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Impenetrable

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Crónicas del más acá, por Carlos Melone.
Habíamos recorrido un tramo de los márgenes del Impenetrable, en ese Chaco que parece otro mundo, que es Otro Mundo. El Impenetrable, un monte lleno de historias de resistencia, de dolor, de saqueo.
El Impenetrable, al menos en sus bordes, está lejano de la imponencia. No vimos árboles colosales o plantas abrumadoras. Es una muralla vegetal que hace de su nombre una descripción perfecta y explica, por su sola presencia, la tardía conquista de la región. Espinillos y enramadas hacen imposible caminar 10 metros para la especie citadina suburbana
Literal.
Muy cada tanto, en algún claro, en un cruce de caminos, se adivinan ranchitos muy pequeños, precarios de todas las precariedades y gente humilde de todas las humildades, silenciosa, de mirada igual al monte que los rodea: impenetrable.
Anduvimos por caminos de tierra amables y, casualmente, llegamos a un sector conocido como Parque Provincial del Loro Hablador.
El nombre era una invitación irresistible.
En la entrada al Parque Provincial estaba la residencia de los guardaparques completamente cerrada.
Nos vino a recibir una morita, una especie de pecarí pequeño que se comportaba como un perrito. No desconfiaba: mangueaba; se dejaba acariciar y parecía estar a cargo de la situación.
Caminamos un rato por senderos cómodos y bien señalizados, custodiados por la morita.
Durante las dos horas de estadía no vimos ni escuchamos un loro.
Ni uno.
Una descortesía total.
Este país, así, no progresa.
En el camino de regreso a Castelli, la ciudad donde dormíamos, entramos al predio de una casa desheredada de los brillos del consumo donde dejamos a la familia tres bolsas de ropa que habíamos llevado de Buenos Aires. Pocas palabras, la sonrisa endurecida de una señora y un austero intercambio de saludos.
Cuando retomamos el camino me percaté de la imagen de la que era protagonista: tres señores en una camioneta imponente dejando ropa para los expulsados del mundo, para los hijos de una tierra que ya no les pertenece, para los desabrigados de todos los abrazos.
Una oligarquía benevolente y piadosa, acariciando el lomo de su perro pintoresco.
La escena, si la hubiese visto desde afuera, me hubiese parecido limítrofe con el patetismo. Estando dentro de la escena, no puedo describir, no puedo relatar la incomodidad que tenía.
No encontré las palabras aún.
Volvimos en silencio.
Al día siguiente, por curiosidad simple entramos en una localidad que se llama Río Bermejito. Era la hora de la siesta con todo lo que eso significa: Río Bermejito estaba más desierto que Chernobyl. Llegamos a una bonita costanera que parecía recién terminada y nos acercamos a una oficina de turismo para explorar posibilidades de paseo.
Había tres señoras tomando mate y un muchacho de unos 25 años que se sintió profundamente emocionado por nuestra presencia. Nunca supimos si las señoras eran parte del personal o estaban allí porque no había mucho que hacer: nos saludaron con la amabilidad característica de nuestra tierra adentro y siguieron conversando entre ellas.
El muchachito unió emoción con compulsión narrativa y descripción surrealista: las explicaciones eran caóticas, no paraba de hablar y no había manera de meter una pregunta. Y no se trataba de la existencia de una oferta multitudinaria de opciones para un viajero ocasional. El chico sacaba mapas y folletos explicando lo inexplicable, desdiciéndose y volviendo sobre su propia explicación mientras la emoción devenía nervios. Los dos turros que estaban conmigo, siniestros docentes jubilados, se fueron haciendo los distraídos alejándose de la escena hasta que salieron de la oficina y me dejaron solo con el pobre chico, al que me fumé durante ¡40 minutos!
Cuando me iba, estaba tan agradecido de mi escucha que me daba la mano y no me la soltaba, agregando todo tipo de recomendaciones.
Evalué la posibilidad de apuñalarlo pero me pareció un exceso.
Cuando subí a la camioneta tenía dos certezas: cómo llegar a una comunidad nativa allí cerca, y que no volvería a entrar a una oficina de turismo por muchos meses.
Hicimos unos pocos kilómetros junto a la flamante costanera, tomamos un camino secundario y llegamos a una comunidad wichi Lapelole.
Cruzamos un puente peatonal sobre un brazo del río y entramos en la comunidad. Pequeña, un barrio de casas de material prolijas, terminadas, pintadas, todas (o casi) con una buena porción de terreno cercado donde las plebeyas gallinas constituían la especie destacada.
Nos acercamos a una casa golpeando las manos al uso tradicional y una señora, de edad indescifrable, nos recibió amable y parca. Era la Pastora de la comunidad. A pocos metros de la casa había un pequeño templo, vaya uno a saber de qué variante cristiana en la tramitación de almas.
La burocracia celestial es amplia.
Mientras empezaba a contarnos cosas de su tarea y de la vida allí en un castellano poblado de ausencias gramaticales, mandó a llamar al jefe de la comunidad. Tímidamente, se fueron acercando los chicos y varias mujeres de la comunidad.
Todas hablaban en susurros, con frases cortas, como si las palabras necesitaran un permiso para volar. Las nenas más grandes nos acercaron artesanías: tejidos de bolsos/carteras, posaderas para las sillas y canastitas hechas con material reciclado.
La belleza de lo que ofrecían era objetable, profundamente objetable.
Compramos entre exclamaciones de admiración y gratitud por acceder a cosas tan útiles y preciadas.
Las huellas de la injusticia estaban allí, en la falta de calzado y en la ¿austeridad? de las ropas. La conversación se iba animando pero siempre en un susurro: la escuela, la carencia, el esfuerzo, la vida que siempre va por la banquina.
Llegó  el jefe de la comunidad, Vicente, joven, no más de 40/45 años. Desenvuelto, sobrio, muy cortés, en su expresión se revelaba alguna formación que no indagamos. Mezclaba el tuteo con el usted.
Vicente hablaba con cadencia atonal desgranando dolores y frustraciones. Ni dramatizaba ni apelaba a la temida adjetivación borgeana. Solo contar de olvidos, de postergaciones, de que al menos cuando estaba “la Cristina” eran escuchados.
Vicente habla de que no hay trabajo ni crédito para la siembra ni mercado para sus animales ni para las artesanías. Que la escuela no está bien (cosa evidente a nuestra vista) y que no tienen centro de salud.
Vicente no pide nada en los términos usuales.
Quiere escucha y oportunidad.
Relata una economía comunitaria que todo el tiempo coquetea con la catástrofe.
Conversamos en medio de un gran espacio de tierra mientras los más chicos corretean descalzos, jugando los juegos que esa vida les permite.
En cada voz desmayada, en cada silencio sin aire, se asoma lo inexplicable, lo inefable, aquello que desvelaba a Lautaro, a José Artigas, a Chico Mendes, a don Ángel Vicente Peñaloza.
Ya se sabe, son indios.
¿A quién le importa?

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