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El tiempo no para (la teoría Bersuit)

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Sergio Ciancaglini describe cómo funciona el neoliberalismo de guerra, cual es su relación con la dictadura militar y cómo los organismos de derechos humanos deben transmitir la tecnología de la resistencia que han acumulado en todos estos años.

¿Cómo describir la situación actual? Hace poco le pregunté a un amigo cómo le están yendo sus cosas: su trabajo, su vida.

Me respondió: «Aquí estoy, tratando de subirme a la lona».

Puede parecer sólo una humorada más, una simple exhibición de ingenio frente a la crisis. Pero si se piensa mejor en esa frase, resulta muy descriptiva de lo que está ocurriendo entre nosotros y -tal vez- en todo el mundo: estallaron los parámetros con los cuales comprendemos la realidad. Antes, estar mal era estar en la lona. Tirado. Peor, imposible. Ese era el límite. Ahora hay que recurrir a un humor casi surrealista para decir que existe un mundo incierto que se abrió más abajo de esa lona. Una especie de dimensión desconocida debajo del suelo que creíamos pisar.

Reventaron nuestros mecanismos de comprensión. No se trata de una cuestión de edad o de neuronas caducas. Lo descubrí a través de un incidente musical. Mis hijos, de 12 y 11 años respectivamente, tienen su propio equipo de música: estoy sobrellevando el asunto con cierta dignidad. Pero el otro día escuché a uno de ellos cantando:

  • «Ya no tengo fechas para recordar, mis días se gastan de par en par, buscando un sentido correcto a todo esto».

Es una canción (El tiempo no para) de unos señores que se llaman Bersuit. Es un conjunto musical, cantan en pijama, y mis oídos están empezando a reconocer que ahí hay una música fuerte y muchas veces bella.

Y que, además, tienen razón: así andamos muchos, buscando un sentido correcto a todo esto. Lo cantan -y eso es lo más sugerente- una multitud de jóvenes, incluso los de 12 y 11.

Uno de los paradigmas que se derritió es la idea de progreso, de avance permanente de la historia hacia algún lugar determinado. Los señores de Bersuit dicen

  • » Veo al futuro repetir el pasado».

El avance puede dar la sensación de ir hacia atrás o hacia abajo. Abajo de la lona. El tiempo no para, pero no sabemos si eso significa progreso o regreso. (Y tal vez por eso muchos progresistas parezcan nostálgicos, casi regresistas.)

Otro gran modo de pensar la realidad, otro paradigma que se rompió, lo explica gráficamente Ignacio Ramonet con el ejemplo de un ícono moderno: el reloj. Ramonet dice que en el siglo XVIII se consideraba que el reloj era la máquina perfecta. Lograba relacionar tiempo y espacio. En el espacio de la esfera uno lograba comprender el tiempo. La máquina, en un espacio, hacía coincidir cada pieza y cada engranaje, para lograr casi una utopía: la exactitud. Cuando todo estaba bien, se decía que las cosas funcionaban como un reloj. El universo y la naturaleza podían ser explicados como supremos mecanismos de relojería.

A partir de esa idea, se consideró que el modelo mecánico se podía aplicar en cualquier circunstancia. Se construyeron sociedades sobre el modelo de una máquina: un conjunto de elementos que se complementan. Si sobran o faltan piezas, la máquina no funciona. A su vez, la máquina hace funcionar, le da lugar e integra a todos los elementos que la componen.

En estos momentos, ese modelo de pensamiento ha dejado de servir. Murió. Hoy sabemos que la máquina fue superada, en una pantalla líquida podemos ver la hora, mientras los viejos relojes, sus piezas y engranajes, son exhibidos en las ferias de antigüedades como eventuales adornos, y crece un número criminal de personas que van quedando -como esas piezas- marginadas de la maquinaria del trabajo, excluídas de un sistema para el que parecen -parecemos- no servir.

A la inversa, es válido calcular que en realidad lo que no funciona es ese modelo: no le sirve a las personas. Esa tensión es el principal conflicto político y social de esta época.

Lo que Ramonet no alcanza a decir sobre el perdido símbolo del reloj como explicación que lograba relacionar funcionamiento social, tiempo y espacio, es que la desorientación en tiempo y espacio es una de las definiciones de la locura. Y esta es, literalmente, una época enloquecedora para mucha gente.

En Inglaterra Anthony Giddens lo planteó explicando que las sociedades modernas padecen inseguridad ontológica. No se sabe si lo real es lo real, se pierden horizontes, hay confusión sobre el sentido de las cosas, de los acontecimientos, y sobre el sentido de la propia vida. El señor Giddens habla de Europa. Propongo invitarlo una temporada a la Argentina, si desea cursar un verdadero master de inseguridad ontológica.

Cuando cae un paradigma, aparece otro. Lo que reemplazó a la idea de la maquinaria social es la noción del mercado. Pero ya sabemos que el mercado no es como la relojería. Buscando imágenes, podría pensarse en una especie de centrifugado que expulsa a las personas.

O en una cárcel.

Podría plantearse incluso que nociones como «libertad» y «mercado», en términos prácticos resultan cada vez más incompatibles entre sí.

Todo esto entró en un nuevo vértigo en los últimos años y creo que en el caso argentino podemos considerarnos una avanzada de lo que se ve actualmente en el mundo.

En la Argentina desaparecieron personas: por eso existen las Madres de Plaza de Mayo. Pero desaparecieron también industrias, riquezas. Desaparece el trabajo. Desapareció el dinero que la gente había depositado en los bancos. Desaparecen derechos.

Y todo forma parte de la misma lógica, que fue revelada por primera vez por Rodolfo Walsh en su Carta Abierta a la Junta Militar, de marzo de 1977, un año después del golpe, pocos días antes de convertirse, él mismo, en una víctima.

Allí Walsh describió con claridad absoluta todas las atrocidades cometidas por los militares. Habló de los cementerios lacustres, las fosas comunes, los vuelos de la muerte. Habló de la tortura que definió como «absoluta, intemporal y metafísica» aplicada con la tecnología de la picana eléctrica, para machacar la sustancia humana.

Pero en aquella carta hay un párrafo dirigido a los militares que propongo releer:

  • «Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada».

¿A qué se refería Walsh? Veamos: reducción salarial masiva, redistribución de ingresos y concentración brutal de la riqueza, desocupación récord, derrumbe del consumo, éxodo de profesionales por la «racionalización» de la economía, endeudamiento externo histórico, atrofia de todas las funciones creadoras y protectoras del Estado, obediencia ciega a las recetas del FMI, reinado de los monopolios y de lo que llamó «nueva oligarquía especuladora». Hay más: desnacionalización de la banca, dominio extranjero del ahorro interno y el crédito, premio a las empresas que estafaron al Estado.

Quiere decir que la Argentina está hace décadas en el «corralito» (o en la cárcel) de una economía perversa. Miseria planificada. Aquellas palabras son recuerdos del futuro.

Para Walsh el crimen mayor de los militares no eran las atrocidades cometidas hora a hora, sino el plan económico que fue, en muchos sentidos, una premonición de esa práctica llamada neoliberalismo.

Un mercado absoluto, intemporal y metafísico.

Un neoliberalismo de guerra.

Aquel proyecto económico que acompañó un cambio cualitativo en el capitalismo -de lo productivo a lo financiero- ha sido redondeado en los años 90 por sucesivos gobiernos, con los resultados que tenemos a la vista.

Apenas se estudian los números argentinos referidos a marginación social, empobrecimiento masivo de la población, desnutrición, falta de salud, falta de trabajo, ruptura del tejido social, destrucción del aparato productivo, emigración y demás, se tiene la sensación de estar ante un país que pasó una guerra. Una especie de guerra invisible, de la cual sólo vemos sus resultados.

La Argentina, en varios sentidos, está exactamente sintonizada con el neoliberallismo de guerra que se percibe en América Latina y en el mundo.

El simple ejercicio de mirar arbitrariamente las páginas de cualquier diario y ver nombres como Bush, Powell, Menem, Brinzoni, Rico, hacen que cualquier ciudadano previsor empiece a buscar la cotización de las trincheras.

Hay planes y movimientos de militarización en amplias zonas de América Latina. Y hay amenazas. El señor Bush, que perdió las elecciones en su país pero se quedó con la presidencia de un modo que nunca ha sido debidamente explicado, ha dicho:

  • » Hasta ahora, la historia la escribieron otros, pero de ahora en más la escribiremos nosotros».

Los que quieran escribir su propia historia, están advertidos. El imperialismo, que solía ser una denuncia que muchos consideraban exagerada, ahora es asumido orgullosamente por el propio gobierno estadounidense como un destino.

Las imágenes son elocuentes: si las agencias de espionaje estadounidenses han intervenido y «pinchado» los teléfonos de las delegaciones diplomáticas de las Naciones Unidas; si hay listas negras de actores norteamericanos que se pronuncian contra la guerra; si hay pleno empleo en las fábricas de armas y también en las de ataúdes, de ahí en más ya se sabe -más o menos- qué es lo que puede esperarse.

Es absolutamente personal y simbólico, pero no puedo dejar de mencionar el escalofrío que me provocó observar que el enviado del Papa para disuadir de su psicopatía bélica a George Bush fue Pio Laghi, el mismo que aquí se encerraba a conversar con Jorge Videla, o jugaba al tenis con Eduardo Massera.

Neoliberalismo de guerra. En algunos casos, las armas como método ostensible de expansión y consolidación de un modelo económico que, obviamente, no funciona. En otros, un nivel de violencia y sometimiento que hace pensar que los enemigos del poder son las sociedades civiles.

La democracia, mientras tanto, no da señales de vida. El descreimiento en las clases dirigentes tiende al absoluto, se rompen los mecanismos de representación.

El miedo, la violencia y la marginación, ya se sabe, generan electoralmente el resurgimiento de opciones y nombres que los señores de Bersuit definen así en su canción: «Ellos sumergieron a un país entero, pues así se roba más dinero».

¿Por qué entonces tienen apoyo? La teoría de Bersuit: «Y tu cabeza está llena de ratas, compraste las acciones de esta farsa, y el tiempo no para».

Ratas en la cabeza en ciertos casos, el fracaso (o la complicidad) de la política tradicional en otros, y también el poder disuasivo del empobrecimiento y la represión: tal vez allí haya que buscar explicaciones para entender esta política que parece la película Sexto Sentido, con tantos sujetos que parecían muertos pero andan caminando de aquí para allá.

Pero este mapa es parcial. También existe todo lo otro: los movimientos sociales, las luchas de trabajadores desocupados, las fábricas recuperadas por los obreros, los experimentos de nuevas formas de producción y de propiedad, las asambleas barriales, las experiencias comunitarias, la solidaridad genuina, la invención de modos de vida para sobrellevar la crisis, la voluntad de hacer cosas. Y una capacidad de resistencia, que en determinados casos ha sido emblemática.

La Argentina se ha transformado en un centro al cual acuden muchos investigadores y estudiosos que intentan comprender las nuevas formas que puede asumir la lucha social. Y es un fuerte punto de referencia para los movimientos mundiales de resistencia, muchos de los cuales han asumido como propio un aporte local: el «que se vayan todos». El tiempo dirá si la Argentina es un punto de inflexión, un Muro de Berlín del neoliberalismo.

Hablar sobre estos temas, en la sede de las Madres de Plaza de Mayo, no es más que confirmar cierta genética de la resistencia. No lo digo para halagar el oído de mi anfitrionas, sino para mencionar un asunto técnico.

¿Qué pueden transmitir y producir grupos como Madres, en estos tiempos violentos? Tecnología de la resistencia, y de lucha. El manual de instrucciones.

Si actualmente existe miedo, las Madres demostraron cómo se lo podía enfrentar. Más que al miedo, al terror sistematizado, al terrorismo de Estado. Si el miedo paraliza, había que moverse. Si el miedo aisla, había que juntarse.

Las Madres también demostraron cómo se puede enfrentar la realidad cuando todos nuestros mecanismos de comprensión estallan. Alguna vez Nora Cortiñas me dijo, al hablar de lo que significaba la desaparición de un hijo: «No nos daba la cabeza para entender lo que pasaba». Era enloquecedor. Las llamaron las madres locas. Sin embargo demostraron que les daban la cabeza y el cuerpo para la acción. Escaparon de la locura. No dejaron de moverse, y cambiaron la historia.

Por eso tienen lo que los científicos llamarían el «know-how» de la resistencia. Cómo llevarla a cabo. El valor de la firmeza, y la perseverancia, que no poseen tantos de los que se dicen progresistas.

La capacidad de hacer mucho, aunque se hable poco.

La noción de que siempre se está construyendo, aunque no lo parezca.

La idea de que ningún avance es pequeño, porque todo lo que se hace es importante. Más allá de los resultados, la propia acción es un resultado, que Madres ha logrado dirigir en dos sentidos que hoy resultan centrales para entender a los nuevos movimientos sociales: conservar la autonomía, pero romper el aislamiento.

El rol de los organismos de derechos humanos es crucial, incluso para darle un sentido a una democracia genuina. Hubo muchos asesinados en estos años, y en estos meses. Los organismos tienen mucho que hacer en la medida en que no se pierdan de vista dos palabras: Nunca más. Pero su papel también puede ser decisivo en un momento en el que se tiende a hacer desaparecer los derechos de las personas.

Como decía Walsh, la peor violación a los derechos humanos es la miseria planificada.

Muchos movimientos sociales actúan aisladamente. Madres es una de las instituciones que pueden funcionar como un gran punto de referencia para establecer nexos, crear redes de emergencia y de conocimiento entre movimientos y organismos, pensando en la acción.

Estamos ante unos meses en los que se van a definir muchas cosas, en el país y en el mundo. La historia ya enseñó que la peor derrota, en estos casos, es resignarse a no hacer nada.

Cantan los Bersuit, y cantan multitudes de jóvenes: «Las noches de frío es mejor ni nacer. Las de calor se escoge matar o morir. Y así nos hacemos argentinos».

Matar o morir. En ese clima, habrá que pensar que la idea de apostar por la vida es mucho más que una metáfora o una frase bella. Es el principal programa de acción que tenemos por delante, mientras escuchamos a una generación que nos recuerda que el tiempo no para.

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De la idea al audio: taller de creación de podcast 

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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

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Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.

Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Darío Santillán.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Maximiliano Kosteki

Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.

El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.

Siguen faltando los responsables políticos.

Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.   

Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.

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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

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Pablo Grillo
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83 días.

Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.

83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.

83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.

83 días y seis intervenciones quirúrgicas.

83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo. 

83 días hasta hoy. 

Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro. 

Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”. 

Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).

Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca. 

El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”. 

La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».

La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería. 

Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.

Esta es parte de la vida que no pudieron matar:

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