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El río suena
Seba Ibarra. El trabajo de un chaqueño que fusiona el rock y la electrónica con el chamamé. La percepción de un artista que encuentra poesía tanto en el Paraná como en una zanja. Sus choques con la tradición, los remedios contra la insensibilidad y el poder de una mirada no contaminante.
Saluda con un beso por mejilla y ese gesto inicia la conversación: “Hace tiempo un amigo me dijo que si quería lograr algo con la música tenía que venir a Buenos Aires. Sin embargo, sigo dejando el pie más grande de mi carrera en Chaco, donde hay ideas y espacios para desarrollar. En Resistencia muchos se sumergen en el inconformismo y creen que lo bueno siempre está lejos. Prefiero asumir mi origen y mantener ciertas costumbres”.
Seba Ibarra pertenece a una generación que retoma la senda de la canción, sumando elementos de folklore mixturados con electrónica. Lisandro Aristimuño, Gabo Ferro, Pablo Dacal y Lucio Mantel son sólo algunos de los artistas que integran este movimiento que recupera el peso de la palabra y se ocupa por elaborar una reflexión sobre la práctica. “Nos une el interés por que se escuche lo que tenemos para contar por sobre la formación de un ritual con el público –afirma–. Creo que la diversidad de estilos de cada uno termina por mostrar una paleta interesante de cómo somos los argentinos”. Esta escena muestra un crecimiento en convocatoria que podría hablar tanto de la búsqueda de la calma como del desmoronamiento del rock. “Creo que el público viene a encontrarse con una propuesta sincera, a creer en el que canta. El rock perdió credibilidad por estar en ámbitos contradictorios, como el de la publicidad. Quizá hoy sea más particular hacer canciones de amor con guitarra criolla”, anuncia Seba.
Después del naufragio
Como muchos de sus actuales compañeros de circuito, Ibarra apostó a tener un grupo. Bajo el nombre de Ojo Imán, en 2003 vino a Buenos Aires a probar suerte con otros músicos de su provincia. Dos años después, chocaron con una de las tantas consecuencias de Cromañón: la falta de espacios para tocar. “Cuando perdimos el escenario crecieron las asperezas entre nosotros y se redujeron los riesgos que se generan al presentarse en vivo –cuenta–. Toda esa opresión me hizo escribir nuevas canciones. Busqué la salida a través de presentarme como solista”. Tuvo que sentirse perdido para encontrarse nuevamente. En ese naufragio emocional, entendió que estaba rodeado de un elemento que lo acompañaba desde su nacimiento: el río. Ni incolora ni insípida, el agua se presentó como la metáfora esencial de sus nuevas composiciones. Así llegó a grabar Collage de río, su primer disco. Ocho canciones de un lirismo brillante, basado en escenas y paisajes descriptos sin juicio de valor.
“Gota resbala en la hoja
ave succiona una flor
atrás bicicletas
persiguiendo un tractor.”
Son los primeros versos de De tractores y ramas, tema que abre la placa. Ibarra encuentra una explicación para su poética: “Viendo el mundo como está, dudo mucho de los juicios que podamos emitir. Nos cuesta mirar el mundo profundamente, desde diversas perspectivas al mismo tiempo. Mientras tanto, prefiero no catalogar lo que percibo”.
La noticia imposible
Cuando comenzó a tocar chamamé tuvo necesidad de compartirlo con los tradicionalistas de sus pagos, pero su fusión con elementos de otros géneros despertó rechazos entre los chamameceros. Llegó a presentarse en una peña típica de Resistencia con una formación de batería y guitarra eléctrica. La sola imagen del grupo causó el éxodo de los parroquianos. Para él, esta nueva piedra en el camino fue la excusa para nuevas creaciones. “Entendí que necesitaba libertad más allá de los estilos musicales, además de reírme de la actitud conservadora de aquel público”, repasa. Así fue como presentó un espectáculo titulado “Aburridísimas canciones por un precio inaccesible”. La entrada costaba 150 pesos y parte de la broma era que la prensa local se viera obligada a difundir semejante ridiculez. Y funcionó: el ciclo se llenó de gente y de otros artistas que querían participar. Por supuesto que la facilidad para colarse al concierto también formaba parte del show.
Sus dotes para el humor asoman también en canciones como El Pseudo, donde juega con la fusión de todos los elementos característicos del chamamé, para concluir con un irónico “aun así no sé si es esto un chamamé”. Parece que el desorden de los factores finalmente altera al producto. “Ahí siento que me arrimo al gran desafío del artista: encontrar la voz propia”, dice Ibarra. Enseguida menciona Pan del río, otro de sus temas donde percibe un sello original. El músico asume un rol de juglar y cuenta la historia de la canción: “Desde el puente que cruza el Río Paraná y une Chaco con Corrientes se pueden ver hermosas salidas y puestas del sol. Un amanecer me acerqué a un barrio de pescadores que está debajo del puente y que observaba siempre desde el auto. Desde mi prejuicio pensaba que esas familias pescaban de manera precaria. Uno se imagina al pobre desorganizado, haciendo las cosas así nomás. Pero cuando me acerqué vi cómo trabajaban realmente. Había planillas, horarios, división de zonas en el río. Además encontré un conocimiento impresionante: saben cuándo se va a hacer un banco de arena o dónde hay rocas en lugares donde yo sólo veo agua. Por algún motivo, ver toda esa organización me pareció mucho más poético que la imagen del pescador solitario y paciente. Además me enteré de las terribles consecuencias que trae una represa como Yacyretá para esas familias. Entendí que contaminar el agua es un suicidio. No vivimos a orillas del río, somos el río. La canción intenta reflejar los ritos que vivencié cuando decidí acercarme a ese mundo en vez de verlo desde un auto”.
Seba cuenta que por ese mismo río pueden verse continuamente los barcos que transportan la soja. Para el músico es imposible negar las consecuencias de una producción que desplazó al algodón, enriqueció a pocos y devastó a muchos. “Siento que a la par de la expansión urbanística decae la espiritualidad del pueblo –define–. Resistencia se está poniendo enorme y fría. Además, la ciudad, al no estar preparada, empieza a mostrar colapsos en los servicios y se toman medidas desesperadas, como cortar el transporte a la noche o enrejar los espacios públicos”.
Poner el cuerpo
¿Hasta dónde alcanza una canción para contrarrestar el saqueo? ¿Cómo evitar que la denuncia transforme la obra en un panfleto poco atractivo? Seba piensa su rol: “No me interesa ser un artista comprometido. Si quiero activismo tengo que poner el cuerpo, no sirve hacer una canción. Tal vez desde la música mi papel sea disparar preguntas que puedan llevar a nuevos pensamientos”.
Ahora prepara su segundo disco. Lo está grabando en Buenos Aires y aprovecha para presentarse en vivo. Sobre el escenario suele contar las historias que enmarcan sus letras, generando un clima de fogón que invita al pogo. Sus canciones tienen silencio, vacíos que se transforman en zonas de participación. Más que “repitan conmigo”, la propuesta es “habitá la canción como quieras”. En su modo de componer hay una decisión política: al confiar en el receptor lo vuelve partícipe y creador.
Seba disfruta sus estadías en Capital. Entiende que es parte de lo que tiene que hacer y lo vive con alegría. Caminando por Parque Centenario encuentra un montón de lombrices al lado de una zanja. Se inclina para observarlas. Nada es normal cuando se lo mira de cerca. “Ver esta ciudad desde un noveno piso puede ser un paisaje imponente y generar lo mismo que estar en una montaña”, dice.
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