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El gatillo democrático

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María del Carmen Verdú y el gatillo democrático. Su libro Represión en democracia denuncia una política de Estado basada en el gatillo fácil, la tortura y la detención arbitraria. Las víctimas: jóvenes pobres a los que la sociedad ignora o condena con mano dura.

El gatillo democráticoLa abogada María del Carmen Verdú es especialista en víctimas de la represión del Estado democrático, una categoría que ella inventó junto a la organización que se dedica a combatirla, Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional). El número de su celular esta guardado en la cartera de la dama y el bolsillo del caballero que integran movimientos sociales, incluidos aquellos que demonizan hasta los propios organismos de derechos humanos.
Verdú acaba de registrar minuciosamente toda esa experiencia en un libro de 253 páginas titulado Represión en democracia. Bien escrito y bien pensado, cada capítulo expone un tema, una teoría, los casos que lo fundamentan y sus conclusiones, de tal manera que queda en claro quiénes son sus destinatarios principales: sus compañeros de Correpi, una organización que nuclea abogados y militantes de movimientos sociales. También evidencia que la partera de su teoría es la práctica concreta. “Este libro no es producto de la meditación individual sino que se fue construyendo a partir del aprendizaje cotidiano en la cara misma de la realidad, en el marco de una organización”, explicita Verdú desde el prólogo. Allí también cuenta qué lo engendró: “La idea de escribir este libro nació hace casi 18 años, a partir de un graffiti en la pared de una comisaría. Era el 3 de mayo de 1992, el día que los padres de Walter Bulacio se presentaron como querellantes en la causa penal, con mi patrocinio y el de Daniel Stragá. De pie, en la mesa de entradas del Juzgado de Menores N° 9, fuimos pasando las hojas del expediente”, hasta que encontró esa foto que reproduce el libro: muestra la pared del calabozo de la Comisaría 10° donde estuvo detenido Walter. Allí aparecía escrito el graffiti que decía, simplemente: “Caímos por estar parados”.
Sin duda, lo que luego se transformó en el Caso Bulacio fue la causa que partió en dos la vida profesional de Verdú y el capítulo dedicado a narrarla está impregnado de esa transformación: hay datos y sentimientos, detalle de los trámites y de las pasiones que tuvieron que ponerse en juego para sostener uno de los ejemplos paradigmáticos de lo que Verdú denuncia: la represión sistémica. En el apéndice, un cuadro sinóptico resume los trámites que insumió esta causa, desde que se inició en abril del 91 hasta el cierre del libro, en diciembre de 2008. Son necesarias 17 páginas para desplegar cada paso en busca de justicia, que transitó desde los juzgados ordinarios hasta los tribunales internacionales de derechos humanos sin obtener, hasta ahora, otro resultado que la impunidad.
 
La teoría
La teoría que desarrolla Verdú puede resumirse en los siguientes ejes:
 
Gatillo fácil, tortura y detención arbitraria forman parte de un mismo combo o caja de herramientas de una política del llamado Estado democrático destinada al control de la población pobre.
Se trata de una política de prevención: es una forma de eliminar y disuadir posibles núcleos de resistencia.
Su aplicación es posible debido a la normalización con que la sufren sus víctimas y su invisibilidad por parte de la opinión pública.
Es sistémica porque atraviesa todas las instituciones del Estado y forma parte de la política de todas las administraciones desde “la primavera alfosinista hasta el gobierno de los derechos humanos”, tal como enuncia el subtítulo del libro.
 
Estamos hablando, entonces, de un libro y una teoría que interpela directamente el concepto mismo de democracia y destruye sus consoladoras explicaciones: no se trata de errores o excesos, ni de la herencia de la dictadura, sino de una política destinada a hacer “callar y obedecer”.
¿Por qué sostiene que esta política represiva es preventiva?
El proceso que nos lleva a este razonamiento se genera a fines de los 80 y frente a la repetición infinita de noticias presentadas con titulares del tipo “joven delincuente abatido por las fuerzas del orden”. En las causas, estas noticias se convertían en un despliegue de mecanismos similares: plantado de armas, fraguado de pericias y culpabilización de las víctimas, porque ya desde la carátula se la presentaba como victimaria: lo que se investigaba era un robo que terminó con el homicidio del delincuente y ese homicidio ni siquiera era objeto de investigación hasta que aparecía la familia en calidad de querellante. Todo ese tipo de cuestiones que veíamos a repetición son las que nos hicieron pensar que detrás había una política oficial. Pero toda política de Estado tienen un fin y tratamos de desentrañar cuál era el de ésta. Ahí cobra lugar el debate sobre qué significó el fin de la dictadura: si fue producto de “la lucha inclaudicable del pueblo” –tal como sostienen muchos documentos de organismos de derechos humanos– o si en realidad se trató de la consolidación de la derrota, como sostenemos desde Correpi. Según nuestra lectura, la dictadura vino a eliminar a un enemigo real del sistema. Había un riesgo que no era potencial, ni imaginario, sino producto de organizaciones que ponían seriamente en cuestión al sistema y que formaban parte de un proceso continental. Un proceso que culmina con toda una ola de dictaduras a lo largo y ancho de América que, con diferentes características, adoptaron el terrorismo de Estado como método para “aniquilar” todo tipo de proyecto anticapitalista. Y ese objetivo, desgraciadamente, se logró. A partir de esa “pacificación” a sangre y fuego ya no era necesario tener a un impresentable militar borracho en el sillón presidencial. Aparecen, entonces, estos gobiernos que muchos llaman “democracias de baja intensidad” y que nosotros denominamos, simplemente, democracia burguesa: es lo que hay. Y aparece también esta necesidad instrumental de otorgarles a estos gobiernos una herramienta para garantizar el nunca más: que nunca más se ponga en cuestión al sistema. Un objetivo condenado al fracaso, porque la resistencia es inevitable y aparece, con mayor o menor intensidad, pero siempre está presente.
Además de los casos concretos, ¿cuál es el síntoma visible de esta política de Estado?
El aumento notorio y sostenido del discurso acerca de la “inseguridad”, porque es el que dota de consenso este tipo de políticas represivas.
Según esa interpretación, hablar de inseguridad es una forma alegórica de clamar por más represión…
Lo ha sido siempre, desde las campañas de ley y orden del far west hasta hoy. En cada etapa se ha vestido con el ropaje correcto para la época. Hubo períodos, como en la década del 90, donde se planteaba una supuesta dicotomía entre un sector duro, ultramontano, reaccionario, encarnado por los Ruckauf, Toma, Corach, que planteaba directamente el “meta bala por la espalda” y, por el otro lado, un sector encarnado por quienes después formaron la Alianza, que representaba la versión garantista y planteaban: “bueno, sí, necesitamos seguridad, pero no de cualquier manera”. En definitiva, todos terminaron votando el endurecimiento de las leyes penales para dotar al aparato represivo de mayores facultades. Hoy es muy difícil que encuentres a un tipo que asuma el discurso que tenía un Ruckauf en los 90, de la misma manera que ni siquiera un López Murphy ahora reivindica el terrorismo de Estado. Pero las soluciones a que se llegan son las mismas. El mejor ejemplo es el debate sobre la baja de la edad de imputabilidad, donde aparecen proyectos como los de Zaffaroni presentados así: “Estamos dándole a los menores el derecho a ser juzgados con todas las garantías”. Pero ya sabemos que, en la práctica, lo que se garantiza con este tipo de medidas es el derecho a ser condenados.
 
El fuero controvertido
Uno de los capítulos del libro está dedicado a la justicia contravencional y la interpretación| es que se trata de un recurso represivo implementado para actuar en situaciones que no se alcanzan a justificar con argumentos penales. Planteás, incluso, que la figura de la contravención no tiene “corpus legal”. ¿Por qué?
Te lo explico bien simple: porque nadie te puede definir qué es una contravención. En su momento nos costó mucho que incluso los sectores más organizados compartieran nuestra interpretación sobre lo que representaba el reemplazo de los edictos por el llamado Código de Convivencia Urbana. Para nosotros era el paso necesario para sostener el mismo sistema de control, pero con legitimación social. Es cierto que durante un tiempo no hubo detenciones formales, pero inmediatamente comenzaron las reformas para endurecerlo. Hasta que llegó la más brutal, en 2004 y el proceso pudo percibirse con más claridad.
Pero evidentemente el Código fue vivido como una mejora para, por ejemplo, las mujeres en estado de prostitución que ya no tenían que pasar 21 días en un calabozo por pararse en una esquina…
En ese tema hay una cuestión de fondo que discutimos mucho con todas las organizaciones de género. Nosotros planteábamos: “A ustedes no las están reprimiendo porque son prostitutas o son travestis. Las reprimen porque son pobres”. Y cuando dejás de lado la cuestión de clase indefectiblemente te equivocás. Yo le decía a una compañera travesti: “El día que vos decidas vestirte de varón y dejarte la barba, te van a detener igual, pero por negro y pobre”. Por otro lado, hay en este tema una cuestión ligada a la sobrevivencia difícil de resolver. Nosotros nos negamos a aceptar que exista algo que podríamos llamar “derecho a prostituirse”. La persona en estado de prostitución está sufriendo una híper explotación producto de su condición social, agravada porque no puede obtener otro tipo de trabajo, pero de ninguna manera esa situación convierte al hecho de prostituirse en un derecho. Una de las mayores dificultades que tuvo el debate sobre el real significado del Código Contravencional es que el gobierno identificó a este tipo de sujetos como sus destinatarios. Como si se tratara sólo de disciplinar a los “revoltosos urbanos”: putas, travestis, vendedores ambulantes, cuidacoches. Y es cierto que se aplica a todos ellos, pero no sólo a ellos. En este momento, por ejemplo, la mayoría de las causas que tenemos contra las organizaciones sociales son contravencionales. Un producto, además, del gigantesco esfuerzo por justificar el monstruoso aparato que montaron en la ciudad, con sueldos que son una guarangada: un defensor de primera instancia está cobrando 16 mil pesos. Y los únicos juicios que hay en ese fuero son los que tienen defensa particular.
Este monstruo contravencional, ¿es hijo de la democracia y del discurso garantista?
En la ciudad de Buenos Aires sí, pero en cuanto concepción filosófica es hijo de toda una tradición de control. Para comprobarlo, nosotros hacemos un taller con jóvenes muy sencillo: les damos tres artículos, sin identificar las fechas. Y les decimos: uno es del Código de Faltas de la provincia de Buenos Aires y está vigente hoy. Otro es una norma de un código rural de 1800 y el tercero es una ordenanza real de Isabel I, del siglo 17. La pregunta es: ¿cuál es cuál? Y nunca la pegan, porque la norma vigente suena más represiva y antigua que las otras dos. Lo que intentamos con ese ejercicio es resaltar que siempre se tuvo necesidad de controlar a los sectores que no cuadran en el modelo productivo, porque si no ¿por qué se trataba de controlar al gaucho vago y malentretenido? ¿Qué necesitaban el terrateniente y el gobierno? Uno necesitaba peones y otro, soldados. Y los dos necesitaban que no anduviera un tipo completamente libre, que no producía ni consumía.
¿Ese tipo de control es lo que identificás como una política de Estado?
Cuando hablamos de una política de Estado no estamos afirmando que Kirchner dice: “mañana matenlo a Mauro Vega cuando termine de bailar en la murga de Chacarita”. Ni siquiera el policía que le dispara sabe conscientemente que está ejecutando una política de Estado. Sí sabe que está haciendo lo que se espera de él.
¿Cuál es la síntesis de tu visión del gobierno actual?
La política de derechos humanos kirchnerista es una herramienta de legitimación de su política represiva.
Ninguna de estas cosas se hace sin consenso de la población…
Consenso que también tuvo la dictadura. Quizá la diferencia es que Kichner vino a recomponer la legitimidad de las instituciones claramente en crisis después de 2001. Los que vivimos el Puente Pueyrredón antes, durante y después de la brutal represión que derivó en la muerte de Darío y Maxi percibimos claramente cómo ese día se movilizaron juntos y masivamente sectores que hoy están claramente separados. Unos claman por comida y otros por seguridad. Y esta división ha sido el producto de la tarea realizada por la administración kirchnerista.
En el libro afirmás que “desde el 25 de mayo de 2003 al 30 de noviembre de 2008, el gobierno del matrimonio Kirchner mató, con el gatillo fácil y las torturas, en cárceles y comisarías, 1.072 personas. Doscientas por año, 16 por mes, más de una día por medio”. ¿De dónde sale esa cifra?
Una mañana de 1996, el entonces ministro del Interior Carlos Corach, en una de esas rondas de prensa que hacía en la puerta de su casa, es interpelado por una periodista que le cita las denuncias sobre casos de gatillo fácil. Él respondió: “No me consta, que me den los nombres”. Frase muy parecida a la que hace unas semanas pronunció el actual ministro de Justicia, Aníbal Fernández, cuando le preguntaron lo mismo. Pero en aquel entonces una de las mamás del grupo más antiguo de familiares que milita en Correpi –Delia Gacilazo, mamá de Fito Ríos– nos desafió: “Tenemos que hacer la lista para contestarle a este hijo de puta”. Ahí surgió la idea de lo que hoy es el archivo de Correpi. Un trabajo durísimo, porque en aquella época no había Internet y comunicarse para obtener información de todo el país era carísimo, pero así y todo logramos sistematizar a partir de datos precisos. Así nos dimos cuenta de que habíamos encontrado una herramienta muy útil para la exposición pública de la verdad material de esta política de Estado. Establecimos un criterio: compilar aquellas causas cuyo resultado fuera la muerte, en las que el victimario fuera integrante de un aparato institucional y en las que se diera alguna de las modalidades típicas: muerte por tortura o gatillo fácil. En todos los casos se trata de ejecuciones, no de hechos donde hay un mano a mano y el que tiene peor puntería pierde. No se trata de un trabajo estadístico en términos científicos, sino de una herramienta política, de lucha. Lo que nadie puede decir es que hay un caso que sea trucho. Sistemáticamente los distintos gobiernos y éste en particular, han tratado de desacreditarlo sin éxito. Jamás hubo una denuncia pública diciendo: Correpi miente.
 

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