Nota
El virus, el sistema letal y algunas pistas para después de la pandemia
Para el filósofo alemán Markus Gabriel, la cadena infecciosa del capitalismo destruye la naturaleza y atonta a los ciudadanos para convertirlos en meros consumidores y turistas. ¿Es posible que el ecosistema de la Tierra sea un gigantesco ser vivo? ¿Es el coronavirus una respuesta inmune del planeta frente a la destrucción de la vida? Gabriel es autor de los ensayos Neoexistencialismo, Por qué no existe el mundo y El sentido del pensamiento. En este artículo (“El orden mundial previo al virus era letal”) publicado por el diario español El País, Gabriel plantea dudas filosóficas y virológicas para pensar lo que se viene.

El orden mundial está trastocado. Por la escala del universo, invisible para el ojo humano, se propaga un virus cuya verdadera magnitud desconocemos. Nadie sabe cuántas personas están enfermas de coronavirus, cuántas morirán aún, cuándo se habrá desarrollado una vacuna, entre otras incertidumbres. Tampoco sabe nadie qué efectos tendrán para la economía y la democracia las actuales medidas radicales de un estado de excepción que afecta a toda Europa.
El coronavirus no es una enfermedad infecciosa cualquiera. Es una pandemia vírica. La palabra pandemia viene del griego antiguo, y significa «todo el pueblo». En efecto, todo el pueblo, todos los seres humanos, estamos afectados por igual. Pero precisamente eso es lo que no hemos entendido si creemos que tiene algún sentido encerrar a la gente dentro de unas fronteras. ¿Por qué debería causar impresión al virus que la frontera entre Alemania y Francia esté cerrada? ¿Qué hace pensar que España sea una unidad que hay que separar de otros países para contener el patógeno? La respuesta a estas preguntas será que los sistemas de salud son nacionales y el Estado debe ocuparse de los enfermos dentro de sus fronteras.
Cierto, pero precisamente ahí reside el problema. Y es que la pandemia nos afecta a todos; es la demostración de que todos estamos unidos por un cordón invisible, nuestra condición de seres humanos. Ante el virus todos somos, efectivamente, iguales; ante el virus los seres humanos no somos más que eso, seres humanos, es decir, animales de una determinada especie que ofrece un huésped a una reproducción mortal para muchos.
Los virus en general plantean un problema metafísico no resuelto. Nadie sabe si son seres vivos. La razón es que no hay una definición única de vida. En realidad, nadie sabe dónde comienza. ¿Para tener vida basta con el ADN o el ARN, o se requiere la existencia de células que se multipliquen por sí mismas? No lo sabemos, igual que tampoco sabemos si las plantas, los insectos o incluso nuestro hígado tienen consciencia. ¿Es posible que el ecosistema de la Tierra sea un gigantesco ser vivo? ¿Es el coronavirus una respuesta inmune del planeta a la insolencia del ser humano, que destruye infinitos seres vivos por codicia?
El coronavirus pone de manifiesto las debilidades sistémicas de la ideología dominante del siglo XXI. Una de ellas es la creencia errónea de que el progreso científico y tecnológico por sí solo puede impulsar el progreso humano y moral. Esta creencia nos incita a confiar en que los expertos científicos pueden solucionar los problemas sociales comunes. El coronavirus debería ser una demostración de ello a la vista de todos. Sin embargo, lo que quedará de manifiesto es que semejante idea es un peligroso error. Es verdad que tenemos que consultar a los virólogos; solo ellos pueden ayudarnos a entender el virus y a contenerlo a fin de salvar vidas humanas. Pero ¿quién los escucha cuando nos dicen que cada año más de 200.000 niños mueren de diarrea viral porque no tienen agua potable? ¿Por qué nadie se interesa por esos niños?
Por desgracia, la respuesta es clara: porque no están en Alemania, España, Francia o Italia. Sin embargo, esto tampoco es verdad, ya que se encuentran en campamentos para refugiados situados en territorio europeo, a los que han llegado huyendo de la situación injusta provocada por nosotros con nuestro sistema consumista. Sin progreso moral no hay verdadero progreso. La pandemia nos lo enseña con los prejuicios racistas que se expresan por doquier. Trump intenta por todos los medios clasificar el virus como un problema chino; Boris Johnson piensa que los británicos pueden solucionar la situación por la vía del darwinismo social y provocar una inmunidad colectiva eugenésica. Muchos alemanes creen que nuestro sistema sanitario es superior al italiano y que, por lo tanto, podremos dar mejor respuesta. Estereotipos peligrosos, prejuicios estúpidos.
Todos vamos en el mismo barco. Esto, no obstante, no es nada nuevo. El mismo siglo XXI es una pandemia, el resultado de la globalización. Lo único que hace el virus es poner de manifiesto algo que viene de lejos: necesitamos concebir una Ilustración global totalmente nueva. Aquí cabe emplear una expresión de Peter Sloterdijk dándole una nueva interpretación, y afirmar que no necesitamos un comunismo, sino un coinmunismo. Para ello tenemos que vacunarnos contra el veneno mental que nos divide en culturas nacionales, razas, grupos de edad y clases sociales en mutua competencia. En un acto de solidaridad antes insospechado en Europa, estamos protegiendo a nuestros enfermos y nuestros mayores. Por eso metemos a los niños en casa, cerramos los centros de enseñanza y declaramos el estado de excepción sanitaria. Por eso se invierten miles de millones de euros para volver a reactivar la economía.
Pero si, una vez superado el virus, seguimos actuando como antes, vendrán crisis mucho más graves: virus peores, cuya aparición no podremos impedir; la continuación de la guerra económica con Estados Unidos en la que ya está inmersa la Unión Europea; la proliferación del racismo y el nacionalismo contra los emigrantes que huyen hacia nuestros países porque nosotros hemos proporcionado a sus verdugos el armamento y los conocimientos para fabricar armas químicas. Y, no lo olvidemos, la crisis climática, mucho más dañina que cualquier virus porque es el producto del lento autoexterminio del ser humano. El coronavirus no hará más que frenarla brevemente.
El orden mundial previo a la pandemia no era normal, sino letal. ¿Por qué no podemos invertir miles de millones en mejorar nuestra movilidad? ¿Por qué no utilizar la digitalización para celebrar vía Internet las reuniones absurdas a las que los jefes de la economía se desplazan en aviones privados? ¿Cuándo entenderemos por fin que, comparado con nuestra superstición de que los problemas contemporáneos se pueden resolver con la ciencia y la tecnología, el peligrosísimo coronavirus es inofensivo? Necesitamos una nueva Ilustración, todo el mundo debe recibir una educación ética para que reconozcamos el enorme peligro que supone seguir a ciegas a la ciencia y a la técnica. Por supuesto que estamos haciendo lo correcto al combatir el virus con todos los medios. De repente hay solidaridad y una oleada de moralidad. Está bien que sea así, pero al mismo tiempo no debemos olvidar que en pocas semanas hemos pasado del desdén populista hacia los expertos científicos a un estado de excepción que un amigo de Nueva York ha calificado con acierto de «Corea del Norte cientifista«.
Tenemos que reconocer que la cadena infecciosa del capitalismo global destruye nuestra naturaleza y atonta a los ciudadanos de los Estados nacionales para que nos convirtamos en turistas profesionales y en consumidores de bienes cuya producción causará a la larga más muertes que todos los virus juntos. ¿Por qué la solidaridad se despierta con el conocimiento médico y virológico, pero no con la conciencia filosófica de que la única salida de la globalización suicida es un orden mundial que supere la acumulación de estados nacionales enfrentados entre sí obedeciendo a una estúpida lógica económica cuantitativa? Cuando pase la pandemia viral necesitaremos una pandemia metafísica, una unión de todos los pueblos bajo el techo común del cielo del que nunca podremos evadirnos. Vivimos y seguiremos viviendo en la tierra; somos y seguiremos siendo mortales y frágiles. Convirtámonos, por tanto, en ciudadanos del mundo, en cosmopolitas de una pandemia metafísica. Cualquier otra actitud nos exterminará y ningún virólogo nos podrá salvar.
Nota
Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar:
Nota
La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen
Una obra teatral que recurre al milagro como ingrediente imprescindible para una transformación. Un niño santo en un pueblo perdido. Su primera intervención paranormal desata furor y de todas partes van a suplicarle lo imposible. La transfiguración de Miguelito Pepe es un unipersonal con la dramaturgia y dirección de Martina Ansardi en el que el actor Tuco Richat se pone en la piel de varios personajes que dialogan con lo sagrado y lo profano. Este viernes 30 de mayo a las 20.30 podés ver en MU Trinchera Boutique la primera de tres funciones.
Por María del Carmen Varela.
La transfiguración de Miguelito Pepe gira en torno a un fenómeno que sucede en un pueblo norteño. Miguelito, un niño de Famaillá, se convierte de la noche a la mañana en la gran atracción del pueblo. De todas partes van a conocerlo y a pedirle milagros. En todo el pueblo no se habla de otra cosa que del niño santo, el que escucha los pedidos de quien se le acerque y concede la gracia.
La obra tiene dramaturgia y dirección de la activista y artista travesti Martina Ansardi, directora teatral, actriz, bailarina, coreógrafa y socia de Sintonía Producciones, quien la ideó para que fuera itinerante.
Se trata de un unipersonal en el que el actor Tuco Richat se luce en varios personajes, desde una secretaria de un manosanta que entrega estampitas a quien se le cruce en el camino, una presentadora de televisiòn exaltada a un obispo un tanto resentido porque dios le concede poderes a un changuito cualquiera y no a él, tan dedicado a los menesteres eclesiásticos.
La voz de la cantante lírica Guadalupe Sanchez musicaliza las escenas: interpreta cuatro arias de repertorio internacional. A medida que avanza la trama, Richat irá transformando su aspecto, según el personaje, con ayuda de un dispositivo móvil que marca el ritmo de la obra y sostiene el deslumbrante vestuario, a cargo de Ayeln González Pita. También tiene un rol fundamental para exhibir lo que es considerado sagrado, porque cada comunidad tiene el don de sacralizar lo que le venga en ganas. Lo que hace bien, lo merece.
Martina buscó rendir homenaje con La transfiguraciòn de Miguelito Pepe a dos referentes del colectivo travesti trans latinoamericano: el escritor chileno Pedro Lemebel y Mariela Muñoz. Mariela fue una activista trans, a quien en los años `90 un juez le quiso quitar la tenencia de tres niñxs. Martina: “Es una referenta trans a la que no se recuerda mucho», cuenta la directora. «Fue una mujer transexual que crió a 23 niños y a más de 30 nietes. Es una referenta en cuanto a lo que tiene que ver con maternidad diversa. Las mujeres trans también maternamos, tenemos historia en cuanto a la crianza y hoy me parece muy importante poder recuperar la memoria de todas las activistas trans en la Argentina. Esta obra le rinde homenaje a ella y a Pedro Lemebel”.
Con el correr de la obra, los distintos personajes nos irán contando lo que sucedió con Miguelito… ¿Qué habrá sido de esa infancia? Quizás haya continuado con su raid prodigioso, o se hayan acabado sus proezas y haya perdido la condición de ser extraordinario. O quizás, con el tiempo se haya convertido, por deseo y elección, en su propio milagro.
MU Trinchera Boutique, Riobamba 143, CABA
Viernes 30 de mayo, 20.30 hs
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