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Gracias, maestro

Por Franco Ciancaglini
No tengo la altura, ni la memoria, ni las lecturas suficientes para hablar de Horacio González como seguramente muchas otras personas puedan y vayan a hacerlo. Soy apenas uno de sus miles de estudiantes, lector de sus decenas libros, editor de alguna de sus habituales participaciones mediáticas, seguidor diario de su estado de salud desde que me enteré que comenzó a complicarse.
Creo, igual, que le hubiera simpatizado que un mero estudiante lo saludara por última vez, estudiante de sus clases y libros y también de sus pasillos y bares.
Somos muchos los dolidos por su muerte. Y no solo quienes mejor lo conocieron, que seguramente tendrán más y mejores cosas para decir, para confesar, para revelar de su humanidad cálida, amorosa y sensible, sino sobre todo porque también dejó huella en muchos de quienes apenas lo conocimos y ya lo quisimos.
Lo conocí en persona adentro de un aula de la Facultad de Filosofía y Letras, hace pocos años, cuando se le ocurrió dar un Seminario sobre Revistas Culturales. Fue un docente hablador, profundo, que hacía de cualquier clase un juego filosófico en el que mezclaba anécdotas, humor y algo del programa académico. Al menos en este último Seminario.
Me divertía mucho oírlo, aunque era costoso hacerlo durante las cuatro horas en las que se desarrollaba la cursada. A él también le costaba, por eso tenía a su ladero, el joven Juan Laxagueborde. Y yo sabía que le costaba no solo por eso que mal llaman vejez.
Hay que decir que Horacio era mil veces más juvenil que muchos jóvenes de esa facultad, y gozaba de mucha mejor salud (no voy a decir mental: salud docente) que muchos de sus colegas de Puán.
Ahora lo veo: Horacio era lo contrario del estilo soberbio, policía y ególatra que reina en varias de las cátedras de Letras, la carrera que cursaba entonces. Curiosa balanza de egos en la que los grandes y humildes no alardean y los mediocres humillan.
Ahí iba, calladito, Horacio, abriendo y molestando.
Horacio hablaba mucho, es cierto, pero siempre escuchaba. Y si escuchaba, te invitaba a provocar. Le molestaba lo obvio, eso que le encanta hacerte repetir a tanto docente ahí adentro.
En ese Seminario de Revistas Culturales terminé haciendo un trabajo que arriesgaba que la revista Humor había sido el semillero no solo de autores y dibujantes, sino de decenas de revistas hijas de aquel proceso comandado por Andrés Cascioli. El TP contenía hasta un árbol genealógico de revistas, una locura; teoría que, sin el rigor metódico de la academia, guardaba sentido en una investigación, entrevistas y experiencia propia que había volcado en el trabajo; un trabajo que hubiera sido bochado por quizá todos los profesores de esa misma Facultad, pero que Horacio eligió puntuar con un diez.
Recuerdo que en una de esas clases Horacio dijo que le gustaba pensar a la historia de las revistas como historias inconclusas; publicaciones periódicas que, a la vez que son testimonio vivo y urgente del presente, empiezan un día para no saber cuándo terminar (una edición, decenas, miles, años). Me gusta pensar que su vida no fue inconclusa pero sí que tiene algo de este gesto que él asociaba a las revistas: una apuesta, una fuga siempre hacia adelante.
Por entonces, ya dije, sabía que era difícil que Horacio llegara a los finales de la clase – o se ausentara a varias de ellas, directamente- porque durante el tiempo en el que fui editor de un medio digital tuve varias charlas telefónicas con él, invitándolo a que escribiera sobre la coyuntura política. Y siempre la respuesta era idéntica: que claro, que escribiría, pero cuando volviera de la diálisis.
Y así me lo imaginaba yo: escribiendo contra la muerte, curándose para escribir, escribiendo para curarse, escribiendo para vivir, viviendo para escribir, para decir, para encontrar las palabras con las cuales decir, porque no se puede no decir, porque no se puede no escribir hasta que no haya más remedio que leer todo lo que ya se escribió.
Esa es para mí la mayor lección del maestro González.
Me puse a llorar mientras escribía esto, así que agrego dos cosas y no más:
-La última vez que lo vi fueron dos veces consecutivas en el mismo lugar, en las afueras de la Feria del Libro. Una vez, entrando solo en el pleno invierno, como un niño a un parque de diversiones, como un flaneur en la ciudad, como un jugador de fútbol a la cancha, o como Horacio González a un evento que lo hacía divertir porque se encontraba con gente o la gente lo encontraba. De hecho, la segunda vez –al otro día, en el mismo lugar- estaba enfrente del predio de la Rural comiendo una pizza en Kentucky con gente que acababa de conocer, hablando y tomando cerveza.
-La última vez que lo leí fue, otra vez, de casualidad, hace días: apenas abrí el prólogo de Isidoro Velázquez, Formas prerevolucionarias de la violencia, de Robeto Carri, descubrí palabras que me resultaban familiares. Era él. En ese prefacio y como siempre con el inconfundible Estilo González analizaba con metáforas graciosas, miradas astutas y voluntades generosas sobre los temas que atañen a la identidad argentina, quizás – para mí- una de sus obsesiones.
Hoy se fue y yo me enteré a la misma hora que se cumplía el aniversario de aquel gol en que el Diego hizo Historia.
Ignoro si Horacio Gonzalez era futbolero, pero me gustan esas causalidades que unen a gente que quiero, que admiro, que hizo mucho por nosotrxs, que se va y que en momentos difíciles me hacen mirar hacia arriba.
A mi Nona, al Diego, y ahora a Horacio también: gracias.
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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar:
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La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen
Una obra teatral que recurre al milagro como ingrediente imprescindible para una transformación. Un niño santo en un pueblo perdido. Su primera intervención paranormal desata furor y de todas partes van a suplicarle lo imposible. La transfiguración de Miguelito Pepe es un unipersonal con la dramaturgia y dirección de Martina Ansardi en el que el actor Tuco Richat se pone en la piel de varios personajes que dialogan con lo sagrado y lo profano. Este viernes 30 de mayo a las 20.30 podés ver en MU Trinchera Boutique la primera de tres funciones.
Por María del Carmen Varela.
La transfiguración de Miguelito Pepe gira en torno a un fenómeno que sucede en un pueblo norteño. Miguelito, un niño de Famaillá, se convierte de la noche a la mañana en la gran atracción del pueblo. De todas partes van a conocerlo y a pedirle milagros. En todo el pueblo no se habla de otra cosa que del niño santo, el que escucha los pedidos de quien se le acerque y concede la gracia.
La obra tiene dramaturgia y dirección de la activista y artista travesti Martina Ansardi, directora teatral, actriz, bailarina, coreógrafa y socia de Sintonía Producciones, quien la ideó para que fuera itinerante.
Se trata de un unipersonal en el que el actor Tuco Richat se luce en varios personajes, desde una secretaria de un manosanta que entrega estampitas a quien se le cruce en el camino, una presentadora de televisiòn exaltada a un obispo un tanto resentido porque dios le concede poderes a un changuito cualquiera y no a él, tan dedicado a los menesteres eclesiásticos.
La voz de la cantante lírica Guadalupe Sanchez musicaliza las escenas: interpreta cuatro arias de repertorio internacional. A medida que avanza la trama, Richat irá transformando su aspecto, según el personaje, con ayuda de un dispositivo móvil que marca el ritmo de la obra y sostiene el deslumbrante vestuario, a cargo de Ayeln González Pita. También tiene un rol fundamental para exhibir lo que es considerado sagrado, porque cada comunidad tiene el don de sacralizar lo que le venga en ganas. Lo que hace bien, lo merece.
Martina buscó rendir homenaje con La transfiguraciòn de Miguelito Pepe a dos referentes del colectivo travesti trans latinoamericano: el escritor chileno Pedro Lemebel y Mariela Muñoz. Mariela fue una activista trans, a quien en los años `90 un juez le quiso quitar la tenencia de tres niñxs. Martina: “Es una referenta trans a la que no se recuerda mucho», cuenta la directora. «Fue una mujer transexual que crió a 23 niños y a más de 30 nietes. Es una referenta en cuanto a lo que tiene que ver con maternidad diversa. Las mujeres trans también maternamos, tenemos historia en cuanto a la crianza y hoy me parece muy importante poder recuperar la memoria de todas las activistas trans en la Argentina. Esta obra le rinde homenaje a ella y a Pedro Lemebel”.
Con el correr de la obra, los distintos personajes nos irán contando lo que sucedió con Miguelito… ¿Qué habrá sido de esa infancia? Quizás haya continuado con su raid prodigioso, o se hayan acabado sus proezas y haya perdido la condición de ser extraordinario. O quizás, con el tiempo se haya convertido, por deseo y elección, en su propio milagro.
MU Trinchera Boutique, Riobamba 143, CABA
Viernes 30 de mayo, 20.30 hs
Entradas por Alternativa Teatral

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Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro

Una actriz que cautiva. Una historia que desgarra. Música en vivo. La obra Perla Guaraní volvió de la gira en España al Teatro Polonia (Fitz Roy 1475, CABA) y sigue por dos domingos. El recomendado de lavaca esta semana.
Por María del Carmen Varela
La sala del teatro Polonia se tiñe de colores rojizos, impregnada de un aroma salvaje, de una combustión entre vegetación y madera, y alberga una historia que está a punto de brotar: Perla es parte de una naturaleza frondosa que nos cautivará durante un cuarto de hora con los matices de una vida con espinas que rasgan el relato y afloran a través de su voz.
La tonada y la crónica minuciosa nos ubican en un paisaje de influjo guaraní. Un machete le asegura defensa, aunque no parece necesitar protección. De movimientos rápidos y precisos, ajusta su instinto y en un instante captura el peligro que acecha entre las ramas. Sin perder ese sentido del humor mordaz que a veces nace de la fatalidad, nos mira, nos habla y nos deslumbra. Pregunta: “¿quién quiere comprar zapatos? Vos, reinita, que te veo la billetera abultada”. Los zapatos no se venden. ¿Qué le queda por vender? La música alegre del litoral, abrazo para sus penas.

La actriz y bailarina Gabriela Pastor moldeó este personaje y le pone cuerpo en el escenario. Nacida en Formosa, hija de maestrxs rurales, aprendió el idioma guaraní al escuchar a su madre y a su padre hablarlo con lxs alumnxs y también a través de sus abuelxs maternxs paraguayxs. “Paraguay tiene un encanto muy particular”, afirma ella. “El pueblo guaraní es guerrero, resistente y poderoso”.
El personaje de Perla apareció después de una experiencia frustrante: Gabriela fue convocada para participar en una película que iba a ser rodada en Paraguay y el director la excluyó por mensaje de whatsapp unos días antes de viajar a filmar. “Por suerte eso ya es anécdota. Gracias a ese dolor, a esa herida, escribí la obra. Me salvó y me sigue salvando”, cuenta orgullosa, ya que la obra viene girando desde hace años, pasando por teatros como Timbre 4 e incluyendo escala europea.
Las vivencias del territorio donde nació y creció, la lectura de los libros de Augusto Roa Bastos y la participación en el Laboratorio de creación I con el director, dramaturgo y docente Ricardo Bartis en el Teatro Nacional Cervantes en 2017 fueron algunos de los resortes que impulsaron Perla guaraní.
Acerca de la experiencia en el Laboratorio, Gabriela asegura que “fue un despliegue actoral enorme, una fuerza tan poderosa convocada en ese grupo de 35 actores y actrices en escena que terminó siendo La liebre y la tortuga” (una propuesta teatral presentada en el Centro de las Artes de la UNSAM). Los momentos fundantes de Perla aparecieron en ese Laboratorio. “Bartís nos pidió que pusiéramos en juego un material propio que nos prendiera fuego. Agarré un mapa viejo de América Latina y dos bolsas de zapatos, hice una pila y me subí encima: pronto estaba en ese territorio litoraleño, bajando por la ruta 11, describiendo ciudades y cantando fragmentos de canciones en guaraní”.
La obra en la que Gabriela se luce, que viene de España y también fue presentada en Asunción, está dirigida por Fabián Díaz, director, dramaturgo, actor y docente. Esta combinación de talentos más la participación del músico Juan Zuberman, quien con su guitarra aporta la cuota musical imprescindible para conectar con el territorio que propone la puesta, hacen de Perla guaraní una de las producciones más originales y destacadas de la escena actual.
Teatro Polonia, Fitz Roy 1475, CABA
Domingos 18 y 25 de mayo, 20 hs
Más info y entradas en @perlaguarani
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