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El paco y la ducha
Asociación de Reducción de Daños (ARDA). Trabajan sobre otros paradigmas para restablecer el nexo entre el barrio y el adicto. Aseguran que la violencia no la genera el paco, sino el abuso de las drogas legales. El rol de los contextos sociales y políticos que explotan el consumo abusivo.
Lo dicen todos: el problema es la droga. “Eso es lo que se dice, pero apenas se piensa e investiga el tema, se nota que hablando de ´la droga´ se encuentra un chivo expiatorio. No se comprende la cuestión en su complejidad, no se hace nada para resolverla, y se tapan problemas de fondo”, dice el licenciado Gustavo Zbuczynski, psicólogo. Para su colega, el psiquiatra Mario Kameniecki, otro elemento turbio no es que faltan respuestas, sino que sobran: “Las respuestas son estereotipos, frases que se dicen para encasillar los problemas y darlos por resueltos. Pero falta un paso, que es el de las preguntas. ¿Qué es la droga? ¿Todas son iguales? ¿En qué contexto?”.
La Asociación de Reducción de Daños de la Argentina (arda) trabaja desde 1999, planteando reducir los riesgos y daños que causan el uso de sustancias psicoactivas ilegales o legales. Mario y Gustavo integran además el Centro Carlos Gardel, de asistencia en adicciones, en Buenos Aires. “¿El problema (de la violencia, la delincuencia o lo que sea) es la droga, o ésa es la respuesta fácil frente al caldo de cultivo de condiciones sociopolíticas que explotan y generan esos consumos?”. El doctor Kameniecki propone algunas precisiones: “No todo consumidor de drogas es adicto. Algunos son experimentadores esporádicos, otros son abusadores, una minoría son dependientes. Preferimos hablar de ‘consumos problemáticos’. Y nuestra manera de trabajar es hacernos preguntas, y no caer en esas respuestas que generan control social, más represión, más cárceles y más leyes, que vuelven a ser respuestas más criminalizadoras”. Todo este esquema penalizador, según parece, no ha sido muy exitoso. “Y hasta la palabra adicción se ha transformado no en un diagnóstico, sino en un insulto”.
Menem y el paco
Mario recuerda que el problema del consumo de paco, por ejemplo, se incubó en el menemismo. Y estalló en 2001 “con una crisis social tremenda, el desempleo, y la irrupción de una sustancia que costaba un peso, mientras la cocaína costaba 30. Así como comprábamos marcas truchas en el almacén porque nadie tenía plata, estalló el consumo de paco”. ¿Y ahora? “Cuando se habla de consumo en niños y adolescentes en situaciones de alta vulnerabilidad, observamos que el problema no es el paco. Los curan, los desintoxican, pero los devuelven al mismo contexto y todo vuelve a empezar”. Gustavo: “La sociedad, los medios, se rasgan las vestiduras por un pibe fumando paco o aspirando pegamento, pero no les pasa nada cuando ven chicos revolviendo la basura. Y aclarando que también hay una marginalidad, ponele las comillas que quieras, en chicos de clase media y alta que se vuelcan a las drogas”.
La relación entre paco y violencia tampoco parece una respuesta. Gustavo: “Lo que sabemos que es explosivo es la mezcla del alcohol y psicofármacos de venta legal. Esa gente sacada que comete delitos, no lo hace por efecto de la marihuana, el paco, ni siquiera cocaína. Pero, ¿es casualidad que se busque al paco como causante de la violencia cuando la causa son drogas legales?”.
Mario es fiel a las preguntas: “¿Y el chico tirado en la calle fumando o aspirando no es violencia?”.
La otra distorsión del tema es ver ‘la droga’ como un problema de clases pobres, cuando es obvio que el motor de todo el negocio funciona en sectores (empresarios, políticos, periodísticos, policiales, etc.) lejanos a las villas. “Y de paso, de los bancos que lavan dinero del narcotráfico se habla poco y nada”, sugiere Gustavo.
Discursos vs. experiencias
En los barrios, el trabajo de arda se realiza a partir de otros paradigmas. “El barrio es discriminado desde afuera, pero a su vez discrimina al usuario de drogas. Nosotros vamos por capas, como pelando una cebolla. Se va a la iglesia, de ahí al centro comunitario, de ahí al comedor, hasta hacer contacto con los usuarios. En esas primeras capas, se trata de vencer el prejuicio, porque si se rechaza al que consume drogas, ¿cómo se hace para incluirlo?”, explica Gustavo. “Puede sonar nimio, pero instalar una ducha en un comedor comunitario fue importante. El pibe puede bañarse, ir al comedor sin que lo echen por roñoso, ir a un encuentro social, buscar un trabajo… Todo empieza por ese gesto mínimo: poder ducharse”.
Ahí hay una primera posibilidad de dignidad. “En el proceso de conversar sobre los consumos, sobre encontrar vías menos peligrosas (no compartir jeringas o canutos, por ejemplo) encontrás pibes preadolescentes en los que la sola idea de que alguien se interesa por ellos, ya es causa de que abandonen el consumo. El chico puede pensar: ‘Alguien espera algo de mí´´ . Es un efecto subjetivo, pero empieza a tener algo por qué cuidarse”. Eso puede significar seguir consumiendo (con otro cuidado) o no, pero la apertura ya implica un cambio. “Lo hemos visto. Por eso tampoco llegamos con el discurso ´la droga mata´. Porque el chico tiene hermanos o conocidos que fuman marihuana hace 20 años, y están vivitos y coleando. Entonces piensa: ‘es mentira que la droga mate, así que voy a fumar paco’. El abordaje en esos casos es para que se comprendan los distintos tipos de drogas, sus efectos, y tratamos en todo caso de lograr que esa comprensión y esa apertura del tema sirvan para postergar lo más posible la edad de iniciación, para que el chico tenga otro poder de discernimiento, otra posibilidad de saber qué está haciendo”.
Los profesionales de arda consideran que los chivos expiatorios y lugares comunes han servido también para ciertos negocios. Gustavo: “Las comunidades terapéuticas fueron otra ‘respuesta’, que marcó como ‘adicto’ a todo aquel que entrara en contacto con la droga. Ha habido casos de chicos encontrados en la calle con un porro, que pasaron dos años en una comunidad terapéutica, encerrados y desvinculados de su medio. Hubo un crecimiento exponencial en los 90, a través del sedronar (Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico) que manejaba fondos para estas comunidades a razón de 1.200 pesos/dólares por internado, un suculento negocio a condición de considerar que todos fueran ‘adictos’. En esta etapa hay un nuevo deslizamiento que califica a cualquier usuario de drogas como ´enfermo´. En todo caso, por la experiencia de todos estos años, lo que observamos es que un número muy pequeño de personas que consumen pueden efectivamente ser consideradas adictas o enfermas”.
En los barrios periféricos, sostiene la gente de arda, también es crucial la “prevención no específica”: lugares de juego y deportes, proyectos artísticos o comunitarios. “No es lo mismo un pibe abandonado, sin anclaje, que si está luchando para que su equipo del barrio salga campeón. Todo lo que se pueda crear como propuesta de actividad no es prevención en drogas, pero termina siéndolo. El problema es que no se elaboran políticas de alto impacto en ese sentido. Venimos de décadas de políticas de criminalización y prejuicio”. La salud (o la reducción de daños) tal vez empiece por respetar tanto al otro como para escuchar, comprender y descubrir dónde conviene poner una ducha.
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El huevo de la serpiente
Barrio Villegas, Ciudad Evita. La noche del 10 de mayo, Penélope Lauman recibió tres tiros por la espalda. Sobrevivió para contarlo y revelar con su historia la trama de violencia de esas periferias sin ley y sin derechos. Zonas liberadas, donde dominan las pandillas que siembran miedo y droga entre los vecinos que se refugian tras las rejas y el silencio. Un caso testigo que desnuda las consecuencias sociales de un Estado que se muestra ausente e impotente. La pregunta que se hicieron entonces las amigas de Penélope abre un horizonte: ¿qué se puede hacer? Allí, donde habita el terrorismo de barrio y su vecina, la indiferencia. Apuntes sobre cómo vencer la parálisis y ganarle a la muerte.
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La ley de la transa
Pablo Pimentel, de la APDH de La Matanza. Zonas liberadas, secuestros, desapariciones y torturas forman parte del plan criminal. La diferencia: la policía terceriza el grupo de tareas, ahora a cargo de menores.
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