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Sabores & Saberes: todo lo que se cocina en una olla comunitaria
Esta producción es un homenaje y una invitación a debatir el sentido histórico, político y estructural de una receta que se cocina en los barrios latinoamericanos: las ollas comunitarias como forma de pensar el presente y hacer posible la vida, también, en plena pandemia. ¿Cómo se ve el mundo desde los ojos de las mujeres -y algunos hombres- que sustentan la alimentación cada día? La toma del poder, las risas y los “voceros” de lo social. ¿Con qué se cocinan terminologías como “empoderamiento” y “género”? La ingeniería cotidiana de las resistencias, y cómo se amasan utopías calientes y sabrosas. Por María Galindo y Claudia Acuña.
Por María Galindo
Habitante perpetua de la anormalidad.
Vive en aislamiento social obligado en La Paz desde hace más de 37 años.
Integrante de Mujeres Creando.
Radialista, grafitera, agitadora callejera y cocinera
Étnicamente bastarda. Socialmente: anti señorita y abajista
Profesora interina y accidental de Filosofía en la Universidad Pública (UMSA).
Puedo decir sin miedo a equivocarme que las mujeres –y de entre todas, las mujeres más pobres– hemos servido históricamente como colchón de amortiguación de la guerra, del colonialismo y, cómo no, también del neoliberalismo.
Cuando se aplicó el ajuste estructural inaugural del neoliberalismo en el continente nos llamaron una a una para endeudarnos, para convertirnos en delantales y brazos capaces de sostener a los ejércitos de desempleados, para sostener las pérdidas de las empresas y los Estados, para que nuestras hijas abandonaran el colegio y nosotras abandonáramos nuestros sueños.
A ese proceso que no fue ni más ni menos que chuparnos la sangre para transformarla en dólares, a ese proceso de endeudamiento, le llamaron “EMPODERAMIENTO”, “EMPRENDEDURISMO”, “DESARROLLO CON PERSPECTIVA DE GÉNERO”. Claro que fue con perspectiva de género que se utilizaron las energías de las mujeres como colchón amortiguador de la crisis económica y el hambre.
Fue a partir de esas políticas que las mujeres a escala continental, en unos países mas que en otros, desplegamos un inmenso tejido social de subsistencia creativo, colorido, sorprendente y autosostenible. El empoderamiento fue endeudamiento, el emprendedurismo fue autoexplotacion, la perspectiva de género fue descargar en nuestras espaldas y nuestras vidas el costo social de todo.
Sin embargo, ese lugar de colchón amortiguador ha jugado también de forma ambivalente la función de constituirse en soporte logístico de las luchas más importantes del último tiempo. No ha habido marcha, jornada de debate, ni resistencia popular que no haya tenido en las mujeres su soporte logístico imprescindible para el cuidado de las wawas, para la alimentación y para la “con- tensión” emocional y sexual. Ese proceso también tuvo un costo muy alto para las mujeres. Una y otra vez cuando se deliberaba el ¿qué hacer?, cuando venían los medios a hablar con los portavoces de la resistencia popular, cuando el cuerpo pedía descanso, las mujeres estábamos concentradas en las ollas comunes que garantizan la resistencia real. Fue a costa nuestra; a costa de nuestra palabra y a costa de nuestra visibilidad que luchamos contra la privatización del agua, por la defensa del territorio, contra la minería a cielo abierto, contra las trasnacionales y una larga lista de las luchas esenciales de este tiempo. Así es como por ejemplo en Bolivia un cocalero protagonista de las mil marchas terminó como presidente del país sin haber jamás pelado una papa en una olla común, pero habiendo sabido acomodarse como el eterno portavoz. Fuimos, como se dice popularmente, escalera de una infinidad de dirigentes que se convirtieron en diputados y ministros o en consignatarios de los grandes acuerdos a la hora de lo que ellos mismos llamaron “triunfo”.
Aun pienso que a todos y cada uno de esos convenios, de esas conclusiones y de esas luchas, no les faltaba “la perspectiva de género”, sino el sentido mismo de las luchas que tenemos las mujeres cuando nos juntamos alrededor de una olla común y hacemos alcanzar para tod@s, con risas y alegrías, comida caliente y no fría, cocida y no cruda, sabrosa y no insípida. A las luchas sociales les faltaron en las conclusiones y las vocerías nuestros sabores y nuestros saberes. Estábamos ausentes porque nos estábamos ocupando de lo más importante: la vida, las alegrías y la cotidianeidad.
Sentido y olla común
En 50 años de neoliberalismo no nos hemos sacado los delantales y no hemos descuidado la vida ni para tomarnos un mate. Pero hemos cambiado mucho; unas hemos desarrollado un tercer ojo que está en la nuca, otras hemos desarrollado una cola con que sujetar al bebé, los financistas envían doctorantes a escrudiñar nuestra creatividad financiera. Hemos aprendido a leer en nuestros puestos de venta no solo el alfabeto, sino a la sociedad. Somos sociólogas caseras, filósofas panaderas, costureras arquitectas, nuestros depósitos de ollas y víveres son obras de ingeniería donde el espacio está tan bien calculado como el de los puentes colgantes de Hong Kong. Nuestros cálculos poblacionales son más detallados que los cálculos estatales; porque no solo sabemos cantidades, sino que conocemos edades, enfermedades y penurias, talentos y debilidades de toda nuestra comunidad.
Manejamos las deudas mejor que el Banco Mundial y acertamos con las propuestas mejor que los tecnócratas del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo). Podríamos decir que sólo nos falta tomar el poder, yo prefiero decir que sólo nos falta tomárnosla contra el poder que suena muy parecido, pero no es igual.
Ni el COVID ni el miedo nos paralizaron.
Cuando la pandemia cayó del cielo capitalista desatando el miedo al contagio, justificando el señalamiento entre nosotr@s y la búsqueda inquisitorial del portador; cuando el Covid-19 paralizó los países y las economías, paralizó la educación y dejó sin salida a los gobiernos, nosotras teníamos claro que lo que había que hacer eran ollas comunes.
Desobedecimos los mandatos de abastecimiento individual y desde las ollas comunes reinstalamos el sentido común del abastecimiento colectivo.
Desobedecimos el mandato del individualismo y montamos las ollas colectivas para much@s.
Tuvimos la certeza de que resistir al hambre era una cuestión colectiva, resistir al miedo era una cuestión colectiva, resistir a la inacción colectiva era solo posible desde las ollas comunes.
Grandes, pequeñas, medianas, barriales, grupales y de todos los tipos, hirvieron y hierven las ollas comunes como estrategia de resistencia, de desobediencia, de alegría, de acción, de lucha contra el hambre, de amor que se reparte, de generosidad en medio de la mezquindad.
No tuvimos que pedir permiso porque ni se nos ocurrió hacerlo, en todos estos años les hemos enseñado a respetarnos.
Las ollas comunes no son institucionales, no son estatales, no vienen de arriba sino de abajo y solo son hoy posibles como máxima expresión gracias a que las venimos practicando hace décadas.
No hemos empezado ayer, hemos dado continuidad a nuestros saberes, hemos dado continuidad a nuestras prácticas.
Nuestra utopía es sencilla y se reactiva cada día: aquí todo el mundo come, y come caliente y come sabroso.
Somos un trajín de esperanza contagioso donde faltan manos, pero no ideas, recetas y secretos de los que nadie es exclusiva propietaria.
Somos conspirativas porque alrededor de la olla se conversa, analiza y resuelve cada día, escuchamos la radio y nos burlamos del poder.
Pasa la mañana, pasan los días de cuarentena y, mientras, nosotras seguimos sosteniendo la olla.
Al presidente, a sus ministros, a la izquierda, a las iglesias a Bolsonaro y a Trump se les han acabado las ideas, mientras nosotras sabemos que nuestra olla empieza haciendo hervir agua, mucha agua.
El sabor del encuentro
Las ollas comunes en tiempos de pandemia han adquirido no sólo más valor, sino que han pasado por una mutación. Han pasado de ser la iniciativa de las mujeres contra el hambre a ser el núcleo central de las resistencias, han pasado de ser el cuarto del fondo de las luchas populares a ser el foro de los conocimientos que más nos sirven, que más nos importan, que más nos afectan, que mejor nos movilizan y más nos enseñan.
¿Se imaginan el orden del día de un debate en el congreso integrado únicamente por gestoras de ollas comunes?
¿Se imaginan las medidas agrarias si estas medidas estuvieran en manos de gestoras de ollas comunes? ¿No pensarían ellas en la calidad de las verduras y las frutas y el salario de sus cosechador@s como cosas complementarias y no opuestas?
¿Se imaginan qué medidas tomarían las gestoras de ollas comunes en relación a la educación de las wawas en tiempos de pandemia?
Las ollas comunes pueden ser hoy el centro desde donde tomárnosla contra el poder y proponer la revolución anti capitalista, despatriarcalizadora y anticolonial que necesitamos, o pueden ser nuevamente succionadas como colchón amortiguador del ajuste colonial y capitalista que nos están preparando.
De nosotr@s depende.
Emergencia: Laura y Elba, Villa 31
Por Claudia Acuña
Elba trabaja desde hace 18 años en la casa de una familia que le sigue pagando el sueldo a pesar de que la pandemia la obligó a recluirse en la suya, en la Villa 31. Consideró ese derecho un privilegio y la situación de su barrio un grito de auxilio, y decidió hacerse cargo de una olla que alimenta a 208 personas todos los fines de semana.
Laura es otra privilegiada: su compañero se infectó, pero a pesar de que compartieron mates y besos, no se contagió. En un barrio donde el hacinamiento y las malas mañas de la obra estatal de la llamada “urbanización” lo dejaron sin agua y sin asistencia adecuada en medio de la pandemia, Laura recibió la ayuda de sus vecinas mientras estuvo aislada por la sospecha de contagio, así que apenas sus resultados dieron negativo, se puso a trabajar al lado de Elba para retribuir lo que había recibido.
La villa 31 es ejemplo de cómo azota este virus a los barrios vulnerables, que representan casi el 35% del total de infectados de la Ciudad. El otro azote es el que produce la cuarentena en un territorio donde la mayor parte de la población subsiste en actividades hoy congeladas por la pandemia: limpieza, construcción, gastronomía. Nada de esto fue previsto por ningún organismo estatal, pero sí por el Comité de Crisis, que con la muerte evitable de Ramona Medina logró ser escuchado. De allí nació el plan sanitario que contuvo el desastre y también el informe de cuánta comida necesitan para darle batalla al hambre. Todavía no lograron que llegue la suficiente. Y por eso las Elbas y Lauras siguen trabajando sin parar.
Memoria: Luisa, Asamblea de San Telmo
Luisa era cocinera en un sanatorio y delegada del gremio de Sanidad en los años 70. La dictadura la convirtió en desocupada, como a muchas de sus compañeras. “Era lógico que en aquel momento fuese yo la que me encargara de que todas nuestras familias comieran”.
El 2001 la colocó otra vez al frente de una olla comunitaria y desde entonces se hizo cargo de uno de los comedores de la Asamblea de San Telmo. Hoy dejó esa trinchera porque el virus la convirtió en “persona de riesgo”.
En ese comedor la crisis que produjo la pandemia obliga a preparar 400 raciones diarias. Su consejo para quienes tomaron la posta: “Dividir todo por tres, así se hace más manejable cocinar algo que sea rico y sano, porque esto no se trata solo de llenar la panza”.
Para Luisa la comida es abrazo.
El último informe sobre comedores comunitarios dado a conocer por el Poder Ejecutivo fue en la Cámara de Diputados en septiembre de 2019 y en la voz del entonces Jefe de Gabinete, Marcos Peña. Las cifras: en Argentina hay 1.270 comedores comunitarios y 19.036 comedores escolares que alimentan a 3 millones de personas. Es un número que creció en más de un millón de personas entre 2016 y 2017.
Hoy la pandemia multiplicó esa cifra. En la Ciudad de Buenos Aires “antes de la cuarentena los comedores recibían una demanda de 100 mil personas. En marzo creció a 115 mil y en abril cerraremos en unas 150 mil”, detalló a MU el Ministerio de Desarrollo Social.
UST, Villa Domínico: nacidos y criados
El equipo de la Unión de Trabajadores Solidarios que atiende los merenderos y ollas que esa cooperativa sostiene en Quilmes es masculino.
“Nosotros nacimos con esto”, dirá uno para explicar que fue su forma de alimentarse y también de aprender qué significa ese plato en un momento así. “Para nosotros la solidaridad no es solo parte de los principios de nuestra cooperativa: es lo que producimos. Entonces estar cocinando en una olla comunitaria para nosotros es estar trabajando en la cooperativa. Una tarea necesaria, un compromiso, una responsabilidad, pero también un objetivo en común. Un compañero hoy estará arreglando un camión y otro estará preparando un guiso. Todo eso es parte de la producción cooperativa de la UST”.
La mercadería la reciben de la regional CTA, a la cualpertenecen. También por la vía de donaciones y aportes que la misma cooperativa hace hasta completar lo que necesita cada boca de un barrio que en estos días está siendo el postre del virus.
Si hacen memoria de crisis –de las que son expertos sobrevivientes-es la primera vez que notan que todas las organizaciones sociales están trabajando juntas y combinando esfuerzos.
¿Logran así dar batalla al hambre y contener a la vez la protesta social?
“Sin duda, pero no se pueden hacer especulaciones políticas en un marco así. Si hay hambre tiene que haber comida”, responden.
Angelita, La Boca: saber
Angelita limpia casas y oficinas, pero su verdadero oficio es un arte: organizar ollas populares. En una reunión del Comité de Crisis de su barrio –La Boca- escuchó a la representante de una fundación decir que ella podía poner la cocina como trinchera, pero no tenía idea de cómo llevarla a cabo. Angelita levantó la mano. Luego habló el kiosquero de la calle Olavarría y dijo: ofrezco ese espacio.
Y Angelita volvió a levantar la mano. Desde entonces y durante estos cuatro meses Angelita diseñó lo siguiente: en la cocina de la fundación se preparan meriendas todos los días y cenas los martes y viernes. La ayudan a prepararla tres cocineros de un restorán de San Telmo que junto a otras dos jóvenes, se sumaron a través de la red Convidarte, el milagroso esfuerzo social que parió esta crisis pandémica. El resto de los días reciben las viandas que les dona la fundación Proa. Y los fines de semana, hay olla comunitaria en el kiosco.
Angelita ni ninguno de los colaboradores cobra por su tarea. Ninguna de las dos comidas comunitarias es asistida por el Gobierno porteño. En uno de los barrios más necesitados de la ciudad, la red social que contiene el hambre es la respuesta. Dirá Angelita: “No damos de comer: compartimos el plato. Cocinamos como lo hacemos para nuestras familias. Cuidando el peso, mirando el rendimiento y poniendo el cariño en el sabor.”
Susana, Wilde: respuestas
Susana muestra el cuaderno y las carpetas. En uno lleva las cuentas. En otras, guarda las fotocopias de los dni de quienes retiran la comida de la olla que montó en la casa de su abuela, ahí en Wilde. “No sé por qué nos piden esto, ni tampoco por qué tenemos que sacarle fotos a la gente cuando viene por la vianda, no nos gusta, pero nos dicen que esto es así. Y la verdad es que nosotros hacemos todo a pulmón y nos hacemos cargo hasta del costo de la garrafa. La mercadería que recibimos apenas cubre la comida de uno o dos días y acá repartimos toda la semana. Hoy tenemos 200 personas que atender. Y mire: nos mandaron 22 kilos de carne para toda la semana. Ahora estamos haciendo un censo para ver cuántos chicos tenemos que atender: hasta ahora contamos 120”.
Susana dice que como miembro de una cooperativa sigue cobrando 8.500 pesos, aunque la cuarentena detuvo su actividad. Es la única de las cinco personas que sostienen esa olla que tiene un ingreso. Su tarea arranca a las dos de la tarde para preparar la merienda que entrega a las 17. Luego, la cena, que termina de repartir después de las 21. Dos horas más de limpieza y recuento de la mercadería que quedó y la que falta para mantener la promesa de que el día siguiente habrá comida para todas las personas que la necesitan.
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