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La caída del imperio
La sociedad que transformó el consumo en una adicción está en bancarrota. Pero todos los días moviliza a miles de personas para resistir que la crisis arruine sus vidas. El desalojo de la plaza de Wall Street sembró en los barrios las asambleas y desde allí organizan acciones para ocupar espacios sociales y luchar contra la usura.
No hay que saber inglés para llorar. No hay que entender ni una sola palabra para conmoverse. Porque la canción que me arranca lágrima por lágrima tiene una melodía desgarradora y comienza así:
Señor juez
Toda la gente aquí
le estamos pidiendo
que detenga esta injusticia.
Vamos a sobrevivir
pero no sabemos cómo.
Estamos en el edificio de la Corte Suprema de Brooklyn, estado de Nueva York, en el salón del tribunal que se dispone a rematar 20 casas de 20 familias que no pudieron pagar sus deudas hipotecarias. Me dijeron que la cita era a las 14 en la puerta y, sin saber todavía de qué se trata porque no podían anticiparme detalles, llegué puntual y ya había una cola de media cuadra. Muchos jóvenes, mujeres con pelo fucsia o mechones verdes y otras con canas, hombres religiosos con la clásica barba larga y esos sombreros y esos trajes negros, un par de chicos con kipá, latinos, negros, asiáticos: el típico mix de la raza neoyorkina. Los que iban llegando saludaban a los que ya estaban con una sonrisa discreta o un gesto disimulado. Tardé unos minutos en caer hasta que se me hizo evidente lo que luego me contaron: nadie nunca sabe quién ni cuántos son. Se trata de una movida espontánea. En lenguaje del movimiento Occupy Wall Street, de una “acción directa auto organizada”.
La convocatoria la lanza cada semana el movimiento Ocupa la Justicia (Occupy Justice), que es una de las ramas que floreció tras el desalojo de la plaza Zuccotti Park, ubicada en el corazón del distrito financiero, donde el movimiento acampó desde el 17 de setiembre al 16 de noviembre de 2011. Dos meses de asambleas y convivencia que dejaron una fuerte experiencia de democracia directa y movilizaciones, que fueron correspondientemente criminalizadas con detenciones y procesos penales que todavía involucran a más de 2.000 personas.
Es esa experiencia la que les permite ahora hacer lo imposible.
La trama
“Sólo damos la información básica: en qué Corte se rematarán casas esta semana. Esa es nuestra función: conseguir esa información y publicar en nuestro sitio el dato”, me contará luego y en un bar uno de los “organizadores”, palabra que forma parte del lenguaje del movimiento Occupy, pero que no hay que traducir de forma literal: define una actitud militante y no de liderazgo.
La acción comenzó a organizarse en enero y con el correr de los meses diferentes grupos se auto organizaron para garantizar ir a las audiencias cada semana. La de hoy, por ejemplo, es acompañada por una organización judía de derechos humanos, de allí la cantidad de religiosos que se mezclan con paisanos que llegan en el rol contrario: son especuladores inmobiliarios que aprovechan los remates para hacer negocios baratos.
El dato comienza a rodar –mail, Facebook, personas– apenas 2 días antes. Nadie conoce el nombre de los afectados porque esa información es imposible de obtener antes. “No lo hacemos por un `mi´ni por un `ellos´: lo hacemos por un nosotros”, me explica el organizador que, por supuesto, es poeta. De allí nació esta acción: del grupo de arte del movimiento. Y ese origen queda claro en la delicada secuencia que crearon para resistir los remates.
La canción fue escrita por el poeta-organizador, que tomó la melodía de un clásico tema entonado en tiempos del movimiento de derechos civiles. “Pero hay estrofas que se improvisaron en la propia sala de audiencias y las fuimos agregando”, me cuenta. La incertidumbre, sin embargo, es el detalle más teatral: no saber de antemano cuántas personas irán convierte a la convocatoria en un acto de fe y a la cola en una ceremonia. A medida que se va sumando gente, que se reconoce entre sí por el nombre o simplemente por la cara, se siente –literalmente– el poder de la trama que trama, el orden sin órdenes.
Ahora mismo, delante de mí, hay un hombre de traje que sonríe en silencio. Me pregunta de dónde vengo y no se sorprende cuando le contesto. Me cuenta que es profesor de geografía en una escuela secundaria. Me dice que no conoce a nadie. Que vino solo. “No sé si voy a cantar porque tengo que volver en dos horas a dar clase. Depende de cuánta gente se anime”. En el momento creí entender lo que me decía, pero no: me faltaba ver lo principal para saber de qué hablaba.
Antes de ingresar a la sala de audiencias todos fuimos revisados por los guardias y obligados a dejar cámaras, grabadores, teléfonos celulares y computadoras. Se supone que evitan así el registro de lo que sucede en la sala, porque en una ocasión se logró filmar la audiencia y el video en Youtube aumentó la convocatoria espontánea. En el pasillo hay una docena de policías o tal vez más, que montan guardia de un lado mientras ordenan que la fila se coloque en el otro, dejando libre el medio. En unos minutos entenderé por qué.
Hacer justicia
La sala está completa y para cuando llego a la puerta ya comenzó la sesión y la acción. Hay una jueza en su atrio, cientos de personas en los bancos de madera y unos 30 policías a cada lado. La jueza comienza la lectura de un escrito, pero no llega a decir ni tres palabras cuando alguien, una chica, se levanta y canta:
Señor martillero
Toda la gente aquí
le estamos pidiendo
que pare esta venta.
Vamos a sobrevivir,
pero no sabemos cómo.
Dos policías la rodean, le colocan las esposas y se le llevan. La chica sigue cantando.
Otra voz se pone de pie y canta. La esposan.
Otra voz, otra esposas.
Y otra.
Y otra.
A mi lado pasan 23 personas esposadas, que cantan.
Pasa el chico con kipá.
Y el oriental.
Y la señora con canas.
Pasa también el profesor, que hoy no llegará a su clase.
Y todos los que hagan falta.
Se van cantando por el pasillo que quiere tragarse esas voces, pero es imposible: hay tantas que forman un coro sinfín hasta que hay fin: la jueza levanta la sesión. No aguanta las lágrimas.
Pregunto qué destino tienen los detenidos: “Depende del juez. Algunos pasan 3 días en prisión, otros solo una noche”.
Pregunto cuántas personas presas tiene el movimiento: “Esta semana hubo 3 remates y 63 detenidos”.
En la puerta de la Corte alguien coloca una gran bandera que proclama: “Los bancos roban casas”. La bandera está justo delante de un monumento que corona la majestuosa entrada del palacio de justicia. Recién ahora caigo: el que está allí y de pie es Cristóbal Colón.
Hipotecas & adicciones
La principal adicción de los norteamericanos es el consumo. No lo digo yo, sino Jeremy Rifkin en su último libro, La Tercera Revolución Industrial. Esta es la clave para entender mucho de lo que aquí colapsa. Consumir se convirtió, en los últimos años, en una enfermedad social. Un dato para comprobarlo: según una nota publicada en el New York Times, la deuda familiar promedio alcanza al 130% de los ingresos. Es decir que cada familia gasta un 30% más de lo que gana. “Lo que indujo a los economistas a manejar un nuevo término: el de ahorro negativo”, señala Rifkin. Traducción: una economía multiorgásmica para las tarjetas de crédito.
Cebada por las ganancias y la impunidad, la industria bancaria fue por más y comenzó a fines de los 90 a promocionar hipotecas de acceso fácil y barato. Y en 2010 cosecharon su triste récord: 2,9 millones de personas recibieron avisos de ejecución de hipotecas.
“El resultado final de 18 años de prolongación artificial del crédito es que Estados Unidos es hoy una economía en quiebra”, sentencia Rifkin, lo cual en parte es cierto y en parte no. Cuando hablamos de economía, todo dato es relativo porque es político y depende de qué se mire. Veamos, entonces, qué otra cosa pasó: en el mismo período, las empresas estadounidenses lograron obtener un nivel récord de reservas, calculado en 1,6 billones de dólares de beneficios acumulados.
Pero hay más.
El precio de estudiar
A las hipotecas inmobiliarias hay que sumarle las universitarias. En la movilización organizada por el movimiento Ocupa la Educación (Occupy Education) para denunciar la usura universitaria quedó en claro su dimensión: cada uno de los cientos de participantes se colocó en el pecho un cartel con la suma que adeudaba.
43.382 dólares, decía uno.
26.322, otro.
68.730, el de allá.
37.223, el que está detrás.
Cómo alcanzaron esas cifras y esas deudas es algo que me explicó didácticamente una doctora en Estudios de Género (54.326 dólares de deuda), egresada de la New York University: “Para poder estudiar tenés que pagar matrículas y cuotas. Las matrículas las podés financiar y comenzar a pagarlas una vez recibido, que es cuando se supone que obtenés el trabajo para el cual te habilita el título. Eso, por supuesto, supone unos años que van desde que tomás la deuda hasta que comienzan a exigirte su pago. Pero en esos años, la universidad le vende tu deuda a una entidad bancaria. Entonces, tu acreedor ya no es la universidad, sino el banco. Mi deuda, por ejemplo, fue comprada ya por 3 bancos diferentes. Es decir que sirvió para que especulen y obtengan ganancia por eso, todo un sistema usurario. Por otro lado, está el tema de la cuota. Yo, por ejemplo, comencé pagando una cuota de 238 dólares. Pero de esa cifra, 223 correspondían al pago de intereses y sólo el resto amortizaba la deuda original. A ese ritmo, es imposible terminar de pagarla porque, por otro lado, al no obtener empleo o conseguirlo de manera muy mal paga y precarizada, me es imposible pagar por mes una cifra más alta y la cuota mínima se traga todo el dinero en intereses”.
Si marea y agota leer la explicación, imaginen lo que es soportar sus consecuencias en la vida diaria.
Esa misma semana, Andrew Ross, profesor de sociología en la New York University, difundió un estudio que estima que la deuda universitaria supera ya el billón de dólares. Otro dato: el costo de las matrículas se ha incrementado en un 900% en los últimos 30 años y desde 1999 las cifras de la deuda estudiantil subieron 511%, en tanto la desocupación de ese sector (jóvenes profesionales recién egresados) creció este año el 9,1%.
Está claro también para los neoyorkinos quién se beneficia con su pobreza. Las dos empresas que encabezan el ranking de dueños de propiedades en esa ciudad son dos universidades: New York y Columbia.
Rascar cielos
El símbolo más obsceno de la especulación inmobiliaria tiene ya 100 pisos construidos y se espera que pronto alcance su altura final: 544 metros. En medidas locales, 1.776 pies, cifra simbólica que coincide con el año de la independencia norteamericana. Es el edificio que reemplaza a las Torres Gemelas, y su costo se estimó en 2.000 millones de dólares.
A 10 años del atentado, más de la mitad ya ha sido alquilado. Según las noticias publicadas en estos días, sólo la editorial Condé Nasta pagará, en 25 años, la cifra que costó construir todo el edificio: unos 2.000 millones de dólares de alquiler. La constructora china Vantone invertirá 300 millones por los 17.000 metros que tendrán sus oficinas. Así, el edificio más alto de los Estados Unidos logró convertirse en el más caro de toda su historia: 11.000 dólares el metro cuadrado.
El nuevo rascacielos incluye un Memorial que desde el año pasado puede visitarse, previa reserva de un pase que por ahora es gratuito, y que recuerda a las 2.982 personas muertas en las Torres, en el avión derribado en Pennsilvania y en el Pentágono.
Al final del recorrido hay una tienda que vende remeras con la inscripción “9/11 Memorial”.
Cuestan 20 dólares.
La protesta es delito
De eso, justamente, habló a los gritos el movimiento Occupy Wall Street cuando proclamó su consigna: “Somos el 99%”. De cómo el 1% restante se había quedado con las partes y el todo. “Fue una consigna que surgió como respuesta a una acusación que difundieron mucho los medios de comunicación comerciales: que éramos unos pocos locos. Pero con el tiempo se transformó en un grito de auto afirmación”, señala Marina Sitrin, autora del libro Horizontalidad, donde resume la experiencia argentina de 2001 y una de las voces de referencia del movimiento. Marina es, además, abogada y creadora del grupo legal de Occupy, un espacio que convoca a trabajar tanto a profesionales de la ley como a personas normales. Tienen la dura tarea de preparar al movimiento antes de cada movilización, correr el día de la acción detrás de cada detención y seguir luego cada proceso legal abierto. Su larga estadía en Argentina le permite hacer comparaciones represivas. “La política de criminalización es igual o peor, porque aquí las leyes son más duras y el Estado policial es una realidad desde tiempos de Bush hasta hoy, pero la gran diferencia es que tenemos más recursos”. Y más es más: el movimiento recibió, desde que ocupó el primer día la plaza en Wall Street hasta hoy, donaciones de mucho dinero. Solo el equipo legal tiene reservados 100 mil dólares. “Al principio pensamos usarlos para pagar las multas, que son de alrededor de 300 dólares por persona. Eso nos permitía evitar los procesos penales, que además de ser caros son abusivos porque te mantiene el antecedente de un delito abierto durante toda la causa. Pero cuando el 1 de octubre detuvieron a 700 personas en la manifestación que ocupó el Puente de Brooklyn esa estrategia se derrumbó: nos dimos cuenta que la escalada represiva era mucho más grande y que la batalla en el terreno legal iba a ser mucho más larga y masiva. Decidimos entonces no pagar más las multas e ir a juicio. En un mes comienzan los primeros y veremos qué nos sucede en ese ring”.
Tecnología asamblearia
Cuando Marina habla de decisiones habla en plural. Pero es un plural inmenso porque es asambleario. Su especialidad, justamente, es “facilitar asambleas”. Esto es lograr hacer rodar la palabra en equilibrio y, en especial, hacer hablar en público a los que nunca hablan y, finalmente, que todas las decisiones se tomen por consenso. Su mayor desafío fue ejercer ese rol en una asamblea de más de 3.000 personas. “No podíamos usar la luz del parque para que no nos acusen de un delito federal y facilitar así el desalojo, así que implementamos el megáfono humano”. Esto es: alguien habla, la multitud repite. Marina dibuja en una hoja el sistema que idearon para hacer coincidir a tamaña multitud. Traza un círculo con rayos, como un sol. Lo llama speaker no-sé-qué, y funciona así: un grupo se sienta en círculo y detrás de cada integrante de ese círculo se sientan personas en línea infinita. Cada línea debatió antes qué decir y el que está adelante lo transmite. Con cada cambio de tema, cambia la persona que está al frente de la línea. Y si es necesario o lo pide el grupo, se cambia el de adelante tantas veces como la línea lo crea necesario. Me fascino con esta ingeniería que me asegura ha funcionado con fluidez y eficacia, pero Marina me advierte que el principal combustible de la democracia directa es la paciencia. “Aquí hay una cultura que ayuda mucho en ese sentido. Estamos en una ciudad donde todos tienen raíces inmigrantes y saben muy bien cuánto cuesta hacerse escuchar”.
Ahora mismo, en el sótano de un pequeño sindicato, hay una asamblea organizando la gran movilización del 1 de Mayo, día de visibilización del trabajo inmigrante, latino en su gran mayoría y precario en su totalidad. Hay allí más de 200 personas sentadas en círculo que, según el ritual de Occupy, deben presentarse de la siguiente manera: nombre, si prefiere definirse como ella (she), él (he) o nosotros (we) y si tiene un grupo de pertenencia. O no.
Escuchar a tanta gente diversa elegir en voz alta su propia identidad es un acto de autodeterminación casi mágico. Puede parecer sutil, pero no: nunca hay que banalizar lo que un grupo puede hacer por la creación de subjetividad política de escala humana.
Generación Harry Potter
May Day, como acá denominan el 1 de Mayo, tuvo este año el plus del movimiento Occupy, por lo cual cambió no sólo su manera de organizarse, sino también la forma de expresarse en la calle. Un ejemplo: ese día hubo 99 piquetes en puntos estratégicos que lograron detener el violento flujo de la ciudad. La cifra es ciento por ciento Occupy, por supuesto. Hubo también una guitarreada masiva, clases de educación popular en todos los parques y hasta encuentros de lecturas a cielo abierto. El título de la convocatoria que más me llamó la atención fue el de Harry Potter Group. Entonces caí: esa era la generación que estaba, justamente, organizando un mundo mágico.
A las 5 de la tarde, la agitación callejera confluyó en una sola marcha que recorrió cada uno de los templos del crack: bancos, mega comercios, universidades. Los medios comerciales habían difundido desde muy temprano una maldición con forma de noticia: los servicios de inteligencia tenían información sobre grupos de agitadores que planeaban acciones violentas. La multitud les respondió con un conjuro.
Simplemente cantó la verdad: “Somos más”.
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