Mu53
Tirado de los pelos
Crónica del más acá.
Las cosas de la vida y de la escritura nunca son como se piensan, como se imaginan y, ni por las tapas, como se desean. Siempre son distintas, ni mejores ni peores. Bueno, a veces sí son peores.
En el soleadísimo sábado, me tomé un taxi rumbo a Palermo Soho sin saber que se llamaba así. El taxista me informó con tonito irónico que iba a un lugar muy caro. Debió pensar – acertadamente– que era un rata en la dirección equivocada. El domicilio al que me dirigía era ligeramente exótico (un Pasaje al 5000, debe ser el Pasaje más largo del mundo) por lo que el mencionado conductor apeló a la pantalla galaica que todo lo sabe, la que se la pasó diciendo “recalculando, recalculando”, o sea, nada de bola. O era un eufemismo para referirse al poco entusiasta apego del proletario conductor a los beneficios del baño y el desodorante.
Buenos Aires estaba indigestada de autos y sorda de bocinazos que seguramente mejoran y agilizan el tránsito. No tengo auto, no me interesa y me felicito por eso. Y no suelo felicitarme seguido.
Bajé del tacho con 40 mangos menos y arcadas disimuladas, por los aromas que gelatinizaron el habitáculo (qué palabra: habitáculo…).
Ligeramente escondida, una peluquería top en un lugar top de la Argentina top. Entré listo para un festín de sarcasmos e ironías sobre ese hábitat del que tenía tantos prejuicios como pecados en mi alma oscura. Atronaba el ambiente música de Led Zeppelin, lo cual me desconcertó de movida: ¿Led Zeppelin acá?
Local mediano, con una decoración o ensalada entre lo kitsch, lo pop, lo naif y un colorinche que, milagrosamente, combinaba y, como ciertas comidas, mal no estaba. Un sillón rojo furioso con forma de boca (sentarse allí era una metáfora inquietante) y una señora con esos cascos de Marte Ataca secando sus ideas, a juzgar por su expresión, mas cercana a Homero Simpson que a Hannah Arendt. Otra piba por ahí que ya se iba y nadie más.
Uf.
Los peluqueros, todos varoncitos diría mi abuela, jóvenes, absolutamente informales en la pinta y la ropa, lejos de cualquier estereotipo, en un clima de amigos en el bar.
Uf. La nota se hunde.
Leo (uno de ellos) me recibe con un desbordante entusiasmo y me cuesta bastante que comprenda que mi presencia no es sobre el arte de podar cabezas ni es publicidad ni es nota de color. Leo aletea entre sus proyectos, la vida y un trabajo que le gusta. Pregunto para que me tire data interesante (chismes, costumbres exóticas, gente a la que habría que matar, orgías entre los peines, narcotráfico y secadores) y el tipo nada: no me larga prenda que satisfaga mi sadismo de escriba. No sé si Leo es un modelo excepcional de discreción o si, efectivamente, no pasa nada. Mi búsqueda maligna de la desgracia ajena se derrumba en silencio. Encima, el entusiasmo de Leo, al que sigo sin poder explicarle el sentido de mi laburo, me empieza a dar cosa. La culpa que mi madre sembró en mi estéril cerebro empieza a florecer.
Gracias mamá.
Me siento en el salón desolado y llega un joven, alto, que espera no sé qué porque no hay nadie y me mira. Mira el celular y me mira. Mira el celular y me mira. Y dale. Mi carácter burgués-conservador me hace sentir un poquito incómodo, soy poco dado a innovaciones en el terreno de las relaciones (cercanas) humanas, pero mantengo la mirada sobre un ridículo televisor portátil que forma parte de la decoración, haciéndome el boludo. Soy cariñoso, pero todo tiene un límite. A las cansadas llegará uno de los peluqueros que lo transformará en un plumero feliz.
Una señora de juventud opinable, luciendo una remera llena de dibujos de dólares, permanece extasiada mirando su celular mientras espera, también misteriosamente porque no hay nadie antes que ella, salvo el que suscribe y mi compañera, atrapada en la angustia de estar en una peluquería y no hacerse nada, resistiendo estoicamente sus pulsiones estéticas y cosméticas.
Uf. Ni charlas histéricas de hombres o de mujeres sobre cualquier cosa (difícil charlar cuando todos miran los celulares), ni viejas que quieren embellecer lo imposible, ni mujeres-camión de rompe y raja que se vienen a empotrecer más, ni metro sexuales ni andróginos, ni nada.
El vacío de anécdotas, el vacío existencial, el salón vacío y una mufa troyana.
Tres horas sentado como un ganso, aburrido como una mula en la biblioteca fueron suficientes para que mi compañera abandone su estoica resistencia y le entregue su cabeza a Leo para que le haga color. Pasé por el trance de verla con los pelos parados de tal forma que ni en la mañana más salvaje ocurre, olores peores que los del taxista y luego, su cabeza llena de cosas indescriptibles. La imagen oscila entre un encefalograma, la preparación para la decapitación y una cena con Hannibal Lecter.
Un verdadero horror por el que no pienso volver a pasar.
La noche cae sobre el cajetilla (¡qué palabra!) barrio palermitano, Leo me saluda con el mismo afecto de siempre y me recuerda la dirección de la peluquería. Indudablemente, también fracasé en eso.
Caminamos un par de cuadras de bares llenos hasta llegar a la Plaza Serrano donde la feria se está levantando y la gente se agrupa en un puesto que vende… ropa para perros. Incluso para esas cosas blancas y peludas que saltan como cucarachas y que, según parece, también son perros.
Con el alma algo triturada, maldiciendo mis prejuicios, mi culpa y a todas las peluquerías del planeta y alrededores, pasé por la puerta de un club-milonga que se llama El Fulgor de Villa Crespo.
El Fulgor de Villa Crespo.
Un tachero (bañado) me cuenta de los aires de guerra civil que recorren la zona, ya que la creatividad inmobiliaria quiere transformarla en Palermo Queen, pero la barbarie vecinal les baja el copete. Insisten: viven en Villa Crespo. La verdad es que ser hincha de Atlanta de Palermo Queen suena feo.
Menos mal que estamos en 2012 y parece que todo se acaba.
Mu53
Expo Asco
Cuando la fotógrafa Lina Etchesuri fue a Expo Agro trajo una cosecha, de la que aquí publicamos apenas una selección. El azar, que nunca es casual, nos entregó un link: Amador Fernández Savater, desde España, nos informaba de la salida de un interesante libro, Teoría de la Jovencita, editado por Acuarela. Se trata de un texto cosido a imágenes (a nuestro gusto, mucho menos reveladoras que éstas) donde se analiza la relación entre el uso del cuerpo femenino y la máquina que vende capitalismo en tiempos de crisis terminal. Lo interesante de este texto, además, es que no lo escribe ni un autor ni un colectivo: Tiqqun.
“Tiqqun es el nombre de un medio, un medio para construir enérgicamente una posición. Toda posición es una taxonomía, una topografía espiritual, una inteligencia política de la época: una toma de partido”. Este planteamiento encontró lugar en una bella revista publicada en francés de idéntico nombre y breve existencia: Tiqqun 1, en 1999 y Tiqqun 2, en 2001. Los contenidos pueden consultarse en su web.
Ahora, Tiqqun dibuja en este libro el campo de batalla: de qué modo un bolso, un culo, una sonrisa, un perfume, pueden ser armas en una guerra. Librada entre nosotros y en el interior de cada uno.
Mu53
El planeta soja
Una vuelta por el campo según Expo Agro. Nuestro enviado especial, Darío Aranda, recorrió el escenario donde monta su marketing el agronegocio. Clarín y La Nación son los dueños del tinglado. Las corporaciones exponen allí ideología, marketing y estrategias. Y el Estado, también.
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