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Diario de una hija recuperada

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Ángela Urondo. Paco y Alicia se conocieron en Noticias. Esta sola frase resume las consecuencias de una historia emblemática. Amor, militancia, represión y resistencia.

Diario de una hija recuperadaPaco Urondo y Alicia Raboy se conocieron en el diario Noticias. “Ella era joven y linda, con inteligencia y compromiso político; él era un escritor famoso, un combatiente probado: los ingredientes de la atracción en aquella época. Nadie en el diario advirtió que se habían enamorado hasta que un día, por casualidad, Verbitsky los encontró en el exacto momento en que salían de un hotel por horas”, cuenta Gabriela Esquivada en su libro.
Ante la inminencia del golpe, Urondo pidió a la Conducción Nacional (cn) de Montoneros que lo enviaran a cualquier punto del país excepto a aquellos lugares donde era conocido: Santa Fe y Mendoza. La cn, encabezada por Mario Firmenich, desoyó la solicitud y dos meses más tarde decidió enviarlo a la Columna Cuyo. Algunos de los periodistas que trabajaron con él en Noticias, Juan Gelman y Horacio Verbitsky entre ellos, aseguran que enviarlo a Mendoza fue parte de la sanción que le aplicaron por haber comenzado una relación con Alicia mientras convivía con Lili Mazzaferro. Una excusa hilvanada en la moralina del hombre nuevo que alumbraría la revolución: el motivo profundo fue el fastidio que intelectuales como Urondo causaban en la dirigencia montonera, proclive a gente menos cuestionadota.
El 17 de junio de 1976 Paco Urondo, Alicia Raboy, la hija de ambos –Ángela, una beba de once meses– y una tercera militante, Renée Ahualli, apodada La Turca, fueron interceptados por un grupo de tareas en una cita “cantada”. Urondo fue baleado y murió. Alicia, desaparecida. A la bebé, “su madre la salvó de una apropiación más que probable al entregarla en un corralón, pero a las pocas horas el comisario Sánchez Camargo –uego procesado por el secuestro y la tortura de Raboy– exigió al dueño del galpón que se la entregara. A los veinte días la niña salió legalmente de la Casa Cuna de Godoy Cruz”, cuenta Esquivada. La bebé fue entregada a su abuela materna, Teresa Listingart. En ese momento, la vida de Ángela se partió en dos.
 
“El Paco había hecho testamento para poder reconocer a su hija que tuvo con Lucía –escribió Walsh–. Los proscriptos no pueden reconocer directamente a sus hijos”. Por eso Ángela fue inscripta como hija de madre sola. “Mi papá estaba clandestino, corriendo peligro desde hacía rato. Eso no cambiaba que en la realidad yo era su hija; que eso lo llenaba de orgullo y satisfacción porque yo era su ‘hijita de la vejez’, ‘la princesita de papá’ y demás babas que me cuentan. Fue mi papá activamente, desde el primer momento de mi vida hasta el último momento de su vida”.
“Creo que mi abuela pensaba que si me quedaba con ella siempre iba a correr peligro, iba a ser ubicable. No actuó en contra de nadie, sino porque le daban miedo el terrorismo de Estado y esa puerta abierta con los Urondo”, reflexiona Ángela ante Esquivada. Lo cierto es que la abuela materna dio a Ángela en adopción plena –”rompiendo los vínculos legales con mi pasado; como si mi mamá me hubiera abandonado y se ignorase mi identidad paterna”, dice Ángela– a una prima hermana de Raboy. Esquivada enumera las explicaciones que dieron de esta actitud: “La niña tenía un año y medio, la familia adoptiva quería protegerla del trauma y el pediatra recomendó que no se le contase nada si ella no preguntaba”. Le dirá Ángela: “Me enseñaron a hablar, pero no a preguntar”
Un día, al pasar frente a la esma, la madre adoptiva murmuró un insulto y cuando Ángela le preguntó por qué, le dijo que esos milicos habían matado a su mamá y su papá. No comprendió el pasmo que electrizó a la chica: siempre había sabido, le señaló. Pero la chica no siempre había entendido, creía que sus padres habían muerto en un accidente automovilístico. “No sabía que el ‘accidente’ había sido cruzarse con unos militares asesinos”. Cuando comenzó a comprender, no pudo parar.
 
En mayo de 2008 el juez Bento dio por terminada la instrucción en la causa y abrió el camino a las acusaciones contra tres militares y seis policías retirados de Mendoza por el homicidio simple de Urondo y la privación ilegítima de la libertad de Raboy. Además de Menéndez, quedaron imputados los coroneles Tamer Yapar y Orlando Dopazo; los policías pertenecían al D2: el comisario general Juan Agustín Oyarzábal, el sargento Celustiano Lucero (quien le asestó a Urondo “un cachazo”, dijo, en la cabeza), el sargento Luis Rodríguez, el médico de la fuerza Raúl Corradi (quien documentó heridas de bala con el fin de sostener la versión de un enfrentamiento) y los encargados de la “inteligencia subversiva”, comisarios Eduardo Smaha Borzuk y Armando Fernández Miranda. La muerte le había ahorrado el proceso a Sánchez Camargo, responsable del D2 y por eso del destino de Urondo y Raboy. Smaha y Fernández resultaron los últimos represores encarcelados que obtuvieron la libertad en Mendoza: la Cámara Federal de Apelaciones provincial encontró que, aun procesados por delitos de lesa humanidad, podían ir a sus casas pues no se los presumía en peligro de fuga, ni su libertad obstaculizaba el accionar de la justicia, ni podían volver a cometer los mismos delitos. Smaha pidió autorización para ir a pasar las vacaciones con su hermana y aunque la obtuvo no viajó: el Concejo Deliberante de Mar del Plata lo declaró persona no grata.
Dirá Ángela en el final de este capítulo del libro de Esquivada: “¿A mí qué me cambia que la causa pase a juicio oral? A mi hermano y a mí no nos cambia nada, probablemente. Pero a mi hijo sí: a él nunca le dijeron que se tenía que reconciliar y se merece que algún día yo le pueda contar que lo que les pasó a sus abuelos no quedó sin consecuencias”.

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