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La vida en rima

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El poeta y músico chileno Mauricio Redolés, y un repaso de su historia literaria y la vital, que incluyó cárcel con Pinochet y exilio en Londres.

La vida en rima

Mauricio Redolés llega desde Chile con una mochila cargada de letras, palabras y melodías. No tantas como las que carga su biografía: una decena de publicaciones y una decena de discos. Los números dan empate técnico, pero él no duda en presentarse como poeta. “En la poesía me siento más en mis aguas”. El poeta, entonces, será el que narre su vida con pinceladas coloridas: lo que cuenta se ve. Y ya no importa que nadie conozca a este artista ni sepa qué hace y qué importancia tiene en la escena chilena. Tampoco importa su aspecto de obrero despeinado. Lo importante será acompañarlo por el recorrido de una vida que incluye cárcel, exilio, militancia, libros, canciones, talleres en barrios marginados y shows en grandes y pequeños escenarios.

Poeta a los 7

“Descubrí un cuaderno de cuando tenía 7 años: era mi primer cuaderno creativo. Hacía dibujos, comics, historias. Cuando miro ese cuaderno me encuentro. Dibujé, por ejemplo, a Caperucita Roja en una huelga de profesores. ¿Por qué? Porque mis padres eran profesores, iban a la huelga y llegaban a casa mojados por el carro lanza agua. Tengo 61 y a los 7 ya era yo. Lo dice Aristóteles: dame un niño y te diré cómo es el hombre”.

A los 13, su tía le regaló una guitarra. Su papá sabía tocar, pero lo hacía muy poco, cada tanto una canción. Nunca le enseñó nada sobre la guitarra. “Al final se cortaron las cuerdas y yo creía que igual servían; si tiene seis, sirve; si tiene cuatro, también ¿por qué no?; si tiene dos, mejor. ¡Pero cada vez sonaba peor! Esa experiencia me convenció de el problema no era la guitarra, sino que yo era un inútil musical”.

Saltamos a los 17: “El último día del liceo nos juntamos los compañeros del curso. En este último día en que nos veríamos las caras uno me dice: ‘¿Tú por qué no tocas guitarra?’ Dije: ‘ Porque no puedo, no sé y nunca voy a aprender’. Me desafió: ‘Sí puedes’. Y me cantó Butterfly con tres acordes. Esa tarde aprendí a tocar Butterfly en media hora. De ahí no paré más hasta hoy”.

Así comenzó su relación con la música, que define así: “Es una obsesión, es un amor, un deseo gigante que nace muy a contrapelo, porque a mi papá que yo cantara le molestaba mucho, me trataba de ignorante. Y es cierto: no sé afinar una guitarra, no sé sacar una canción escuchándola, cosa que todos los músicos hacen. Pero canto, toco y compongo.  Para mí sigue siendo un desafío permanente estar metido con músicos y con música”.

Hasta las patas

Tenía 15 años cuando leyó Poeta de Nueva York, de García Lorca. “Me dejó loco. Me hizo creer que podía contar algo así. Y escribí unos poemas de niño de 15 años, que también ya era yo”.

A los 17, otro libro iba a marcar su historia: Patas de perro, de Carlos Droguett. “La novela habla de un hombre que recibe un niño de un hogar muy pobre, que nació con patitas de perro. Habla de la soledad, la impotencia, el clasismo. Me hizo creer que en la literatura había un lugar para decir cosas, para defenderse, para protestar. Ese era mi lugar. Pensé: no importa si me gano luego la vida como abogado o futbolista, da lo mismo. Lo mío es estar acá ”.

El libro volvió a aparecer en su historia, varias veces: “A los 40 años, mi mujer se fue con otro tipo y me dijo que no quería ver más a nuestro hijo. Y eso fue revivir Patas de perro: yo era el hombre  tratado como un perro con patas de humano”.

El tercer encuentro llegó en dictadura: “Cuando estuve preso nos pegaron un montón y producto de los golpes terminé con una peritonitis. Me llevaron a un hospital. Estuve un mes incomunicado en una cama. Bajé mucho de peso, no podía caminar de lo flaco que estaba. Una enfermera me dijo que su papá sabía que ella me atendía y me preguntaba qué podía hacer. Entonces le pedí libros. Me trajo cuatro, uno de ellos era Patas de perro. Sentí que la literatura me estaba diciendo: sí. Y me sentí muy agradecido de ese sí”.

Mauricio estuvo 21 meses preso. Era militante del Partido Comunista chileno cuando se instaló la dictadura de Pinochet en septiembre de 1973. Tenía 20 años.

“Muchos años después, durante mi exilio en Londres, voy a la casa de una amiga, tomamos un té, empiezo a husmear en la biblioteca que tenía en el living y allí estaba Patas de Perro, autografiado a mano por Carlos Droguett. Me sentí acompañado”.

Londres sin Marley

Dos años después del golpe, en otro septiembre, el del 75, Mauricio se exilió en Londres. En aquel momento, a dos cuadras de donde funcionaba el local de la campaña de solidaridad con Chile, Bob Marley grababa su disco Live. Ni se enteró. Y aún hoy confiesa que no hubiera ido a verlo, aunque estuviera a menos de 200 metros: lo único importante por entonces era militar contra la dictadura. “Londres era para mí como otra ciudad de Chile, mi único paréntesis era ir a la universidad, donde estudiaba Sociología. No tenía televisor, no tenía radio, tenía una pieza y mucha actividad política. Esta actitud de güeto recién se empezó a romper en los 80, en primer lugar porque el Partido Comunista chileno permitió que los militantes saliésemos de los países en los que estábamos exiliados; antes estaba prohibido, entre otras cosas, por cuestiones de seguridad. En segundo lugar, estábamos exiliados, no haciendo turismo: había que hacer el trabajo político que correspondía. Cuando pude salir fui a París y ahí sí me permití impregnarme con la época”

Poeta rockero

De Londres, Mauricio regreso con la definición de “poeta rockero”. Sonríe: “Me encanta”. Lleno de anécdotas, habla tranquilo y cada vez que recuerda una canción no la nombra: la canta. Un poema: lo recita. Cada tanto, Mauricio hace pausas de esas que anticipan la fascinación. Bucea entre anécdotas con Nicanor Parra y aquella tarde en la que durante cuatro horas hablaron sobre el silencio. También cuando fue preso el día que presentó el primer libro de un Pedro Lemebel aún desconocido, pero capaz de escandalizar a la platea. Recuerda que años después se cruzó a Lemebel en el subte y recién ahí pudo descubrirlo en su  profundidad, sin la carga del personaje teatral que siempre desplegaba: su madre estaba enferma y Mauricio lo vio sufrir. A ese Pedro frágil es el que ahora evoca: “Alguien así deja una enseñanza y deja este planeta un poco más cálido”, afirma.

Su charla va y viene entre Chile, Londres, la tortura, el exilio. Sus ojos siempre están vivos. Enumera amores, desamores, dolores, peleas. Nada de todo eso parece detenerlo ni amargarlo.

¿Cómo se hace para seguir creando? “El capital se adueña de nuestras vidas en la medida que puede, entonces está la televisión, está el recital, y al final tú te vas metiendo en una actividad que significa creer que la creación es para creadores. Lo maravilloso sería que todo el mundo publicara un libro, sacara un disco, plantara un árbol, criara un hijo. Pero nos convencen de que no, desde niños. Hice talleres en cárceles, desde el año 95 hasta el 2003, y fue una etapa de gran crecimiento para entender los procesos creativos de las personas, cómo el que estaba detenido tomaba la literatura como un escape a la libertad. Y así también lo podemos tomar nosotros que no estamos presos, aparentemente. Si podemos escribir, recrear, reinventar, reformular, entonces somos libres. Eso pude aprender en las cárceles. Que nuestra experiencia con el arte se limita a consumirla y no a producirla: pintar, escribir, bailar, cantar es un espacio para que habitemos todos, siempre”.

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