos. Lo que sucedió entonces sí que no me lo esperaba. Un muchachito educadísimo y gentil se me acercó para preguntarme qué me parecía todo y qué se podía mejorar. Por un momento me pareció oportuno aprovechar para desparramar algunas reflexiones acerca del mal gusto, mencionarle a Juárez Celman y los faroleros, el perfume de esa clase que todo lo impregna y alguna que otra idiotez más. Me contuve y sólo le dije alguna que otra ironía, pero en algo me debo haber excedido porque cuando me despedí amablemente el muchachito me dijo:
–Mire que yo soy un laburante.
–Yo también –le contesté, para que supiera que no estaba juzgándolo.
 
Reitero: confieso mi ignoracia.
Yo no conocía Puerto Madero.
Nunca había visto un baldío con puerta.
Nunca había visto ese trencito supermoderno y coqueto, una suerte de tranvía del siglo xxi al que tan certeramente bautizaron Tren Ligero. Va despacito, para en todos los semáforos, tiene aire acondicionado y está increíblemente limpio.
Volví a Lomas de Zamora en El Roca, así que no se enojen conmigo si estoy con este humor. Quedé agotado con semejante salto.
Cuando finalmente me senté a escribir me acordé de mi papá y le adjudiqué su elección: si El Gordo hubiese visitado Puerto Madero, entre Satanás y Dios, sin duda hubiese elegido al peor…

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La crítica original

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. Fue un editor único, capaz de retratar una época injusta y cruel. Lo logró con una fórmula también única: obligar a los mejores escritores a poner el cuerpo en los márgenes de la sociedad. Una mezcla que influyó en el periodismo tanto como en la literatura y lo convirtió en un millonario de leyenda, sobre el cual escribieron con asco Borges, Neruda, Marechal y Arlt. Una historia apasionante que pocos recuerdan.
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La escena del crimen

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Las mujeres que se prostituyen en Plaza Once la definen como un campo de concentración. Lo que allí sucede está a la vista y ha dejado heridas imborrables, como la de Cromañón. Ésta es una crónica de lo que allí hacen y no hacen prostituyentes, policías y fiscales. Pero también es un llamado de atención sobre lo que todas y todos podemos decir o callar al respecto. ¿Un modelo del concepto del espacio público para la dictadura del libre mercado? ¿O una postal de las batallas de la modernidad? Aquí, dos posibles respuestas: la de la boliviana María Galindo y la del norteamericano Michael Hardt.
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Derecho de admisión

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