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Tuve tu veneno: contaminación en San Nicolás
Atanor es la principal productora del país de tres herbicidas altamente tóxicos, prohibidos en varios países: Glifosato, Atrazina y 2,4D. La justicia acaba de confirmar la contaminación del río Paraná y de quienes habitan el Barrio Química, vecindario que hizo un censo autogestivo que detectó al menos 200 muertes de cáncer. La falsedad de la dicotomía entre ambiente y producción. La denuncia sobre la escandalosa falta de control estatal. Los vecinos con enfermedades crónicas, familiares muertos y dolores constantes, se preguntan: “Se ganó, y ahora, ¿cómo seguimos?”.
Texto: Lucas Pedulla.
Hay lugares donde la metáfora no tiene razón de ser. San Nicolás es uno de ellos.
Miriam González tiene 66 años, cuatro hijos, nueve nietos y la mitad de un riñón “completamente seco”. En una declaración testimonial en una causa penal por la contaminación de su barrio expresa lo mismo que está diciendo ahora a MU con sus ojos clarísimos: “Tengo mucho dolor continuo, porque la gente que uno quiere se muere, y yo sé que todos nos moriremos, pero no hay derecho de que nos quiten así la vida”.
Miriam se vino a vivir a este barrio que, como contó también en la causa, ella denominó “Barrio Química” por la cercanía a la fábrica Atanor, un predio gigante que según su propio apoderado es “uno de los tres productores de herbicidas más importantes del mundo”.
Ese detalle ubica su declaración testimonial en una geografía sin metáfora que ella respira desde fines de los ochenta (“un olor a ácido insoportable”, precisa), pero que el barrio encarnó en la presentación de un amparo ambiental en 2014 y que recién este marzo tuvo sentencia, cuando el Juzgado de Ejecución Penal del partido bonaerense de San Nicolás confirmó la existencia de contaminación que los vecinos probaron –incluso hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos– con un censo en el que denuncian más de 200 muertes por cáncer en un radio de apenas seis manzanas.
Cómo se generaron estas enfermedades es la gran pregunta, que tal vez se responda no solo en esos olores a ácidos que describe Miriam, sino con la confirmación judicial de que la empresa volcó “desechos peligrosos y tóxicos” al río Paraná. En su sentencia, además, la jueza Luciana Bancalari consideró “que se ha probado el marco de ilegalidad manifiesta en el que funcionaba Atanor” al momento de la denuncia, sin controles ni habilitaciones.
Esa “ilegalidad manifiesta” tiene su correlato en el “dolor continuo” que manifiesta Miriam, ya no solo en su cuerpo individual, sino también en el social: vecinas y vecinos con dolores reumáticos, náuseas, diarreas, la vista llorosa y borrosa.
Miriam lo dice sin metáforas: “Pulmonarmente no damos abasto”.
Venenos prohibidos
La primera vez que MU viajó al Barrio Química fue en 2016. Esa crónica fue una de las que el Foro Ecologista de Paraná (FOMEA), la organización que representa el reclamo vecinal, elevó a la CIDH como testimonio de las denuncias de la comunidad. La estrategia judicial fue triple: amparo ambiental en la justicia civil (el juzgado que dictó la sentencia fue penal por una cuestión del sorteo del expediente), una denuncia penal a los directivos de la fábrica (donde declaró Miriam), y la citada denuncia ante la CIDH por la violación de la garantía de plazo razonable (ver recuadro). La explicación del significado de los plazos (ir)razonables es esta sentencia: la denuncia es del 2014, el fallo del 2023.
El abogado que representa a FOMEA, Fabián Maggi, lo sintetiza desde una barranca del río Paraná, precisamente a la altura de Atanor. Del otro lado de un paredón rocoso de extraño color ocre se encuentran los piletones del tercer productor de agroquímicos del mundo. Restos de esa pared están desperdigados por el suelo, a la vera del río, en piedras de ese mismo color, en tonos más profundos. Maggi agarra una rama y las toca: se parte al simple tacto, volviéndose polvo. “Es trifluralina, un poderoso herbicida que está prohibido en Europa –explica–. Si seguimos la línea recta hasta arriba nos encontramos con los piletones de tratamiento de efluentes de Atanor. Son cuatro o cinco piletas de dimensiones importantes donde la empresa simula un tratamiento que es ineficaz porque en las pruebas realizadas, como la muestra del vuelco de efluentes líquidos industriales, se detectaron sustancias como la atrazina, otro veneno prohibido”.
La sentencia considera que la planta de Atanor se encuentra ubicada en zona urbana de la ciudad y que está catalogada en la tercera categoría de la Ley de Radicación Industrial en la provincia de Buenos Aires, “que incluye a los establecimientos que se consideran peligrosos porque su funcionamiento constituye un riesgo para la seguridad, salubridad e higiene de la población u ocasiona graves daños a los bienes y al medio ambiente”. Por eso, en su sentencia, la jueza evaluó que “no puede perderse de vista que Atanor se encuentra situada en pleno radio urbano y que es una empresa que manipula productos peligrosos para la salud”, por lo que agrega: “He de tener en cuenta además para resolver que es falsa la dicotomía entre la protección del medio ambiente y el desarrollo económico, ‘no puede haber crecimiento a expensas del medio ambiente, y no puede gestionarse el medio ambiente ignorando a nuestros pueblos y nuestras economías’”.
Atanor pertenece al grupo multinacional Albaugh LLC, que se presenta como una de las compañías más importantes en Estados Unidos con presencia en Canadá, México, Brasil, Argentina y países de Europa. En Argentina tiene una planta en Río Tercero (Córdoba), otra que abarca un área de 100 mil metros cuadrados en Pilar (provincia de Buenos Aires), donde fabrican glifosato, y la de San Nicolás, que abarca una extensión de 500 mil metros cuadrados, donde subraya que “formulan herbicidas a base de Ácido 2,4D, Ácido 2,4DB, Ésteres 2,4D y 2,4DB, MCPA, Dicamba, Imazetapir, S–Metolaclor e insecticidas como Cipermetrina y Clorpirifós”. Sobre este último, en el punto 12 de la sentencia, la jueza ordenó la prohibición de su manipulación y elaboración.
En su página de Linkedin, Atanor se muestra como “el único productor integrado en las Américas de los tres herbicidas de mayor uso a nivel mundial: Glifosato, Atrazina y 2,4D”. En julio de 2015 la Agencia Internacional para la Investigación sobre Cáncer (IARC) de la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertó que el 2,4D –segundo herbicida más utilizado en Argentina, prohibido en siete provincias, el SENASA busca limitarlo a nivel nacional–, es “posiblemente cancerígeno”. La misma categoría que el glifosato, el agrotóxico más utilizado en el país con 200 millones de litros al año (Argentina lidera el ranking mundial en su uso). El tercero más utilizado es atrazina, prohibido en 37 países (Alemania, España, Reino Unido, Francia, Italia, entre otros), según Pesticide Action Network.
Científicos del CONICET confirmaron que la empresa contaminó con atrazina el río Paraná y el agua subterránea. Además constataron contaminación con tres productos prohibidos como DDT, Aldrin y Metoxicloro. “También se detectaron cantidades no cuantificables de glifosato. Por su parte el tóxico 2,4D fue detectado en agua”, expresó FOMEA.
En la causa también figuran como denunciantes ex trabajadores de la empresa, como Darío Álvarez, que contó los constantes derrames tóxicos que iban al Paraná, el enterramiento de residuos peligrosos en el predio y los propios casos de contaminación.
MU quiso comunicarse con algún directivo de Atanor, pero no hubo respuesta.
Dioses, corticoides y cruces
Otro de los vecinos denunciantes es Roberto Pereyra; también reclama una indemnización, ya que no puede trabajar por su estado de salud: tiene 55 años y heptacloro en sangre, un herbicida prohibido en Argentina y en el mundo. “Vivo gracias a Dios y a los corticoides –cuenta–. Uso por boca y nariz para vivir. Si no, no estaría acá. Me salen manchas en la piel, granos, todo por el veneno. Soy asmático. Y lo que tomo conlleva un peligro grande para el corazón, por eso vivo chequeándome”.
Su papá murió hace nueve años de cáncer de pulmón. Su mamá, Gregoria Martínez, tiene 80 y está sentada en la punta de la mesa: “A mí me salen manchas siempre. Tenemos que hervir el agua para tomarla. Sale con un olor y gusto feo, como a lavandina. Antes no podíamos ni dejar la ropa colgada que al otro día amanecía toda con óxido”. Su señora, María Victoria Delgado, tiene 71, está sentada al lado de su suegra: “Soy de Corrientes y me vine acá hace 15 años. Antes no tenía ni un resfrío, pero después de llegar empecé con neumonía. Tomo pastillas. Casi me fui para arriba, también. Soy alérgica, asmática”.
Roberto es nacido y criado en el barrio: “Hace 50 años Atanor viene contaminando. No es de ahora esto. Por fin la Justicia vio que hay gente enferma por culpa de esa fábrica que tira los efluentes al río. Hubo un tiempo en el que se veía cómo largaban una nube amarilla por las chimeneas. Hay mucha gente que ha muerto”.
A tres cuadras de la casa de Pereyra, otra de las pioneras en las denuncias, Marta Roma, va a su cuarto a buscar una remera: en el frente, tiene escrito con fibrón negro el mapa del barrio, donde se cuentan 163 cruces negras, aunque el conteo actual eleva las muertes a más de 200. “Con el fallo me puse contenta por mis nietos que vienen acá, porque es un riesgo, ha muerto mucha gente por esto –dice–. Mis vecinos, los dos, están muertos. A mí se me desprendió la tiroide, en Rosario me dijeron que tengo problemas respiratorios, me pongo afónica de la nada. Yo era sana. Hará 3 o 4 años teníamos que cerrar las puertas porque el aire te ahogaba, te quemaba la nariz. Es tóxico”.
Otro de los casos emblemáticos del Barrio Química fue el de Lina Abigail Ramírez: murió a los 6 años por cáncer de pulmón y abdomen. Su familia vive frente a Atanor. La enfermera que la trató fue Mercedes Meche Méndez, del Hospital Garrahan, una especialista que desde el área de cuidados paliativos suele tratar niñes con estos cuadros: la mayoría tiene en común que viven en zonas expuestas a agroquímicos. Méndez también declaró ante el fiscal Matías Di Lello sobre el impacto en la salud del uso de estos “venenos”, tal como remarcó en su testimonio.
Cuánto vale la vida
En su fallo, la jueza Bancalari ordenó una serie de medidas dirigidas al Organismo Provincial de Desarrollo Sustentable (OPDS) y a la Autoridad del Agua (ADA), dos organismos que quedan expuestos por los escasos o nulos controles. Maggi: “Habla de demoras, de análisis no realizados de forma completa, de falta de respuesta adecuada, y eso hay que exponerlo como una falta grave por parte del Estado provincial y nacional, porque deja en evidencia que el Ejecutivo no ejerce adecuadamente el control ambiental”.
También expone a la normativa provincial en materia de muestra por contaminación. Maggi: “Hay normativas que no mandan a analizar correctamente sustancias como la atrazina, que es eje de la discusión”. La propia jueza dice que esa resolución devino “anacrónica” por “el avance de los sistemas de producción”. Maggi dice que lo mismo pasa con el agua potable: “Hoy, para determinar si el agua es potable, no necesitás hacerle análisis de glifosato cuando es una sustancia presente en todos lados”.
La organización apeló algunos puntos del fallo y Maggi explica por qué: “Criticamos la falta de definiciones concretas y legales sobre la recomposición ambiental, fundamentalmente en el río Paraná. Otro punto de extrema importancia es que no se resuelve el pedido de relocalización de la empresa: pedimos que se relocalice en un parque industrial o modifique las sustancias que produce. Acá hubo un incendio grande que mostró los tentáculos de la empresa con funcionarios saliendo a decir que no hubo impacto”.
La ejecución de la sentencia es una preocupación, porque implica el seguimiento de plazos que, como bien saben los vecinos, no se cumplen. La jueza fijó multas por cada incumplimiento: ¿alcanza? Maggi: “Apelamos también eso. ¿Por qué multa? Si no cumple, que se clausure. Nos llamó la atención que la jueza, en una instancia menor, había fijado el apercibimiento con clausura, y ahora que es una instancia superior aplica sólo multas. Es ineficaz para una empresa temeraria como esta”. Según la revista Mercado, en 2019 Atanor reportó ventas por casi 25 mil millones de pesos: “El nivel de ganancia de estas empresas es millonario: ¿qué le significan 50 mil pesos de multa? Es insignificante. Por eso, una inquietud es ver cómo nos van a habilitar los carriles de control y los monitoreos”.
¿Quién paga todo este daño que la justicia acreditó?
Aún no tiene respuesta. En términos legales está la obligación de pagar una indemnización sustitutiva del daño ambiental por aquel daño que no se puede recomponer: lo que se esparce, lo que se lleva el curso del agua, los peces afectados. Las preguntas son varias: ¿cuánto vale eso?, ¿cómo se calcula?, ¿alcanza con sólo pagar? Creemos que no. Porque no estamos hablando de meras infracciones: son delitos. Y a este tipo de conductas les impone una pena, incluso más elevada si hay fallecimientos como han ocurrido aquí.
En San Nicolás hay expectativa con que este fallo repercuta en la causa penal que instruye el juez Carlos Villafuerte Ruzo, a la espera de citaciones de directivos para declaraciones indagatorias. El juez ya rechazó un pedido de las querellas por considerarlo “prematuro”. Maggi: “Después de ocho años, es escandaloso. Es un juez que fue llamado la atención por Casación Penal, que le dijo que evite las demoras que genera su juzgado. Hace dos meses nos rechazó la indagatoria. Nosotros apelamos”.
También esperan que respondan ante la justicia directivos de los organismos ADA y OPDS, además del fiscal Rubén Darío Giagnorio. Maggi explica por qué: “Tuvo el inicio de la causa Atanor y fue responsable en su obrar negligente, con cierto grado de encubrimiento. Fue lo que impidió tanto tiempo que la investigación avanzara. Terminó celebrando un acuerdo alternativo de partes con la empresa para eximirla de la pena, cuando la ley regula que ese acuerdo no se puede celebrar si hay víctimas menores de edad y personas fallecidas: eso es lo que pasó en Atanor”.
No hacen facturas
Miriam González también espera que este fallo empuje nuevos movimientos judiciales. “Se ganó, ¿pero ahora cómo seguimos?, ¿vamos por más?”, se pregunta.
Cuenta su cuerpo: “Me salen verrugas en todos lados, en la cara. La presión por las nubes, el corazón que bombea mal, el hígado que funciona mal, siempre cólicos y cólicos que no te dejan dormir. Te levantás y duele. Caminás y te duele. Todo por los riñones. Nadie me quiere operar porque la aorta está muy expuesta. Si me sacan el riñón, el otro no se sabe si va a diálisis o no. Comentando en el barrio, una chica de acá atrás se le hizo el cáncer y funciona con un riñón, pero yo no tengo garantía de que el otro se me enferme también”.
Cuenta a su marido: “Siempre presenta náuseas y problemas de estómago”. Cuenta a su cuñado: “Tiene cáncer de laringe”. Cuenta a su vecina: “Cáncer de pecho muy joven, 50 años, ya fallecida”. Cuenta a su hija: “Fue operada de cálculos en la vesícula. Años más tarde, le agarró cáncer de útero. Le sacan totalmente el cuello. Tenía 24 años”.
Se le ilumina la cara, sin embargo, al contar “el milagro”: “Pasaron los años, estuvo en tratamiento, y quedó embarazada. Inexplicable”.
Allí, en sus hijos, hijas, nietos y nietas, que muestra en fotos en la biblioteca de su casa (también está la imagen de su hermana, “murió de covid”) está la razón de su vida: “Todo es para pelear por ellos. ¿Se me va a ir la vida? Sí. Pero no voy a pasar desapercibida. Esto tiene que parar. Ellos son un monstruo y nosotros no somos nada, pero sí tenemos derecho a la vida. No puede ser que se te muere un familiar y no pase nada. Y que al otro día muera fulanito, y a la semana otro, y no pase nada. ¿Y las criaturas? No hacen facturas acá enfrente, hacen veneno y lo largan al río. Se tienen que ir. Peleemos. No nos podemos quedar callados. El único que me quita la vida será Dios, pero no una fábrica”.
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