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El fin de la impunidad: Lo imposible tardó un poco más
La maravillosa frase es de Raquel Robles, de la agrupación HIJOS, a quien -entre muchos otros- también le pertenece la histórica jornada del martes 12. Formalmente, la Cámara de Diputados dio media sanción a la nulidad de las leyes de punto final y obediencia debida. Pero ese día se convertirá en un símbolo de cómo la resistencia logra vencer a la impunidad.
La Cámara de Diputados sancionó la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que ella misma había puesto en marcha en 1986 y 1987, para limitar los juicios contra militares acusados de una variada gama de violaciones a los derechos humanos, que incluyen el homicidio, la desaparición forzada de personas, la tortura sistemática y el robo de niños y bebés durante la dictadura que existió entre 1976 y 1983.
Afuera del Congreso, uno de los sectores más tozudos, obcecados y conmovedores de la sociedad, el que a lo largo de estas décadas no dejó de defender los derechos humanos, vivió un día de risas y lágrimas, que empezaron cuando se escuchó el audio del recinto en donde se votó por unanimidad, a las 16.35, el decreto que hace imprescriptibles a todos los delitos de lesa humanidad. El Estado, después de mucho tiempo, empezaba a dejar de amparar a los genocidas.
Beatriz Cristina Sarti mostraba su bellísima sonrisa, en una foto blanco y negro sobre el pecho de su madre, que lloraba, abrazada a otras Madres de Plaza de Mayo, Línea Fundadora. Beatriz Cristina Sarti fue secuestrada a los 22 años, el 17 de mayo de 1977. Su madre lloró al escuchar que Diputados aprobaba el decreto que deja de cobijar a los que hicieron desaparecer a Beatriz. Unos pasos más atrás, un señor que literalmente exhibía una sonrisa de oreja a oreja, hacía cortes de manga mirando al cielo.
Es difícil calcular el número. Pero es interesante el cálculo que estimaba en más de 30.000 a las personas que se apostaron fuera del Congreso con la idea de garantizar mediante la movilización el tratamiento y la aprobación de la nulidad de las leyes de olvido que permitirá -si es ratificada por el Senado posiblemente la semana próxima- reabrir las causas contra militares que habían logrado la impunidad amparándose en la teoría de que se limitaron a obedecer órdenes de sus superiores.
La convocatoria resultó inabarcable: todos los organismos de derechos humanos, movimientos de desocupados, piqueteros, sindicatos, agrupaciones políticas, centros de estudiantes, universidades, comunidades indígenas, homosexuales, cooperativas se calcula que más de 200 entidades llamaron al acto, aunque el número resulta débil. Como dijo el diputado Luis Zamora durante la sesión, ese sector que se moviliza y presiona cuenta además -y contó siempre- con la gigantesca simpatía de la sociedad: nunca hubo una sola encuesta en los últimos 20 años, en la que no quedase clara una voluntad mayoritaria de hacer justicia. La estupidez según la cual la sociedad esperaba que los políticos discutieran ayer sobre cómo crear fuentes de trabajo o mejorar el nivel de vida de los argentinos fue pronunciada por diputados del partido Recrear, del señor López Murphy. La perversión del argumento no merece mayores comentarios: si no se hubiese discutido sobre este tema, puede sospecharse razonablemente que los diputados no hubiesen aprovechado la jornada para solucionar el resto de los problemas del país.
Otro diputado cercano a la subnormalidad, Ricardo Bussi, hijo de Antonio Domingo Bussi, general acusado de múltiples violaciones a los derechos humanos, dijo que todo este afán de justicia es inútil: «Nadie le va a devolver los muertos a la señora de Carlotto».
La frase puede ser calificada de muchas formas y tiene muchas interpretaciones, políticas y psiquiátricas. Pero además existe una paradoja. Estela, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, busca que le devuelvan a alguien vivo: su nieta desaparecida. Se supone que fue entregada a allegados a los represores. A su hija Laura ya se la devolvieron, asesinada. Estela vio en el ataúd los cartuchos de bala con que la fusilaron. El mismo tipo de cartucho usado por las llamadas fuerzas del orden fue encontrado hace un año, cuando dispararon contra la casa de Estela en las afueras de La Plata.
Estela había estado en el escenario, con esa sonrisa que tanta vida y tanta muerte no han logrado borrarle. A su lado andaba bailando a ritmo de murga doña Nora Cortiñas, luciendo el pañuelo blanco de las Madres, y una vincha con la palabra «Nulidad». Bajo el escenario, y dos generaciones más abajo, estaban los H.I.J.O.S, cantando como brasileños: «Mamá yo quiero/ mamá yo quiero mamar/ la nulidad, la nulidad/ que vayan presos y todo el año es carnaval». Un muñeco reproduciendo a un Jorge Rafael Videla verdoso, con traje a rayas, era agitado por los manifestantes. Había también fotos del almirante Emilio Massera y de Alfredo Astiz, tocados con sus respectivos gorros de preso.
Graciela Daleo, desaparecida en la ESMA, lloraba de pura emoción abrazándose con Adriana Calvo de Laborde, la mujer que parió a su hija sobre el piso del vehículo policial en que la secuestraban. Ambas sobrevivieron. Se aplaudió, tal vez como nunca en vida, cada vez que se mencionó a otro hombre que estuvo desaparecido durante la dictadura , maestro, luego legislador, socialista, y dotado de la escasa virtud de la coherencia: don Alfredo Bravo. (en el recinto, la diputada Lilita Carrió dedicó a su memoria esta jornada).
Había políticos, como Marcelo Ramal del PO, Crisitian Castillo del PST, Vilma Ripoll o el perenne Patricio Echegaray. Ramal contaba que en la Villa 31 un grupo de muchachos le ofrecieron armarle un partidito de fútbol y que él jugara para la foto proselitista (es candidato a jefe de gobierno y a legislador) por una módica suma, asegurándole que lo dejarían incluso hacer unos goles. Ya lo habían hecho con el señor Caram, candidato radical a la jefatura de gobierno, que pudo así jugar como uno más de la villa. Cerca del palco había militantes de Izquierda Unida, de la Corriente Clasista y Combativa, y de cuanta agrupación uno pueda imaginarse.
Detrás del palco, pegadas a la valla que separaba a todo este universo del edificio del Congreso, había fotocopias con las fotos de los desaparecidos. Ya no se sabe cuántas marchas recorrieron. Allí estaban, mirando todo, Cassano, Ofelia, de ojos grandes y rulos. Lusi, Graciela, sonriendo. Garrone Rojo, Héctor, un muchacho de ojos tristes. Astudillo, Jorge Omar, con la foto carnet de corbata. Juárez Hugo Pastor, con rulos altos y bigotes de los ’70. Esportuno, Carlos, de perfil con el mentón apoyado en la mano, meditando quién sabe qué. Delpech, Luis María, con una sonrisa enorme. Daglio, Miguel Ángel, con bigotazos de chamaco. López, Mauricio, con anteojos gruesos de carey. Dominici, Oscar José, de patillas largas y gomina para la clásica foto del DNI. García, María del Pilar, de ojos grandes y flequillo de nena. Gez, Horacio, que aparece como un nene. Rodríguez, Julio, con un parecido a Darío Santillán -varias veces recordado durante el acto-. Carrizo, Miguel, un chico con camisa a cuadros y un nudo gigante de corbata. Zunino de Rossini, Lidia; Molteni, Liliana (una adolescente), el jopo de Calderón, José Roberto; el peinado alto de los ’60 de Goldstein de Genjovich, Mónica; los ojos de una claridad que ni la fotocopia blanco y negro puede disimular de Bojanich, Liliana y así, personas, historias, vidas.
Cerca de la medianoche quedaba muy poca gente en los alrededores del Congreso, y los diputados ya habían resuelto dejar de fatigar los micrófonos. La obediencia debida y el punto final, dos leyes con las que la llamada dirigencia política intentó la amnesia social, ya son nulas. Queda por ver qué ocurrirá con los indultos a esos viejos patéticos que jamás fueron verdaderamente libres. Jorge Luis Borges, cuando fue al juicio contra las juntas militares, escribió que para los carceleros «la cárcel es, de hecho, infinita». No falta mucho para saber si eso se trata de algo más que una frase borgeana, y para resolver el principal dilema que ayer quedó planteado entre risas y lágrimas: saber si en la Argentina la justicia seguirá siendo una desaparecida.
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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
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