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Las ruinas circulares

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Crónicas del más acá.

Transitar el Subte C en los intestinos  de la Santa María de los Buenos Aires es descubrir la modestia de los gobernantes. No pude ver ni una de las obras de mejoramiento prometidas cuando anunciaron el aumento del boleto. Seguro que se han hecho, pero esa sencillez propia del republicanismo más austero me impidió verlas.

Cuando salí por la boca de la Estación San Martín, Latinoamérica me saludó indubitable: un fulano tirado sobre un colchón de colores indecibles, con sus patitas cruzadas (sin calzado), leyendo el diario con sumo interés. El susodicho no era un extravagante miembro de un hipismo rioplatense, sino el portador de todas las mochilas de la exclusión.

Todas.

Conversaba discretamente con otro noqueado por el sistema acerca de las noticias, mientras compartían un mate acuoso e irredento en la vereda que rodea a la Plaza San Martín.

Una situación acerca de la lógica de la existencia.

La plaza que honra al José Francisco de Yapeyú es, sin vueltas, muy bella. Sobreelevada, permite vagabundear con la mirada la vieja Retiro. Está frondosamente arbolada, con veredas muy amplias y lomadas verdes y señoriales. Tiene un amplio reducto para pichichos, una especie de salón de usos múltiples al aire libre para el hermano canino, evitando sus evacuaciones en lugares inoportunos. Profano y divertido espectáculo ver como los mencionados cuadrúpedos juegan como pavotes, se revuelcan en la tierra a pesar de estar de peluquería casi todos, y se huelen y  lamen el culo sin importar linaje ni distinción: la perritud igualitaria.

La vieja Plaza tiene su inmenso gomero (varias plazas de la Capital los tienen), de brazos colosales y un tronco “principal”,  neurótico de anudamientos y corpulencias. A su pie, un modesto cartel (nuevamente el republicanismo militante) que me informa que es un gomero importante y anciano.

Nada más.

Un encanto intelectual.

Otra que Wikipedia.

Perdida detrás del purulento edificio Cavanagh, elegante cobijo de asesinos de traje, hay una espléndida capilla, apretada entre dos titanes de cemento. Lujosa y sobria, firme para sostener tanto pecador que habita la vecindad aristocrática, destaca frente al atrio un órgano imponente de más de 50 tubos que haría las delicias de Bach y Rick Wakeman.

Sobre los costados, una cantidad de confesionarios llamativa, todos labrados en madera, repujados y posiblemente fatigados de tanta humanidad indolente con los beneficios del bien.

La Iglesia estaba vacía. Uh.

Sobre un lado de la Plaza, donde el ciudadano leía el diario que no lo incluía como noticia, se recuesta el edificio del Círculo Militar, musculoso y cuadrado como un patovica. Me inscribí (previo pago) para hacer la visita guiada a su interior.

Suerte que estoy vacunado, porque nunca se sabe qué alimaña se puede encontrar uno en la selva de cemento.

El contingente de visitantes está formado por un señor amable, de panza cervecera alimentada con constancia y cariño, y elegantes bermudas a la carta acompañadas por medias negras cuidadosamente estiradas que se remataban en unas zapatillas de un rojo indeciso. Completa el grupo su resignada o amantísima esposa, una pareja formada por una señorita literalmente embutida en una minifalda que amenaza explotar en cualquier momento y su novio, de blazier cruzado con escudo de armas en el bolsillo, cuál egresado de algún colegio concheto.

Y el que suscribe, síntesis hegeliana de lo peor de todos.

La Armada Brancaleone está lista.

Al edificio se lo conoce como el Palacio Paz. Se lo construyó entre 1902 y 1914. Perteneció a José C. Paz, fundador del diario La Prensa, hoy devenido en pasquín trucho de inexplicable supervivencia, fue un elegante, exquisito vocero de los peores de las provincias Unidas del Sur. El señor Paz se gastó una fortuna que no se puede calcular en construir el palacio y tuvo la desagradable iniciativa de morirse antes de poder habitarlo.

Mala suerte o se jodió por fanfarrón.

Para que se entienda, unos pocos datos: 12.000 metros cuadrados. 17 escaleras. 5 comedores. 7 ascensores. 40 baños. 140 habitaciones. Pisos y techos de roble de Eslavonia, guindo y ébano. Algo así como 70 sirvientes cuando los 4 ó 5 herederos se mudaron a la casa del finado José.

Pasillos que no te llevan a ningún lado con sillas de costos siderales donde nadie se sentó jamás; salones de dimensiones desmesuradas, decorados (a veces) con buen gusto, pero siempre de un refinamiento muy costoso; salas, salitas, salones, estares, escritorios. Portones de hierro traídos íntegramente de Francia, esculturas italianas, orfebrería europea (nada de negros sudacas). Una cosa de no creer. El testimonio total de una oligarquía fraudulenta y pomposa en el corazón aristocrático de la vieja Capital Federal de la República Argentina.

Un despliegue escénico que te deja paspado. O pasmado.

Parece que el tal Paz (nada que ver con el célebre Manco) tenía aspiraciones presidenciales y pretendía que su modesto ranchito fuese la sede de Gobierno, según la esforzadamente simpática guía.

Sólo vimos el primer piso porque parece que los 5 que formábamos el contingente podíamos molestar el afanoso trajinar laboral de gente que no vimos.

El Estado Nacional lo compró para el Círculo Militar hacia 1938. Nada de una oficina modesta o una barraca espartana, no vaya a ser que se resfríen. Oficialmente, ahora se mantienen con sus propios recursos, dicen no recibir nada del Estado y como mantener el monstruo parece que sale muy caro, alquilan salones para casamientos, cumpleaños de 15, divorcios, orgías y bautismos.

Al salir a su patio interior, recorremos unos bellos caminitos acariciados por rosales y otras plantitas –ninguna carnívora- que permiten ver desde el interior de ese lugar en el que vivía una familia. A un costado, en una cabecera del estacionamiento interior, placas de homenaje y reconocimientos del Círculo Militar a sus cómplices. Algunos nombres son de una lejana familiaridad. Otros no forman parte de los territorios de mi memoria. Con fecha de 2002 las placas homenajes a Ramón Falcón y al Coronel Varela.

Cuando salí, el lector errante ya no estaba.

A pesar de la inamovible belleza de la Plaza, un cierto olor a podrido recorría el aire.

Nada nuevo, me dije.

Y me metí otra vez en las entrañas de la bestia a tomar el maldito subte.

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