Mu92
El mundo de los otros
Crónicas del más acá,
Estaba furioso. Tres semanas corriendo detrás de dos notas posibles y los protagonistas se me inundan. Este país es poco serio.
No tenía un culpable a quién asesinar, así que hablaba solo emitiendo imprecaciones de empecinada reiteración, nula creatividad y alpedismo absoluto.
Natalia, a mi lado, me observaba con preocupación por la salud mental. La suya.Estar a mi lado, y más cuando estoy sacado, es un ejercicio insalubre. Estratega de varias batallas, se le ocurrió mostrarme una foto en su celular de un recién nacido de una amiga, acompañado del inevitable comentario de “¿no es lindo?”.
No.
Los recién nacidos son muy feos, de forma iguanesca y concitan el mismo atractivo que una estatua del bueno de San Martín. Recién a los 3 meses devienen humanos y ahí sí, ya se puede considerar que son bienvenidos. Todo lo previo son tradiciones, amor parental, cortés disimulo y la esperanza de que no sea un sapo.
Ante la catarata de comentarios de mi parte, Natalia resolvió apagar el celular, callar y comenzar a barajar la posibilidad de empujarme bajo un Bus Justiciero.
Lo vi en sus ojos.
Zafé porque me propuso salir a caminar por su nuevo barrio. Se mudó hace muy poco a Palermo, abandonando el Prestigioso Conurbano Sur para sumergirse en las ruinas del Primer Mundo porteño. Anduvimos por Ruggeri hacia Libertador, seguimos hasta Figueroa Alcorta y allí en dirección al MALBA. Otro mundo, otra gente, otros olores, otros perros, otra forma de caminar, otra forma de vestir, otra forma de mirar.
Son Otros.
Derivando hacia el susodicho MALBA, pasamos una tal Plaza Perú, prolija, desértica, donde se habían afanado el busto de algún peruano importante y había otro que -cuando no- era milico. Alrededor, unos pocos distraídos sin patriotismo y una pareja iniciando la previa con entusiasmo prometedor de momentos que después suelen ser decepcionantes. Los histéricos la tienen clara.
No entramos al MALBA porque juzgué que no había nada interesante y Natalia, en un gesto de amor definitivo, resolvió que ese día no iba a matarme.
En la deriva de la caminata fuimos por detrás del mamotreto de cemento y nos encontramos con un barrio encantador. Era de noche.
Calles en curva y contracurva, muy arboladas, intensamente iluminadas, tres millones de casetas de vigilancia con personal sonmoliento y aburrido, alambres electrificados por encima de las altas verjas y focos que se prendían a nuestro paso como en las películas.
Casas lujosas. Muy lujosas. Departamentos que tenían un afuera coqueto de dudoso gusto. Embajadas.
Una era de un país muy, pero muy pobre. La embajada era palaciega.
¿Hace falta?
La corrupción no es solamente quedarte con un mango ajeno en tu bolsillo.
Caminamos a paso lento, solos como perro malo y mirábamos para todos lados cual japonés de tour.
No había autos estacionados, eran naves espaciales que, curiosamente, tenían cuatro ruedas.
Supongo que sirven para el despegue.
Un enorme gato amarillo con un coqueto collar nos miró pasar con estupenda indolencia felina, sentado cómodamente en el capot de una de las naves. Lo acariciamos y el tipo, displicente, aceptó los mimos sin inmutarse.
Para mí que era parte de la vigilancia. Gato botón.
Después me dijeron que ese lugar se llama Barrio Parque.
Nos fuimos con mi furia reemplazada por un estúpido asombro acerca de la desigualdad y otros menesteres sociológicos y fui llevado (literalmente) al Paseo Alcorta. Cedí sin comentarios porque mi vida había sido respetada por la petisa. La reciprocidad no nos hace mejores, pero extiende la expectativa de vida.
Recorrimos el shopping de los Otros.
Un señor vigilaba atentamente quién subía por la escalera mecánica (sic).
Su aspecto era de visitador médico, lejos de cualquier patovica o fauna semejante, pero te miraba mientras subías como sospechando si eras o no de qué Estado Islámico.
Lo imagino como evaluador de rostros, un hijo putativo de Lombroso.
Mi cara no le cerraba.
No lo culpo.
Al salir, sobre la vereda hay un enorme kiosco de diarios. Enorme, de esos que tienen un pie en la librería y otro en el supermercado. A pesar de la advertencia de Naty, decidido a hacer algo osado, rebelde, encaré a la señora que atendía y le pedí la MU.
Por supuesto que no me entendió. Giró ligeramente la cabeza a la izquierda y esperó mi nueva arremetida.
Reiteré.
Me ofreció el diario MUY.
Aclaré.
La señora me miraba como si hubiese pedido un helado en la Antártida. Se dirigió al señor que atendía la otra punta del kiosco.
El señor me encaró con cara de “tengo que hacerlo todo Yo”.
Se repitió toda la escena.
Me iba calentando al galope.
El señor me preguntó, amable, si estaba seguro de lo que pedía.
Con la furia a punto de estallar, le dije tensamente: “Escribo ahí”.
Me dijo: “Ah”.
Lo miré.
Se quedó pensando como si le doliera la cabeza. Miró el kiosco como quién mira el Océano Pacífico.
“Creo que no la tengo”, fueron sus últimas palabras.
Abracé a Naty, me aferré a ella mientras nos alejábamos del desorientado kioskero.
Pensé: “Menos mal que estás vos”.
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La vida fumigada
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Palabra oficial
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