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Violencia de funcionarios contra las mujeres: fuerade la ley
El informe del Observatorio Lucía Pérez revela 352 denuncias por violencia de género contra funcionarios estatales. El caso de un juez cuya esposa tuvo que difundir su caso por redes, y la situación en la policía contra las mujeres de la propia institución. Por Florencia Paz Landeira.
A mediados de agosto Marcelo Guzmán, funcionario judicial de Tierra del Fuego, fue separado de su cargo luego de la denuncia pública y judicial por violencia de género realizada por su esposa, Carla Kirstein. Ella reveló por redes sociales lo que estaba sufriendo, movida por el miedo y la impotencia no solo por la violencia y la situación de dependencia en que se encontraba por parte de Guzmán, sino también por las barreras en el acceso a la justicia: “Fui a ver a varios abogados y cuando se enteraban quién era mi marido, ponían cualquier excusa para no tomar el caso” relató en un video.
Su historia habla de entramados de poder institucionales que silencian, encubren, obstruyen y en definitiva avalan y perpetúan la violencia. La denuncia pública de Carla hizo que finalmente el juez Javier De Gamas Soler tomara el caso, dictando el procesamiento de Guzmán por los delitos de “lesiones graves agravadas por haber sido cometidas contra su pareja en el marco de una situación de violencia de género” (en un hecho) y “lesiones leves” (en otros dos). Además ordenó una prohibición de acercamiento.
Es la historia de Carla, pero no exhibe un “caso” sino un sistema de mutua imbricación entre la violencia patriarcal y la violencia institucional, con la impunidad como puente. El Observatorio Lucía Pérez registra en su padrón, al cierre de esta edición, 352 denuncias por violencia de género contra integrantes del Poder Ejecutivo, Poder Legislativo, Poder Judicial, de las Fuerzas de Seguridad y de la Iglesia católica. El registro –que formalmente le correspondería realizar al Estado argentino en función de los compromisos asumidos ante la CIDH y que hasta hoy incumple– se basa, a su vez, en la hipótesis de que estas denuncias encarnan la persistencia de sentidos y prácticas machistas y misóginas en las burocracias estatales y la resistencia a la transversalización de la perspectiva de género que, en concreto, resultan en la ausencia o debilidad de las políticas públicas para prevenir y contener la violencia contra mujeres y trans.
Cuando reiteramos la consigna “El Estado es responsable”, solemos referirnos a formas sistemáticas de complicidad, omisión y/o insuficiencia en las políticas para erradicar la violencia de género. La responsabilidad estatal encuentra en este registro de funcionarios denunciados su rostro más grotesco y encarnado. El poder político que el puesto les confiere aparece reforzando e incrementando posiciones de privilegio y dominio fundadas en estructuras de género desiguales. Ya no hablamos solo de un Estado ausente o ineficaz, sino de un Estado violento. Las denuncias alcanzan a jueces civiles y de familia, fiscales, comisarios, jefes de policía, es decir, agentes estatales que deberían estar implicados en prevenir las violencias, sancionar a quienes las ejercen y proteger a las víctimas.
La violencia como política
Es sabido que el Estado no es un bloque homogéneo y coherente, sino que está habitado y atravesado por tensiones, contradicciones y balances de poder. Este mismo Estado que denunciamos como responsable de la violencia patriarcal ha instrumentado leyes y políticas tendientes a reconocer y combatir las desigualdades de género, movido por las luchas y demandas de los movimientos feministas.
La Ley 26485 de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres, sancionada en 2009, incluye en su definición y caracterización de la violencia a la violencia institucional, definida como “aquella realizada por las/los funcionarias/os, profesionales, personal y agentes pertenecientes a cualquier órgano, ente o institución pública, que tenga como fin retardar, obstaculizar o impedir que las mujeres tengan acceso a las políticas públicas y ejerzan los derechos previstos en esta ley. Quedan comprendidas, además, las que se ejercen en los partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales, deportivas y de la sociedad civil” (Artículo 6, b). Ya en 1996 el Estado argentino ratificó la Convención de Belém do Pará, en la que diversos países acordaron “abstenerse de cualquier acción o práctica de violencia contra la mujer y velar porque las autoridades, sus funcionarios, personal y agentes e instituciones se comporten de conformidad con esta obligación” (Artículo 7, a).
En esta misma línea, en 2010, el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) instó a velar porque jueces, abogados, fiscales y defensores públicos conocieran los derechos de las mujeres y las obligaciones del Estado para garantizarlos y alentó a que se impartan capacitaciones sobre género a quienes integran el sistema de justicia. Recién ocho años después se sancionó en Argentina la ley 27499, que establece la capacitación obligatoria en temáticas de género y violencia contra las mujeres para toda persona que se desempeñe en la función pública, conocida como Ley Micaela, en homenaje a Micaela García, militante feminista y víctima de femicidio en abril de 2017.
En este contexto de avances en términos legislativos y en la asunción de compromisos por parte del Estado, ¿qué implica pensar a la violencia de género ejercida por funcionarios públicos como violencia institucional? La investigadora María Pita propone pensar a la violencia institucional como categoría política local, construida progresivamente como resultado de la articulación entre la reflexión y la acción de la militancia del campo de los derechos humanos. Aunque su sentido más restringido remite a la violencia policial y penitenciaria, se ha convertido en una herramienta para la lucha política de uso cada vez más amplio y extendido por diversos colectivos de víctimas, y de demanda de justicia con foco en denunciar la recurrencia y la sistematicidad de la implicación de agentes estatales en el ejercicio de las violencias. Implicación que se traduce en hechos de violencia concretos, pero también en formas rutinarias y sedimentadas de construcción de poder e impunidad. Al denunciar la violencia de género ejercida por funcionarios como violencia institucional apuntamos a evidenciar el encubrimiento corporativo y la persistencia sistemática de estereotipos, prejuicios y patrones discriminatorios por género en las prácticas estatales y judiciales. Implica también seguir insistiendo en que la violencia de género es un asunto de derechos humanos.
Mujeres en la mira
El 5 de junio, Daiana Abregú, de 26 años, apareció muerta en la celda de una comisaría de Laprida, provincia de Buenos Aires, tras ser demorada por una contravención. Desde el inicio, la policía sostuvo que Daiana se suicidó, pero nada cierra en esa hipótesis. La última autopsia evidencia asfixia por sofocación y lesiones de autodefensa. Lo que sí quedó expuesto es la trama de encubrimientos y complicidad entre la fuerza de seguridad y las áreas de justicia.
El Observatorio Lucía Pérez tiene registradas 41 denuncias a altos mandos de las fuerzas de seguridad. Los femicidios policiales como el de Daiana son la expresión más extrema de la vulneración de derechos de las mujeres dentro del universo de la violencia institucional. Como en muchos otros casos de uso ilegal de la fuerza policial, existen prácticas de encubrimiento que suelen consistir en falsear el relato de lo sucedido y manipular la escena para que coincida con su versión. En este sentido, la violencia de género ejercida por integrantes de las fuerzas de seguridad no puede pensarse como agresiones individuales y particulares, sino como parte de una institución con históricas prácticas de violencia encubierta y de reproducción de formas machistas de construcción de poder.
En muchos casos, las mujeres víctimas de la violencia de género ejercida por agentes policiales son también integrantes de las fuerzas de seguridad. A partir de una investigación con la Red Nacional de Mujeres Policías con Perspectiva de Género, Mariana Sirimarco señala que la regla en las fuerzas policiales es que los hombres denunciados son encubiertos, mientras que las mujeres denunciantes son castigadas. Sirimarco afirma que la violencia de género –en particular, la violencia policial contra mujeres policías– es parte constitutiva del ejercicio del poder policial, porque este se asienta en sentidos sobre lo territorial, lo violento y lo masculino avasallante. Ambas estructuras de poder, la policial y la masculina–patriarcal, se sostienen en lo mismo: en el ejercicio de dominio y pertenencia del otro–bajo–mando. De esta forma, la violencia de género ejercida por policías pone en evidencia rasgos comunes a todos los funcionarios denunciados: una forma de construir y ejercer el poder (político) fundada en la masculinidad violenta, autoritaria y avasallante.
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