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Latitudes

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Crónicas del más acá.

Día de la Independencia.
Fecha patria. Efeméride escolar. ¡Feriado!
Salí de mi casa con espíritu aventurero, dispuesto a disfrutar las maravillas del Primer Mundo en nuestro culimundista país, ya abotagadas sus pasiones por la inapelable patada futbolística en un recóndito distrito corporal, propinada por el hermano ario.
Observé en el Roca el incombustible desfile de vendedores ambulantes, incluidos los inefables vendedores de productos de panadería, que en un discurso de raigambre macrista e impronta de Bergoglio, relatan lo estúpidos que eran drogándose, lo perdidas que estaban sus vidas y la suerte que el Señor se cruzó con ellos (Yo nunca me lo cruzo) y los salvó y acá estamos, vendiendo alfajorcitos. Entonces, si no comprás sos un mal parido…
Un ejercicio de culpa que ni mi mamá (una experta) podría llevar a cabo…
No compro. Estoy a dieta.
Llego a la Puerta Sur del África, que no es Ciudad del Cabo.
Constitución.
Igual que a Susana Giménez, es una dama gorda a la que reparan todo el tiempo, le sacan de allá, le agregan acá, le tapan este agujero, le…
Tratan de embellecerla, pero nada; hasta ahora, nada.
Claro, Constitución es útil y puede ser hermosa.
En cambio la Sra…
En el subte otra vez función y desfile de vendedores y todos los olvidados del discurso emancipador. Pero somos todos argentinos y tenemos que ir hacia adelante. ¿Dónde queda adelante?
Retiro. Nada que ver con Constitución. Chica, algo limpia, con pretensiones de copetuda, no le da para medirse con la Gran Dama de la Puerta Sur del África.
Además, tenemos más andenes.
Llego a la estación Mitre y hago trasbordo rumbo a mi destino. Atravieso un hall ambiguo, con fallidos intentos de alguna distinción y marcas ferroviarias por todas partes: mugre, vidrios rajados, locales vacíos, escaleras mecánicas funcionando apenas y palomas gordas en busca de la ramita de olivo.
Tren de la Costa.
Soy asesinado con el valor del boleto y en el andén hay, al cuadrado, lo que vengo observando desde que salí de mi casa.
Niños.
Miles, millones.
Todos trabados, símil Robocop, por 62 kilos de ropa.
Niños que gritan, escupen, lloran, se manchan, se caen, vuelven a llorar, se pegan, se empujan, ríen, vuelven a llorar y son arrastrados por madres que los llevan como una maldición bíblica y observados por padres boquiabiertos que no pueden creer que esa dulzurita que lo recibe con besos a la noche pueda ser esta bestia demandante y caprichosa que grita hasta la desesperación.
Y algunos que son ¿custodiados? por culposas abuelas sesentistas que invitan al dulce nietito a que retire el helado de la pierna del señor o que quite ese cuchillito del ojo de su hermanito menor.
En la espera gringos, señoras bien, gringos, gente que parece normal y gringos. También ocho gatos absolutamente plebeyos, ordinarios hasta la incredulidad, todos color naranja y blanco, tirados al sol en la punta del andén, indolentes y sobradores, lejos del asedio de los pequeños monstruos.
Y Yo.
Llega el trencito. Nada del otro mundo. Coqueto, limpito, ligeramente confortable, de grandes ventanillas panorámicas.
El tren va hasta la maceta de gente, pero nada de pobres, ni vendedores ambulantes.
Viaje corto en una metáfora del tiempo. El Río de la Plata se asoma un par de veces un ratito y se esconde para no volver.
¿Dónde está la costa?
Mansiones impresionantes sobre un lado del trayecto.
Pornográficas, invaluables, irrespetuosas.
Estaciones coquetas aunque conviviendo con toques del deterioro nacional y popular.
Y gente en bares sobre los andenes. Pero nada de bares con morochaje mal llevado y bravío, con mujeres castigadas por la infamia y la injusticia, con olor a sanguche de milanesa y chorizos del Jurásico.
No son bares, son Bike and Coffe con gente amorosa, distinguida, comiendo bajo un solcito emancipador y patriótico.
Por ejemplo en la Estación Borges.
O en la Estación Anchorena.
Si, esos nombres. Esa gente.
En otro tramo, aparece el campus inmenso y edificio de la Universidad de San Andrés: parque de un verde inglés (¿qué otro verde podría ser?), que parece dibujado, todo pintado como una maqueta. Una duda me asalta: ¿tendrán biblioteca?
El trencito tiene un toque inusual en los ferros: no se balancea.
Una paquetería.
Llegando a la Estación Delta el paisaje se arruina: los inoxidables pobres aparecen en casuchas, en campitos jugando al fútbol en patas, pero lejos. Pasamos rápido, asépticos e incontaminados.
Llego, camino una cuadra y me deleito observando las inenarrables y multitudinarias porquerías que flotan en el canal, me doy una vuelta por el mercado/Puerto de Frutos, donde los únicos frutos destacables son miles de puestos de cualquier cosa recorridos por una marea de gente capaz de dejar boquiabierto a cualquier salame como yo.
¿Esto es pasear?
Y frente a la estación, un armatoste gigante de cemento con remate bizantino (sin exagerar) que corona el Casino Trilenium, obra arquitectónica de algún fulano que seguro perdió mucho ahí adentro y se quiso vengar.
Aburrido y cansado me vuelvo pronto y tardo 3 (tres) horas en llegar a Lomas de Zamora.
Tres horas.
Casi como ir a Mar del Plata
En el mítico Roca, cerca de la desolada Gerli, se me acerca un nene que vende esas tarjetitas naif y decadentes, con frases dignas de Belén Francese.
No tiene más de 4 años.
No está muy abrigado, no llora, no grita, no hay a la vista abuela culposa ni madre bíblica ni padre estupefacto, y muy serio, con cara profesional y los mocos colgando, me mira fijo y me advierte, como quien va a realizar una operación inmobiliaria: “Mirá que sale 2 pesos”.
Lo miro fijo, junto todos mis dedos y le digo: “Enano, ¿estás loco? Es muy cara, ¿me estás afanando?”.
Inexplicablemente, lo que digo le causa gracia y se ríe con una carcajada cortita y luminosa y convincente.
Compro la tarjetita más cara del mundo para declararme formalmente vencido en un 9 de julio que me tiene cansado.

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La furia y después

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Bariloche. Tres muertos y varios heridos dejaron al descubierto la grieta social de una ciudad de cuento construida sobre una pesadilla. Tras la represión, amenazas y miedo habitan los barrios donde malviven aquellos que ya se consideran “los otros”.
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Cómo cambiar la mano

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Gastón Chillier, director del Cels. Considera que las políticas de mano dura son una estafa y un fracaso, que agravan los negocios policiales y el terrorismo de barrio. ¿Hay opciones? El caso Bariloche.
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El mundo desde abajo

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