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Visitando a Dios

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Crónicas del más acá.

Roma es una ciudad que enamora. No sé si es la más bella o la más apasionada o la más alguna cosa. No tengo la menor idea.

Pero me enamoré. Y cuando Uno se enamora se pone lo suficientemente pelotudo como para construir gramaticalmente su consecuencia inevitable: escribir pelotudeces. Evitaré escribir sobre Roma aunque me tiembla la mano por el deseo de hacerlo.

Roma, la magnífica, tiene una renguera en su corazón urbano, un balanceo desacompasado de trágica belleza.

Otra cosa muy diferente es el Vaticano.

Ciudad-Estado, lejana a las legendarias polis griegas, monarquía autocrática y vertical como quedan pocas en el Mundo.

Se puede jugar en la Plaza San Pedro a entrar y salir de sus fronteras como un niño a la rayuela. No hay aduanas ni restricciones ni burocracia en la sede de los gestores de almas. Solo se trata de cambiar de vereda.

Se trata de cambiar de vereda…

Sabido es -aunque nunca se haya estado por allí- que a la Plaza la corona la Catedral de San Pedro. Lo que no se sabe hasta que no se está enfrente es lo que significa.

Los riegos del asombro es buscar tantas palabras para describir lo imposible, que se termine diciendo nada.

La Catedral de San Pedro es asombrosa.

Gigantesca y suntuosa, desborda poder por todas partes.

Fuimos dos veces a visitarla: el asombro fue tal que la primera vez ni nos enteramos que allí está La Piedad de Miguel Angel.

No la vimos.

A Dios tampoco lo vimos.

Al menos, al Dios de los humildes del que me habla alguna gente buena.

Si algún Dios habita esas paredes, es un ególatra siniestro.

Los tanos en particular y los turistas en general están chochos con Francisco, el Gerente Divino. Francisco es bueno, es humilde, que suerte que lo tenemos, nos hacía falta. Hasta los creyentes desanimados y algún que otro escéptico se entusiasma con el actual Papa argento y peronista.

Parece que La Puta de Babilonia (Apocalipsis 17, Fernando Vallejo dixit y Luteranos entre otros) ha recibido una transfusión en el momento justo y su agonía se prolonga y su derrumbe se dilata. La imagen de Francisco está en todas partes, desde llaveros hasta calzoncillos. Bastante atrás en el ranking visual está Juan Pablo II. Le sigue  algunas imágenes de Juan 23 y de Paulo VI. Hablo de la bijouteria clásica que todo el mundo, ambulante e instalado, quiere venderte.

A Benedicto lo tienen en imágenes para asustar a los niños cuando se ponen caprichosos. Y es muy efectivo, dicen los mal intencionados.

Desde la cúpula de la Basílica de San Pedro, después de subir 8 millones de escalones que me pasarían una cuenta feroz al día siguiente, la vista de Roma es sublime. Si Atenas es blanca, Roma es ocre.

Y mis rodillas negras.

Dios es trabajo.

Luego del penoso descenso de los 8 millones de escalones, encaramos para el Museo Vaticano. Cuando se está de vacaciones y asombrado por lo que se ve, las respuestas físicas son asombrosas: debíamos estar muertos después del ejercicio.

Sin embargo, estamos en el Museo.

¡Otra que Lázaro!

Antes de entrar nos cruzamos con una encantadora peruana que, luego de darse cuenta que era inútil vendernos su propia visita guiada, se puso a charlar animadamente. Nos dio consejos muy buenos, nos contó de su vida enamorada de Italia, así y tuvimos ese milagroso ratito latinoamericano, que viene bien siempre.

El Museo Vaticano es inmenso. Cinco horas caminando y no creo que hallamos superado un tercio de su extensión. Adentro, había hasta una momia egipcia. Parecían los ingleses: tenían cosas afanadas de todo el mundo.

Una pinacoteca despampanante y agotadora para los profanos como el que escribe. Agotadora en imágenes sufrientes que terminan siendo una invitación al suicidio. Todo bien con el arte, pero ponele onda hermano.

Y dentro del Museo, la Capilla Sixtina.

Para mi sorpresa, pequeña, más bien “íntima”, en profundo contraste con la colosal San Pedro. Luminosa y colorida, con los estupendos frescos de Miguel Ángel  y otros artistas. Está terminantemente prohibido sacar fotos y a una gringa distraída que andaba a cámara batiente le hicieron borrar las fotos. Amables e inflexibles, los guardias supervisaban el borrado como si estuviésemos en la CIA. La intensa vigilancia también captó mi desobediencia disimulada, pero se ve que mi target era distinto porque no me hicieron borrar la única foto que había sacado.

Al irnos junto con la multitud, encaré a uno de los tanos que vigilaban y le pregunté el motivo de la censura tan estricta. La prohibición del flash me parecía sensata ya que no produce anorexia, diarrea, ni borra la acuarela. Si no lo hace en Facebook, menos en la casa de Dios. Entonces…

¿Por qué no?

La respuesta fue amable, sorprendente e iluminadora: el guardia no tenía la más puta idea.

Dios es misterio.

Afuera de la Plaza de San Pedro, un gran número de mujeres mendicantes, todas mayores, se tiran en el suelo (literalmente) en posición de rezo, implorando.

Una escena devastadora.

Y aleccionadora.

Dios es ausencia.

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