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Mu82

Un salamín de película

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Crónicas del más acá.

Temperley es un barrio de la frontera sur del conurbano. Barrio de historias y pasiones más o menos intensas como cualquier pago que se precie de tal. Pero Temperley tiene una particularidad, una desmesura para su modestia pueblerina: una enorme estación de ferrocarril.

Desde la dama gris y achatada, el Roca abre sus brazos en muchas direcciones. Diez andenes dan cuenta del abanico que el antiguo ferrocarril sud (así, con D) intenta prolongar para abrazar pueblos y ciudades. Los circulan los cascarrientos trenes eléctricos con promesas de renovación cercanas y los enormes diésel asmáticos, eficaces y aterrorizantes cuando se ponen a trotar con su berrido de elefante.

En un rincón, aislado de todos, casi escondido, el andén 1, a un costado de la gigantesca estación que parece avergonzarse de él. De un lado, el playón del andén propiamente dicho y del otro, viejos vagones moribundos, alguno devenido en museo desolado y empobrecido, y el resto, agonizando pacientemente.

Solo falta el hombre de piloto gris y sombrero, con un cigarrillo en los labios esperando un crimen o un amor.

En los rieles del  andén oculto descansa una locomotora diésel con dos vagones que cumple un trayecto de los que jamás se hablará en los noticieros de radio y tevé: Temperley –Haedo. En tiempos que son memoria de olvido, a esa formación se la conocía como “la chanchita”. El trayecto lo hacía una exótica líena de vagones Fiat, amarilla y rechoncha, de envergadura tan modesta como los pintarrajeados que ahora esperan.

Mi necesidad de ir a Haedo y mi odio militante hacia los bondis -especialmente hacia los sapiens-sapiens (¿serán?) denominados colectiveros que suelen trasladar pasajeros con la misma sutileza con la que trasladan cajas de fideos- me hizo optar por la bestia tímida.

Me senté en un tren que me dio dos sorpresas iniciales: salió a horario y estaba lleno. Eso que los usuarios de ferrocarril sabemos que significa: lleno.

Es decir: repleto de gente humilde sin eufemismos.

Cierta maldición que me persigue sumada a valores que me tienen harto, me hicieron rápidamente ceder el asiento a una de la multitud de inoportunas embarazadas que poblaron el vagón. Encima con unas panzas imposibles de hacerse el zota, de esas que parecen que van a reventar.

A mí no me dan ternura.

Me dan impresión, cierto temor a que exploten. Ni hablemos de que se pongan a parir: me desmayo allí mismo.

Sí claro. Un cagón con grado de capitán, por supuesto.

A poco andar, atravesamos la estación Santa Catalina, parte de un espasmo de verde y árboles, una pequeña y bellísima reserva ecológica asediada permanentemente por todo tipo de tiburones inmobiliarios (con perdón de los tiburones). Y defendida por los vecinos con completa determinación y sin acompañamiento de ningún poder del Estado.

Una película muy repetida.

Después de Santa Catalina, caminando dificultosamente entre los cuerpos apretados, dos policías de la Federal, que necesitaban visitar a alguna nutricionista, recordaban cerrar las ventanillas, cosa que todo el mundo hizo de inmediato. El misterio duró poco: un par de cascotazos pegó sobre el metal del armazón del vagón.

Una estación después la situación se normalizó y desfilaron paradas que, en algún caso, son una denominación aristocrática a un apeadero en ruinas o símil.

El tren corre entre los olvidados del mundo. En algunos segmentos conviven las esforzadas casitas de material con ranchitos difíciles de explicar.

No lo voy a intentar.

Y basura.

Basura en cantidades titánicas. Y residuos humanos, como aquellos que nombra Bauman en Vidas desperdiciadas. Toneladas de basura como aquella que oscurece los confines de Leonia, la ciudad deslumbrada por lo nuevo, descripta por la escritura imposible de Italo Calvino en las Ciudades Invisibles.

Lo que no se quiere ver, lo que se desecha, lo que habita debajo de la alfombra.

¿Cómo llegamos a esto?

¿Cómo puede ser que siga ocurriendo?

¿Por qué no incendiamos el mundo?

Un fuerte olor me sacó de mis reflexiones masturbatorias. Era un olor extraño, penetrante y feo, pero no a podrido. Miré las caras en mi alrededor y noté que no era el único con cara de asco. Mi nariz burguesa se tranquilizó. Finalmente lo vi.

Morocho, delgado, con campera de jogging y pantalones del mismo tipo, jovencito, estaba sentado y había sacado de su mochila un salamín de proporciones orgiásticas en un marco de calor popular intenso. A continuación, parsimoniosamente, sacó una lata de cerveza y la colocó delicadamente en el borde la ventanilla. El aludido tenía muy larga una uña del dedo meñique. Con esa uña, y con esmero de orfebre y precisión de cirujano, empezó a circuncidar el portentoso salamín, más o menos por la mitad.

Un rabino gastronómico.

La escena era místico-fálica. Una del cine neorealista italiano. Todo ornamentado por un tufo de intensidad Chernobyl.

Concluida la operación de la uña-bisturí, abrió su lata y se empinó un trago breve. Acto seguido, le metió un mordiscón al salamín como si fuera una banana.

Espectacular.

El flaquito saboreaba su salamín como si se tratara de salmón con salsa tártara, masticaba con cuidado y deleite (nada de boca abierta o atragantarse). El conde Chicoff en el Roca, mientras transitábamos las tierras que prueban la inexistencia de Dios.

Cuando llegamos a Fiorito, una multitud bajó y otra subió, por lo que los “nuevos” no pudieron evitar el comentario tipo “qué baranda”. Los viejos ya nos habíamos adaptado.

El flaquito, imperturbable y feliz, se clavó el salamín completo y la cerveza, hizo una bolsita con todo y con serenidad mántrica, la arrojó por la ventanilla del tren.

Casi ninguna película termina bien.

Solo las malas.

Mu82

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