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Mu98

La arena es el libro

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Crónicas del más acá ▶ Carlos Melone.

África es nuestra madre. Esta frase la debo haber leído y escuchado mil veces. Son palabras llenas de belleza e implicancias dramáticas y divertidas. Bueno: este africano del Conurbano Sur fue a ver a su madre.

Y ya se sabe con las madres…

Cuando finalizamos el cruce del Estrecho de Gibraltar estaba feliz por navegar y preocupado por lo que veía: el Mediterráneo se mecía con ferocidad contenida y un despelote de barcos por todas partes que me llenó de… inquietud.

Supongo que alguien ordena el tránsito, pero mucho no se notaba. Cada uno cruzaba como le parecía y tomando el camino que se le cantaba. El ferry en el que íbamos encaró durante muchos minutos a uno de esos gigantescos barcos porta containers (que no entiendo cómo flotan y pueden ser tan feos), con intenciones de chocarlo o asustarlo o hacerle una joda, hasta que decidió que mejor no y lo eludió.

Pero lo vi tan cerca, tan cerca…

Llegamos a Tánger, una de las puertas de entrada a Marruecos y, sin presentaciones, supimos que estábamos en África, que estábamos en casa.

Mientras cinchábamos como burros con las valijas, subiendo una rampa impiadosa (no había ni escalera mecánica ni ascensores), repleta de coreanos/chinos/japoneses (vaya uno a saber qué eran), un morocho flaco y desterrado del  paraíso del consumo era zamarreado hacia los cuatro puntos cardinales por personal de seguridad que le gritaba cosas incomprensibles, imagino que por alguna inconducta. Tras varios rounds de adoctrinamiento cívico, soltaron al sacudido que, sobre la salida del puerto, fue nuevamente interruptus por la policía local, que en una sutil acción humanista, lo subió a patadas a una combi mientras todos se gritaban entre sí como desaforados.

Pasamos las valijas por el detector de la aduana que tenía la pantalla apagada y el agente de la ley encargado del asunto, completamente absorto en la escena de cachetazos y puteadas.

No hay nada como estar con mamá y en casa.

Nos recibió un guía españolísimo disfrazado de árabe (¿hace falta?) con el que iniciamos un largo periplo por un país  singular. Todos te dicen que es muy seguro, mientras a Naty en Marrakech le afanaban con maestría de punguista porteño su celular. Todos te dicen que son sunnitas y por lo tanto tolerantes, mientras ves pasar a muchas mujeres tapadas: parecen sombrillas cerradas con patas. Todos te dicen que las mujeres pueden andar tranquilas, pero cualquier escote turístico (a veces ni hace falta el escote) genera unas miradas oscilantes entre el deseo sexual o el de lapidación.

Un país donde los vendedores (en su mayoría bereberes) son comerciantes muy divertidos e implacables: regatean sin rendirse jamás, te muestran todo lo que se les ocurre (pedís una manta y te bajan 300, más 14 teteras, 10 platos y 317 dagas) y con una sonrisa inalterable te hacen creer que hiciste un negoción cuando, indefectiblemente, te jodieron.

Te agotan.

En una tienda inmensa y escondida en una medina, uno de ellos se entusiasmó y me ofreció -pícaro y ambivalente- 30 camellos por Natalia. Le pedí una Toyota Hilux cero km y la negociación se cortó. Supongo que las camionetas están muy caras.

Natalia no tiene sentido del humor y estuvo 3 días sin hablarme.

¿Marruecos es mágico? Es una estupenda frase de agencia de turismo.

Es bello, es pobre y desmiente algunas leyendas. Casablanca es un monstruo de 10 millones de habitantes, sin savoir faire,  que ni Bogart ni Bergman pisaron jamás. A Lawrence de Arabia no lo encontrás ni en las remeras. Los tuaregs, guerreros legendarios, hoy son perseguidos, acorralados y empujados al desierto más profundo por gobiernos y empresas.

Marruecos es un pueblo que parece condenado a desaparecer.

Tienen un rey con poder efectivo,  hijo del Temible Hassan II, al que todos los indicadores marcan como un atorrante. Se llama Mohamed y es un déspota abúlico, rico hasta el asombro (hay castillos desparramados por todo Marruecos, que le pertenecen al fulano) y muy amigo, por ejemplo, de la impresentable monarquía saudí.

Cualquier parecido con los republicanos occidentales…

En un puerto cercano a Rabat que se llama Asilah resolvimos no comer en el restaurante que nos sugirió el guía porque estábamos decididos a desmontar siniestros negociados turísticos; destruir a las corporaciones y arruinarle el negocio que seguramente tenía el guía con el dueño del restaurante, que también era españolísimo.

Hay decisiones que se enmarcan en un solo término: pelotudez.

Fuimos a un restaurante a una cuadra del que nos habían recomendado. La higiene era una ilusión y las moscas una compañía intensa y cariñosa.

Estábamos junto al mar, así que pedimos pescado. Unos gatitos maltrechos estaban al acecho de nuestra mesa, ubicada en la vereda,  a ver si ligaban algo.

Nos trajeron una cantidad de pescados chiquitos, con cabeza, ojos y dientes.

Si, dientes.

Los pescaditos, muy feos ellos, habían muerto hacía mucho tiempo. Mucho. Y eso era olfativamente evidente.

Los gatitos empezaron a ligar pescados revoleados con discreción, que al principio aceptaron con entusiasmo. A poco masticar también ellos decidieron que era mejor esperar otra cosa. Pagamos, el dueño se hizo el otario respecto de la fecha de defunción de los animalitos del mar, nosotros también y partimos con hambre, rumiando puteadas occidentales y cristianas.

Después de días de andar y andar como cachetada de loco, finalmente nos llevaron a unas de las puertas del Sahara de Arena.

Hay dos Saharas más: el de los Oasis y el de Piedra.

Allí, donde nacen las Dunas Doradas, montamos en dromedarios displicentes y, de la mano de los guías, hicimos un breve recorrido por el océano aurífero. Un dromedario (con un mexicano a cuestas) se declaró en huelga: no se levantó, siguiendo las mejores tradiciones de sus hermanos montañeses, los burros.

Le imagino un futuro de sobretodo.

A medio recorrido del paseo, empezamos a caminar entre la tibieza de una arena suave, en medio de un silencio definitivo.

Un guía se quedó a acompañarnos. Tenía unos 20 años. Parco y cortés, hablaba un español cascoteado. Se sentó junto a nosotros a ver el atardecer rojo y amarillo sobre los lomos sutiles de las dunas. Cuando el crepúsculo empezó a ennegrecer a la ballena sahariana, le pregunté al muchacho dónde vivía. Extendió su brazo hacia el infinito de arena y me dijo que a unos 150 kilómetros de allí, en el Sahara Negro, el de las piedras quemadas.

Me miró a los ojos y sonrió con una dentadura completa, manchada y triste: “Esto es muy bello, pero es muy duro, muy duro”.

Volvimos sin hablar.

Cada palabra hubiese sido una injuria.

Como en casa.

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