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Pum para arriba

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El investigador Ezequiel Adamovsky hilvana en esta nota la historia del cine, los diarios, el fútbol y el tango como herramientas modeladoras de las clases populares. La verdadera función de la comunicación masiva.

Pum para arribaUno de los dispositivos fundamentales que desarrolló el capitalismo para controlar el mundo de las clases populares fueron la comunicación de masas y el entretenimiento comercializado. En Argentina esto ocurrió tempranamente, a partir de los años veinte. En 1920 se realizó en Buenos Aires una de las primeras transmisiones radiales de interés general del mundo. Para fines de la década la radiofonía era un negocio en rápida expansión y a comienzos de los años cuarenta había ya diecinueve emisoras en la capital y otras veinte en el resto del país, con programas de todo tipo. Según el censo de 1947, una de cada dos familias poseía un aparato de radio y en Buenos Aires había una radio en el 82 por ciento de los hogares, lo que da una idea de la amplia penetración que ya había logrado entre las clases populares.
El cine también se hizo masivo en estos años. En 1896 se realizaron las primeras funciones en Buenos Aires y para la década de 1910 las películas mudas –casi todas norteamericanas y europeas– eran una atracción popular. Con el advenimiento del cine sonoro se desarrolló rápidamente una industria nacional, aunque las películas norteamericanas siguieron captando una porción mayoritaria de la audiencia. El primer largometraje argentino con sonido se produjo en 1933; seis años más tarde ya había nueve estudios y se estrenaban un promedio de 50 cintas nacionales por año. Para entonces el cine era un entretenimiento bien popular, con numerosas salas en barrios obreros que vendían entradas a un precio accesible incluso para el salario de un trabajador sin calificación.
 
 
El primer “multimedios”
Algo similar sucedió con la prensa escrita. Aunque ya se publicaban diarios desde mucho antes, en los años veinte surgió un nuevo tipo de periodismo, más cercano al mundo popular. El diario Crítica fue el que marcó el tono, con una serie de novedosas estrategias para atraer lectores. Las noticias sensacionalistas, los sucesos policiales truculentos y las crónicas deportivas adquirieron un lugar central. Pero además Crítica se presentó explícitamente como “la voz del pueblo” e hizo todo lo posible por ganarse la simpatía popular: instaló una oficina para atender reclamos de los más necesitados e incluso mandaba camiones a repartir regalos a las barriadas y conventillos. Así consiguió convertirse en el diario más leído de Argentina y uno de los de mayor llegada de todo el mundo, logrando en 1939 imprimir el récord de más de 810.000 ejemplares en un día. Fue también el primer “multimedio”, ya que tuvo su propio programa de radio y noticieros en los cines. Su pretensión de ser la voz del pueblo no le impidió posicionamientos políticos en sentido contrario. Si bien denunciaba permanentemente la pobreza y las injusticias, sus páginas llamaban a la aceptación del orden existente mediante historias edificantes de humildes trabajadores que progresaban gracias a su esfuerzo individual. Por otra parte, Crítica apoyó activamente el golpe militar de 1930 y el régimen fraudulento del general Justo.
El surgimiento de los medios de comunicación masiva significó un cambio decisivo en el mundo popular, similar en sus alcances al que venía trayendo la escolarización obligatoria. Anteriormente las clases populares todavía conservaban una cierta autonomía a la hora de definir su propia cultura y los lugares y maneras en que disfrutaban del tiempo libre. Aunque los mensajes procedentes del mundo de la clase alta no dejaban de tener su influencia, eran ellas las que creaban y difundían buena parte de los lenguajes, ideas, imágenes, información, música, y divertimentos que enmarcaban su vida cotidiana. Todo eso cambió radicalmente con la aparición de los medios masivos de comunicación. Ahora, una porción cada vez más grande de la cultura popular se fue transformando e integrando en una cultura de masas elaborada y transmitida por empresas mediáticas y del entretenimiento. Como las de cualquier otro rubro, estas empresas apuntaban a generar ganancias y estaban en manos de personas que no pertenecían al mundo popular. Inevitablemente, los mensajes que transmitían estaban teñidos por la mirada y las opiniones de sus dueños y administradores y por los valores implícitos del mercado. Para quienes deseaban difundir ideas y valores alternativos, como los anarquistas, socialistas y comunistas, la competencia con la cultura dominante de pronto se volvió mucho más desigual. Anteriormente, con su incansable labor de edición y de educación popular, lograban contrapesar los mensajes de la élite con sus propios contramensajes clasistas. Pero de pronto la distancia se había vuelto sideral. Instalar una radio, montar un estudio cinematográfico, imprimir cientos de miles de copias de un periódico, contratar a las estrellas más cotizadas del momento, estaba mucho más allá de las posibilidades de cualquier grupo de trabajadores, por bien organizados que estuvieran. Cuando la televisión comenzó a difundirse en la segunda mitad de la década del 50, esta brecha se hizo incluso más profunda. Así, los medios masivos de comunicación tuvieron sobre la cultura un efecto similar al que el taylorismo había tenido sobre la producción. Los unos y el otro quitaron de manos de los trabajadores resortes y capacidades fundamentales: para generar y difundir una cultura propia los primeros, para controlar el proceso de trabajo el segundo. Los medios de comunicación y la comercialización del entretenimiento llevaron contenidos nuevos a un público mucho más amplio, pero al costo de debilitar su capacidad de influir sobre ellos de manera directa.
 
 
Mensajes en disputa
Con todo, la aparición de una cultura de masas no significó que las clases bajas perdieran todo espacio para la suya propia. Durante este período el mundo rural se mantuvo todavía bastante al margen de su influencia. En el espacio urbano siguieron existiendo formas de sociabilidad y de entretenimiento previas, desde peñas y guitarreadas, hasta el carnaval, los juegos de azar y las riñas de gallos. Y por supuesto los partidos, sindicatos y agrupaciones representativas de las clases bajas continuaron teniendo una llegada muy importante con sus mensajes clasistas y revolucionarios, al menos hasta la década de 1930. Pero incluso dentro de la nueva cultura de masas las clases bajas mantuvieron cierta influencia, aunque indirecta. Como los medios de comunicación y las industrias del entretenimiento necesitaban vender sus productos, inevitablemente tenían que tener en cuenta los gustos populares. Ninguna cultura es masiva si no la consumen las masas y para ello era necesario que la oferta incluyera elementos que ellas pudieran reconocer como propios. Pero como, a su vez, estos elementos pasaban por el tamiz de empresas y de personas que no pertenecían al mundo plebeyo, se abría así un nuevo espacio para la circulación de manifestaciones culturales entre los mundos de la clase baja y la clase alta. Los contornos de este espacio eran imprecisos y hasta cierto punto “anárquicos”: si un empresario o autor pensaba que haría dinero con ello, podía darse el caso que ofreciera incluso productos culturales rechazados por la élite o políticamente inconvenientes. De esta manera, por la influencia indirecta de las clases populares, se introdujeron elementos “clasistas” incluso en la cultura de masas, por ejemplo en el cine, en el que abundaron las historias de ricos desalmados enfrentados por personas humildes pero sinceras.
 
 
El fútbol, de juego a espectáculo
La cultura de masas abrió de este modo nuevos canales de circulación de manifestaciones culturales entre el mundo plebeyo y el de la élite. La circulación podía ser en ambos sentidos, tanto de arriba hacia abajo como en sentido contrario. Como fuere, sufrían importantes transformaciones al ser retomadas por los medios de comunicación o las industrias del entretenimiento. Ejemplo de ello son los dos nuevos fenómenos culturales que más furor causaron en estos años: el tango y el fútbol.
El juego de pelota fue introducido por primera vez al país en 1867 por residentes ingleses de buena posición social. Durante los primeros años fue un juego de la élite, tanto inglesa como criolla. Los primeros clubes de “foot-ball”, de hecho, eran muy exclusivos; para ser miembro había que demostrar que uno pertenecía a la clase alta. Esto cambió rápidamente desde los últimos años del siglo, cuando el nuevo deporte se popularizó como moda entre los varones jóvenes de sectores medios y bajos. Contrariamente a un mito extendido, no fueron los criollos más pobres y de zonas marginales los que se “apropiaron” entonces del fútbol. Por el contrario, los que se entregaron con fervor al juego y fundaron centenares de clubes en distintas ciudades del país parecen haber sido más bien hijos de inmigrantes. Los jóvenes aficionados no eran en general marginales, sino cadetes y dependientes de comercio, empleados estatales, trabajadores del ferrocarril, aprendices en talleres y estudiantes. Para 1907 ya había más de 300 “clubes” de fútbol, formados por aficionados. A diferencia de los de la clase alta, no intentaban ser exclusivos sino atraer la mayor cantidad posible de socios. Muchos de ellos eran minúsculos y pronto desaparecieron, pero otros lograron sobrevivir y se desarrollaron hasta convertirse en los grandes clubes de la actualidad. Aunque el diario anarquista La Protesta se quejaba en 1917 de la “perniciosa idiotización” que producía en los trabajadores el “pateo de un objeto redondo”, también hubo clubes de fútbol con orientación izquierdista. El más admirado de la barriada porteña de La Paternal se llamó Mártires de Chicago, en honor a los obreros ahorcados por luchar por la jornada de ocho horas (más tarde se redenominó Argentinos Juniors). Chacarita Juniors nació el 1°de mayo de 1906 en una biblioteca libertaria y El Porvenir también tuvo su origen en una agrupación politizada. Por su parte, hacia mediados de los años veinte los comunistas habían establecido cerca de 70 clubes en Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Tucumán y otras regiones, la mayoría de ellos dedicados al balompié.
Durante estas primeras décadas del siglo 20 el fútbol fue una práctica amateur, pero eso no impidió que desarrollara muy temprano un espíritu competitivo y de excitadas rivalidades y deseos de notoriedad. En una sociedad en cambio permanente, el juego de pelota sirvió no sólo como entretenimiento, sino también como manera de afirmar el sentido de pertenencia y del propio valer. Los clubes se desafiaban unos a otros poniendo en juego no solamente la destreza deportiva, sino también cuestiones de honor y hombría. La picardía y la fanfarronería pronto le dieron al fútbol un espíritu bastante diferente del de la caballerosidad y los “buenos modales” que tenía cuando lo practicaba sólo la élite. Por otro lado, la lealtad al club barrial funcionó pronto como marca de identidad: ser de tal equipo y derrotar a tal otro servía para despertar un orgullo local y dotaba a los aficionados de un sentido de pertenencia. Los torneos y “amistosos” atraían una creciente cantidad de participantes, tanto jugadores como espectadores. Así, la calle, el club de barrio y el “potrero” fueron los ámbitos por excelencia del juego de pelota, que pasó así a ser un deporte decididamente popular.
Pero la comercialización del fútbol pronto comenzó a alterar algunos de estos aspectos iniciales. Desde los años veinte el espectáculo atrajo a más y más personas –ya verdaderas hinchadas– dispuestas a pagar una entrada en estadios ahora preparados para recibir multitudes. Los medios masivos de comunicación difundían los nombres y las imágenes de los jugadores más admirados y pronto fue posible adquirir sus estampas en los kioscos. Por entonces se fue extendiendo la práctica de ofrecer pagos a los jugadores de manera informal, para evitar que se fueran a otros clubes. Así, las instituciones que podían movilizar más dinero comenzaron a aventajar más claramente a las demás. El proceso de “profesionalización” del fútbol se completó a comienzos de la década siguiente. Tras un acuerdo entre dirigentes de los clubes más importantes, que formaron una superliga, los jugadores fueron convertidos en asalariados a los que sólo se les permitía cambiarse de club con el consentimiento de los dueños del “pase”. Muchos de los clubes más chicos, que se negaron a abandonar el amateurismo o fueron incapaces de competir con los más grandes, desaparecieron. El profesionalismo terminó de poner el deporte al servicio del espectáculo, antes que al del esparcimiento o el placer del juego. Se requirió de los jugadores dedicación exclusiva, duro entrenamiento, dietas especiales, disciplina. Jugar a la pelota en canchitas y potreros siguió siendo una práctica abierta a todos, pero la formación de clubes y la competencia en los torneos mayores se había hecho prerrogativa de unos pocos. Por entonces los izquierdistas se opusieron fervientemente al “deporte mercantilista”, a los “clubes empresas” y siguieron bregando “por el deporte popular y obrero”. Pero a medida que el espectáculo fue reclamando su prioridad, el fútbol y la política clasista se fueron desvinculando.
 
 
El tango, de la orilla al centro
El recorrido del tango fue distinto. Como música y baile había nacido a comienzos de la década de 1880 en los suburbios de Buenos Aires. Al contrario del fútbol, su cuna fue claramente plebeya: con influencia de ritmos africanos y criollos, surgió en los arrabales pobres y se bailó en prostíbulos y en ámbitos de maleantes. De allí se difundió a los conventillos y burdeles del centro de la ciudad. La indecencia del baile, la picardía de sus primeras letras y su identificación con los compadritos orilleros hizo que fuera inmediatamente rechazado por la élite. Pero eso no impidió que su sensualidad cautivara a algunos jóvenes de clase alta que frecuentaban los prostíbulos. A comienzos del nuevo siglo ya se lo podía encontrar en cafés de La Boca y pronto también en bares y pistas de baile del centro. Cuando a comienzos de la década de 1910 se desató en Europa una verdadera “tangomanía”, el tango tuvo su regreso triunfal a Argentina y de a poco fue aceptado en círculos sociales más respetables. Por entonces los adelantos técnicos permitieron convertir a la música ciudadana en una mercancía vendible. En esos años los gramófonos o “victrolas” comenzaron a hacerse presentes en algunos hogares y ya había empresas dedicadas a grabar y vender discos. Poco después la radio y los primeros micrófonos eléctricos permitieron difundir el tango entre audiencias más amplias, que volvieron a multiplicarse cuando, a partir de 1933, se filmaron varias películas sonoras de temáticas tangueras.
La comercialización del tango y su aceptación por las clases “decentes” le valieron cambios profundos. Desde comienzos de los años veinte, de la mano de sus primeras estrellas como Carlos Gardel, adoptó la forma del “tango-canción”. De ser principalmente una música bailable sin letra (o con letras muy sencillas), pasó a ser fundamentalmente una melodía cantada de elaborada poética. Las nuevas canciones hablaban del bajo mundo de los compadritos, pero también comenzaron a reflejar la vida de los “bacanes”, el “champán” y los cabarets, el amor romántico, los viajes a París y otros episodios que poco tenían que ver con el mundo plebeyo. Los letristas y cantores –que en general fueron de sectores medios– contaron estas historias combinando el lunfardo de las clases bajas y el “cocoliche” de los recién llegados con una poesía de creciente refinamiento. Así el fenómeno del tango, tanto por su popularidad como por su lenguaje y los temas que trataba, se transformó rápidamente en una expresión típica de la cultura de masas. Ya no perteneció sólo a las clases populares; como el fútbol, fue un fenómeno integrador de diferentes sectores y transmitió ilusiones de ascenso social y acuerdo de clases. Nadie personificó este ideal mejor que Carlos Gardel: el “morocho del Abasto”, hijo ilegítimo de una lavandera francesa, llegó por su talento a ser reconocido y admirado por la oligarquía y brilló en las pantallas de cine con elegantes esmóquines y rodeado de “rubias de New York”. Aunque la realidad estuviera muy lejos de ser así, su propia vida parecía indicar que cualquier persona nacida en el mundo plebeyo podía triunfar y ser aceptada e integrada en la alta sociedad. Por supuesto no faltaron los tangos con letras de contenido socialista o incluso comunista, escritos por militantes revolucionarios con fines propagandísticos, pero nunca alcanzaron la popularidad de los otros.
Así, tanto la comercialización del entretenimiento como la aparición de los medios masivos de comunicación contribuyeron a pasar la cultura popular por el tamiz de las clases “decentes” y a transmitir ideales de armonía de clases que competían directamente contra los mensajes clasistas y revolucionarios que las clases populares venían elaborando y difundiendo desde hacía décadas. Su papel fue decisivo para apuntalar el capitalismo en el momento en que recibió sus mayores cuestionamientos.

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