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La ciudad de la furia
Olavarría y los crímenes de odio. A un mes del asesinato de la dominicana Mairel Mora en Olavarría sus amigas y compatriotas temen que el caso quede sin resolución. La justicia local cuenta con otros tres crímenes similares que siguen impunes. Los sospechosos de siempre.
Dicen que la gente en Olavarría sueña en el tono seco y gris del cemento.
Durante la noche, la ruta 51, la principal de la ciudad, se salpica de luces rojas. Con ese código –que todos conocen– los prostíbulos invitan a pagar por los servicios de mujeres locales y de otras con nombres musicales, llegadas de Paraguay y República Dominicana. Adivino que a esos prostíbulos van a parar los maridos, los viudos, los divorciados, los hijos, los hermanos, los policías, los religiosos y los funcionarios.
Durante el día todos ignoran el caldo espeso que se cuece allí, qué pasa con esos “marginales”. Las madres de los adolescentes que pronto dejarán la secundaria desean que sus hijos ingresen al servicio penitenciario de Sierra Chica, y hagan una ascendente carrera. O que entren a la policía provincial, o que sean docentes obedientes. Ellas quieren lo mejor para sus retoños; una vida regular con los pies en el asfalto. Y lo peor es que muchos chicos y chicas también quieren lo mismo.
Muy lejos quedó el orgullo de haber sido un centro industrial importante en el país. Eran los años en que reinaba la familia Fortabat y su empresa Loma Negra generaba el 65 por ciento del cemento argentino. Años en que los obreros cementeros soñaban con su vivienda propia y poblaban los barrios que construyó Don Alfredo Fortabat alrededor de la fábrica y en cercanía del cerro Luciano Fortabat. Estas comunidades fueron bautizadas con su nombre –Alfredo– o con el de su hija -Amalia–. Otra variante de su desbordante imaginación lo condujo a denominar la plaza central como de “La Eficiencia y el Trabajo”. En un momento, la aparente generosidad de Don Alfredo chocó con una investigación del abogado laboral Carlos Alberto Moreno. El encargado de contar esta parte de la historia es Matías Moreno, su hijo quien realizó el documental La sonrisa del Negro. Cemento y Dictadura en Olavarría. Así, del Negro sabemos que logró demostrar que debido a las condiciones de trabajo, sólo el 5% de los trabajadores de la sección de embolsado de Loma Negra, llegaban a jubilarse. Y que el resto moría de una enfermedad pulmonar: silicosis. Apenas se instauró el golpe militar de 1976 fueron detenidos decenas de delegados gremiales en la zona productora de cemento de Olavarría. Y el 29 de abril de 1977, el abogado Moreno fue secuestrado por un grupo de tareas que lo trasladó a un centro de detención clandestino conocido como La Chacra. Allí lo fusilaron, luego de un simulacro de intento de fuga montado por los represores que custodiaban el lugar. El documental de Matías Moreno habla de la vida y los sueños de su padre y –no por casualidad– de los beneficios económicos que obtuvo la empresa de la familia Fortabat con la venta de cemento para obras públicas del gobierno militar.
Luego, la historia se hace más conocida; a finales de la década del 80 hubo una oleada de despidos y retiros voluntarios. En la década siguiente más de los mismo, en el marco bien definido del neoliberismo económico y la caída en el olvido de Loma Negra.
Uñas esculpidas
Durante el viaje de Buenos Aires a Olavarría me pregunto qué es el progreso para una chica de Cotuí, o de cualquier otro lugar de República Dominicana. Mairel Mora ya nunca hablará de lo que significa salir de su ciudad natal, dejar a sus tres hijos y a su marido para sobrevivir en un país extraño y mantenerlos económicamente desde aquí. Un aquí que fue Constitución, y las ciudades bonaerenses de Mercedes y Olavarría. Un aquí que empezó en una peluquería de Avenida Corrientes y Sánchez de Bustamante –Mairel hacía uñas esculpidas– y paulatinamente también fue prostitución, porque la plata para enviar y saldar las deudas de su familia no alcanzaba. Entonces, me pregunto ¿por qué esas mujeres se sacrifican? ¿Quién las sacrifica?
Sandra vivió con Mairel en una casa de Constitución, allí quedó su valija con zapatillas, muñecos y ropa para sus chicos, esperando su regreso de Olavarría. Una valija con poco espacio, organizada para el retorno a su país que preveía para abril próximo. Su compañera la recuerda así: “Cuando estaba aquí lo único que hacía era comer, dormir y reírse. Era tranquila, cada tanto bajaba a la telefónica o iba a comprar algo y nada más. Quería volver a Dominicana el año que viene y poner un local de uñas propio”.
Vida cruel
Una vez en Olavarría, la periodista Claudia Rafael del diario local El Popular me cuenta todo lo que pudo averiguar del caso, a pesar del hermetismo de la fiscal Viviana Beytía encargada de la investigación. Mairel había llegado a Olavarría porque una carrera de automovilismo prometía una gran convocatoria de potenciales prostituyentes. Durante los quince días que permaneció en la ciudad, tuvo una parada en la esquina de 9 de Julio y Sarmiento. Su cuerpo apareció en la noche del 24 de octubre en una vivienda a medio construir en la esquina de España y Juan XXIII. La autopsia reveló que fue golpeada y quemada. Todavía se está a la espera de los resultados científicos de muestras derivadas a la Asesoría Pericial de La Plata, la que deberá determinar si el fuego actuó antes o después de su muerte. De la escena del crimen se relevaron muestras de sangre, profilácticos, un botellón en el que podría haberse transportado combustible, algún bloque que podría haber sido usado para golpearla y alguna madera quemada con la que se intentó incendiar el cuerpo de la mujer. También fue encontrado entre los pastizales de un baldío cercano, un pantalón que habría usado Mairel la noche que fue atacada. Además existe un identikit armado en base a la descripción que hizo quien le habría vendido combustible al asesino. Y que éste se habría movilizado en un Peugeot 504 de color “amarillo patito” que ya fue secuestrado por orden de la fiscal Beytía.
Claudia Rafael también cuenta que pudo entrevistar a las compañeras de vivienda de Mairel en Olavarría. Ellas trabajaban en otra parada cerca de la Facultad de Medicina y los fines de semana, en uno de los burdeles de la zona conocido como Los Tigres. Las mujeres estaban muy atemorizadas y no podían explicar por qué Mairel fue asesinada, ni relacionar el crimen con ningún hecho precedente. Luego de varias charlas –refiere la periodista– fue imposible volver a localizarlas.
Los prostíbulos de Olavarría tuvieron unos minutos de fama durante julio de 2006 cuando fueron allanados Los Tigres y La Morocha en busca de la mujer desaparecida en Tucumán: Marita Verón. El operativo, que tuvo resultado negativo, se llevó adelante con la Gendarmería y salteó a la policía local, por estar sospechada de cierta connivencia con los dueños de los boliches. En esa oportunidad las autoridades consideraron a la ciudad como aguantadero de las redes de prostitución y trata de personas para explotación sexual.
Un año más tarde, en noviembre de 2007, el Concejo Deliberante emitió una ordenanza que prohibía los prostíbulos. En sus argumentos figuraba la siguiente frase: “Erradicar el submundo que generan esos locales”. Sin embargo, una resolución del fuero Contencioso Administrativo de Mar del Plata permitió que pudieran seguir funcionando a partir de una medida cautelar presentada por algunos propietarios. Todavía el decreto no está firme.
La justicia de Olavarría tiene pendiente otras tres causas cuyas víctimas son personas relacionadas de alguna manera con la prostitución. La periodista Claudia Rafael escribió sobre ellas:
Magalí Giangreco: Delgada, muy alta, frágil, introvertida. No la dejaron llegar a los 18 años. Como tantas veces, su ausencia fue traducida con lenguaje policial: “fuga de hogar”. Era el 28 de febrero de 2009. Ya pasó un año y ocho meses y, al igual que con tantos golpeados de la tierra, no hay un solo culpable.
Había nacido el 20 de marzo de 1991 en el Hospital Municipal Ramón Santamarina de Tandil, pero sus padres biológicos “la dejaron en un tacho de basura”. No alcanzó a reir que ya conocía en carne propia esa pertenencia al territorio de los desechados.
Los vecinos la recogieron y la llevaron al Hospital de Niños. Una terrible infección obligó a los médicos a practicarle una compleja cirugía y le quedó eternamente un leve retraso madurativo. Con poco más de un año, la entregaron en adopción provisoria a una familia olavarriense.
Magalí vendía panqueques a los negocios del barrio para hacerse unos pesos. Y andaba a los tumbos en la Escuela. Iba a la Media 8 en donde ya había repetido un año y tenía varias materias para rendir en las mesas de febrero y marzo. Su último destino antes de que la devoraran los acantilados del horror fue el kiosco Reyes, de Pueblo Nuevo, en donde compró una tarjeta telefónica.
Doce días más tarde un jardinero llegó a cortar el pasto a una estación de servicio abandonada de Vélez Sársfield y Junín, un paradero de policías que todos los vecinos del barrio veían cotidianamente estacionarse allí. Entre pastizales, boca abajo, desnuda y con los brazos en cruz estaba Magalí como un Jesucristo hecho mujer.
Andrea Trinchero: Había nacido en Mar del Plata el 10 de mayo de 1970. Olavarría llegó a su vida tiempo después con tres niños a cuestas. Había conocido los calabozos de la cárcel de Ezeiza y necesitaba para ella y sus críos una vida más pueblerina y contenedora. Sobrevivir le significó largas horas de exponer su cuerpo y su vida en la zona roja de la ciudad. Ella solía quedarse hasta las 2 ó 3 de la mañana porque quería torcer esa marca de vulnerabilidades para sus hijos. Los dos más chicos, Belén y Brian, de 14 y 10 años, la esperaron vanamente aquella madrugada del último día del 2005.
Un testigo dijo que a las 3 de la mañana de aquel 31 de diciembre había subido a un Fiat 125. Ya nadie recuerda ni su nombre. Andrea Trinchero. Mujer de fuego. Mujer de las orillas.
Esteban Alderete: Su madre, Graciela Alderete, le daba todos los gustos. Por eso Graciela no comprende porqué, con 17 años, su hijo se prostituyó. Aunque supone cierta necesidad: era la única manera de que Esteban se convirtiera en Mara.
Una tarde Graciela fue a visitar a su hija, que vive en Sierra Chica, y Esteban, a la casa de una amiga. Eran las 2 de la tarde del 28 de octubre de 2004. “Nos despedimos en la esquina, yo volví a casa, él no”, resume. Cuenta que ante la desaparición de su hijo no quisieron tomarle la denuncia, y tuvo que viajar a Azul para que finalmente la atendieran. Luego, relata todas las instancias de reclamo, cada palabra desoída, todas las promesas incumplidas de los funcionarios.
Parte de los restos de Esteban aparecieron en abril del año siguiente en un pastizal. Días después, el fiscal de la causa dispuso con extraña celeridad limpiar la zona con máquinas que cortaron el césped y transformaron la escena del crimen en un parque. El hallazgo se produjo a escasos metros de donde encontraron el cuerpo de Mairel.
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