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A los botes: Sabrina Blanco

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La botera es un film sobre una chica de la Isla Maciel que imagina el oficio de remar como identidad y salida. Es el retrato del barrio y es el cine como (casi) documental para que la cámara sea el ojo que nos revela el presente. NÉSTOR SARACHO

A los botes: Sabrina Blanco

Hay un bote que va y viene por el Riachuelo, cruzando habitantes de Isla Maciel y también turistas que llegan de La Boca escuchando la descripción del barrio en inglés. Hay una chica que rema, en un país en el que muchas chicas y chicos saben, desde siempre, que hay que remarla.

Se ven los gestos, los modos, las miradas y las palabras de un barrio en el que el paisaje cotidiano está atravesado por camiones de containers, entre otras cosas. Las calles pueden ser de cemento o de adoquines, pero siempre están húmedas, como lo están las paredes de las casas, de chapas onduladas.

La botera, de Sabrina Blanco es un largometraje que cuenta la historia de Tati, una chica de 12 años que vive en la Isla Maciel y persigue el deseo de dedicarse a ese oficio solo realizado por hombres y que consiste en remar en el contaminado Riachuelo cruzando personas entre La Boca y la Isla Maciel sobre esas aguas densas, oscuras, donde es imposible ver el fondo de la cuestión.

La película pasó por la Competencia Argentina del 34º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Tuvo los reconocimientos no-oficiales por mejor guión entregado por Argentores, mejor actriz Argentina entregado por SAGAI (Sociedad Argentina de Gestión de Actores Intérpretes) y mención especial a la mejor película realizada por Directora latinoamericana hasta 35 años, entregado por FEISAL (Federación de Escuelas de la Imagen y el Sonido de América Latina).

La idea de la película tuvo varias aristas: “Luego de estar trabajando con niñas preadolescentes en la Villa 31, de pensar cómo son representados los barrios y las mujeres pobres en las películas, comencé a escribir el proyecto en 2014”, cuenta Sabrina.

Alerta de no-spoiler: no veremos jóvenes de los barrios pobres preparándose para salir a chorear autos. El guión se fue desarrollando y profundizando en diferentes tutorías. Algunas muy prestigiosas y otras donde Sabrina tuvo que “militar” la mirada: “El cine es complejo y hay que tener cintura para no caer en la mirada de clase media blanca”, resalta.
Mientas los contactos territoriales comenzaban en la Escuela Secundaria 24, la Fundación Isla Maciel y el comedor de la Iglesia del Padre Paco, llegó el momento de arrancar con el casting previo en la cercana Casa de Cultura de Barracas, para poder reflejar la realidad de ese barrio y de esas vidas, lo artístico y lo ideológico, dice la directora. Allí fue cuando la adolescente isleña Nicole Rivadero transmitió con tremenda convicción una idea directa: “Quiero hacer la película”.

Sabrina recuerda sobre el otro protagonista: “Alan Gómez ayudó en el proceso de ir venciendo la vergüenza, salir de la risa nerviosa y conectarse con la película sin dejar de explorar la imaginación”. A fines de 2017 ya estaban a pleno los ensayos improvisando escenas en un taller de teatro.
Otro de los grandes descubrimientos de la película es la actuación de Kevin, el amigo de Tati interpretado por Roger Rodríguez, una joven con rostro de adulto experimentado, que desarrolla una interesante forma de recordar a los gatos cuando mueren, quien ya actuó en un cortometraje filmado bajo el puente de la autopista que entra en la Isla Maciel: El terraplén.

El riesgo de lo real

¿Qué fue apareciendo a medida que el proyecto iba convirtiéndose en realidad? Cuenta Sabrina: “Aprendí a desarrollar la paciencia, conciliando las presiones del entorno industrial cinematográfico con las decisiones artísticas. Aprendí que el tiempo tiene una dimensión propia, personal, y además está el tiempo de rodaje en el que la creatividad se potencia”. Por lo tanto: “Hay que tener cierta flexibilidad creativa. Si no está el recurso dinero, tenemos el recurso tiempo. A veces por eso se abandonan los proyectos, pero en realidad lo que faltaba era algo que necesitaba madurar y eso se consigue con el tiempo”.

La relación con los actores y las actrices fue un vínculo, un cultivo de esos que también necesitan el recurso-tiempo. “No es algo que depende exclusivamente del financiamento económico del proyecto. Yo le pude dar a Nicole tanto como ella me dio a mí” razona la directora.

Así se logra que convivan en el personaje de Tati las ganas de aprender a manejar el bote (¿una salida?), el dilema de estudiar (o no) en la escuela secundaria, los desganos de un padre muy presente pero ausente, las broncas y pachangas barriales y los primeros besos.

El trabajo de cámara y la duración de algunas tomas y de algunos planos son efecto de una decisión formal. Sabrina: “Hubo un trabajo de mucho tiempo con la directora de fotografía, Constanza Sandoval. Hicimos un laburo previo bastante arduo y en conjunto. Antes de filmar fuimos tratando de encontrarle la forma al contenido, tratando de mostrar una cámara, una mirada, un poco urgente pero a la vez sutil, tratando de evitar los hilos del artificio. Eso significa tratar de lograr una cámara que sea lo más real posible pero que a la vez sea respetuosa de lo que mira y de cómo lo mira”.

La botera logra algo difícil: si bien es una ficción, por momentos roza la búsqueda que podría plantear una película documental.

Explica Sabrina: “Preferí tomar el riesgo de encontrar la máxima naturalidad de todo: los gestos, los modos, las miradas, aunque parecieran errores cinematográficos. Pero en realidad es salir de ese lugar, del bien o mal, de una manipulación extrema sobre lo que se veía y sobre lo que se construye, y poder aprovechar el error. O el supuesto error”.
Sabrina sigue remando en sus ideas: “Decidimos apostar a un ritmo desde el inicio para la cámara, un ritmo orgánico, y construir una urgencia desde el montaje. Que no hagan el mismo trabajo. Los planos muy cerrados, muy pocos planos abiertos. Podía estar buena esa conjunción. Cómo se filma, cómo se monta, sirve para encontrar la personalidad de la película”.

La primera placa que aparece al comenzar los créditos del final dice: “A Luis Blanco”. Sabrina desarrolló la película mientras atravesaba la enfermedad de su papá, que falleció de cáncer. “Se la dediqué a él básicamente, en su memoria y porque mucho de lo que hay en la película también tiene que ver con mi historia”, explica Sabrina, que tal vez pudo con el cine decir lo suyo y lograr lo que busca todo artista: despojarse de sus fantasmas.

Se vienen las proyecciones en el Malba, salas simultáneas y en el Gaumont. Todos lugares en los que no se usan los remos ni los botes, que se sepa. En este último caso, para el 19 de diciembre, habrá algunas combis que viajen desde Maciel hasta Congreso (ida y vuelta). Leyendo las críticas post Festival de Mar del Plata, Sabrina estima: “Algo salió bien”. Es cierto: los espacios y los tiempos y las vidas se respiran, se ven y se aprende a mirarlos sobre la superficie del barrio y la de un Riachuelo que nunca se sabe qué tiene en el fondo.

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