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Inconsciente colectivo

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Crónica del más acá.

Vivo en Lomas de Zamora… Gracias, gracias, cuando dejen de aplaudir, pueden seguir leyendo. Como cualquier natural de Guinea o de Sudán sabe, Lomas queda en el Sur del Gran Buenos Aires, ese territorio llamado Conurbano cuyos baches, semáforos y ciudadanos-kelpers no preocupan ni a Telenoche ni a América ni a Telefé.
Como cualquier Imperio que se precie de tal, Lomas tiene una estación de ferrocarril (sí señor, es ¡el Roca!) que cruzo regularmente dos veces por semana. La estación conserva el viejo diseño inglés aunque algo tapado por 32 millones de comercios, unos 14 millones de puestos ambulantes y unas 36 mil toneladas de mugre acumuladas en los estrechos pasadizos por donde la sarta de pelotudos que usan el servicio (y los que cruzamos) deben luchar para sobrevivir y llegar vaya uno a saber dónde como se pueda.
Delicias de la libertad de mercado.
Mi rutina de cruce me lleva a tomar el 266, empresa que me transporta a uno de mis laburos hace mucho tiempo. La 266 es una gran empresa de colectivos que tiene algunas unidades más o menos decentes, 9 ramales, un color entre marroncito y bordó y un montón de “unidades” que son unos cacharros desafiantes del coraje del pasajero, multisonoros, sucios e inestables mecánicamente hablando, a fin de templar los espíritus para las épocas de vacas flacas.
Son 45 minutos de viaje hasta Bernal, donde siempre me siento atrás porque si hay que ceder el asiento (jovatos inoportunos, embarazadas desubicadas, madres con 15 niños) siempre hay un gaucho en la pampa que lo hace. Mi egoísmo pequeñoburgués es protegido por el sentido solidario ajeno.
Soy una especie de hijoputa nebuloso. Y me da resultado.
El 266, mientras atraviesa una parte del Conurbano sur, ha sido en estos años una suerte de salón de lectura algo incómodo (asientos que son una porquería, baches, frenadas, luces que también son una porquería, codos en mis ojos, gordos que me aplastan contra la ventanilla o con los que lucho ferozmente para que no me arrojen al pasillo) pero eficaz.
Odio el 266 pero lo que es, es.
He visto muchos que, en una suerte de pacto tácito, también leen y yo sé que también odian al 266.
Y, a veces, pocas, ocurre un milagro. O dos.
Porque en un ida y vuelta Lomas–Bernal, hace muy poquito, me deliré apasionadamente con las salvajes 78 páginas de El Profundo Sur de Andrés Rivera.
Cómo escribe Rivera… Es de esos que cuando lo leés, te entusiasma para lanzarte a escribir o, por simple pudor, decidís ser un analfabeto voluntario el resto de tu vida.
Rivera escribe macizo como la mano de un boxeador, escribe suave como una caricia a un bebé, escribe lapidario y no, abre y cierra y vuelve a abrir. Y no.
Una historia entrelazada desde cuatro miradas sobre el mismo hecho, en plena Semana Trágica, un comentario editorial en la contratapa impresentable (el muy cobarde no se animó a ponerle el nombre) y un disfrute que no tiene otra palabra que el silencio.
Esos relatos que te dan ganas de explicarle al gordo del asiento qué bueno que está, decirle al vigilante del chofer (el 90 por ciento lo son) que Jean Dupuy es impresionante y al pendejo que se atosiga con los… ¿qué cosa son?… bueno, eso que pasa música, que su vida va a ser como la de Eduardo Pizarro, pero pobre. Y así.
El Profundo Sur.
Cuando me bajé en la vuelta, en la Terminal, me crucé con una mujer que llevaba (yo creo que lo mostraba) bajo el brazo (pero no tanto), Cría de Asesinos de Rivera…Seguro que lo imaginé.
Soy de Lomas, les dije.
Tenemos estaciones mugrientas, gordos molestos, colectivos impresentables, gente buena que siempre cede el asiento y la tapa asegurada de los grandes medios capitalinos cuando asoma algún destripado, la Bonaerense mata a algún sospechoso de querer vivir o nos tapa la mierda del Riachuelo.
Y tenemos otros que aman leer.
Que aman a Rivera.
Aunque viajen en colectivo.

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El conflicto de los trabajadores del subte parece no tener fin, o estar comenzando una y otra vez. Lavaca viene siguiéndolo desde comienzos de este siglo. En noviembre de 2009 publicamos en MU esta nota que explica la historia y a la vez la coherencia de problemas y violencias que afrontaron los metrodelegados en todos estos años. Y un estilo de ideas y relaciones que siguen chocando hoy contra la falta de derechos, y con un enigma: cómo organizarse y actuar para intentar ver la luz al final del túnel. 

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La única verdad

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Gabriela Esquivada. El periodismo, la política, la militancia, la muerte, pero también la vida son las noticias que relata esta investigación sobre un diario y una época. Walsh, Gelman, Urondo, Verbitsky, Bonasso, son algunos de los nombres que integraron un dream team de intelectuales que se esforzó por crear un lenguaje popular. Lo lograron. Llegaron a vender 180 mil ejemplares. La aventura duró nueve meses. Según la mirada de Gabriela, ni empezó ni terminó allí. Cómo son hoy las redacciones, por qué pega el personaje de Bombita y qué está haciendo Firmenich hoy son parte de los datos que aporta para exponer su tesis.
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Esa maravillosa música

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La nieta de Godar. Una banda con puestas surrealistas y música donde confluyen varias aguas: reggae, folk y, por supuesto, rock argento. De cómo el fantasma del cineasta francés los cruzó en el Ital Park y se convirtió en legado.
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