Nota
La cara meteorológica del Imperio
Los gobiernos europeos lo consideran una epidemia, pero el calor se cocinó con otra receta: la mala salud pública del continente. Por eso, las víctimas son ancianos a los que a nadie interesa.
Cristina Civale, desde Italia/ Desde hace dos semanas las temperaturas queman los asfaltos de las tibias ciudades europeas. Londres pasó los 35 grados y sus habitantes, acostumbrados a efímeros cielos grises, se bañan sin prejuicios en las fuentes de las plazas públicas y toman sol en sus hermosos parques. Para ellos el calor es una bendición excepcional.
Otro calor es el que sufrieron -y siguen sufriendo- Francia, Italia y España. En Francia, el gobierno acaba de reconocer oficialmente que los muertos llegan a 3 mil y le ha dado la categoría de epidemia. En un solo día han contado mil muertos. En España e Italia no hay cifras oficiales pero el número de víctimas constituye una alarma tal que la culpa ya dejó ser de le endemoniada temperatura y tomó el verdadero color-calor de la situación. Los ministros de la salud echan la responsabilidad sobre las desgracias -muertos e incendios- a los intendentes respectivos y los intendentes respectivos devuelven la acusación con la ya vergonzosa argumentación de la falta de fondos. Milan y Torino son las ciudades más afectadas de Italia. Barcelona y Sevilla, las de España. Los Partidos Verdes respectivos de estos países piden las cabezas de los ministros de salud por desidia en sus funciones. Y los muertos caen como perros con rabia sin rabia dentro de sus casillas-hogares. Epidemia es una palabra cómoda porque descarga responsabilidades y habla de la magia convertida en maleficio. La madre naturaleza prostituida en una catástrofe.
Lo cierto es que los muertos de todos los países se encuentran entre los ancianos -la población que pasa los 70 años- y muestra la cara despiadada del capitalismo en cuanto a su política hacia aquéllos que llegaron a viejos sin la fortuna de haber hecho fortuna y cuentan sólo con sus pensiones titilantes y con ellos mismos, porque su descendencia está muy preocupada en lo que marcan los tiempos -hace dinero o estar de vacaciones- y ni un vaso de agua fresca para aquéllos que los ayudaron a crecer. Los vecinos ven la solidaridad como un acto impúdico y los servicios sociales se nutren de redes de voluntarios formadas mayormente por otros ancianos menos ancianos, también ahogados y sin recursos para saber a quién acudir ante una emergencia como la que estos días se vive en el continente.
Lo que queda claro en tiempos donde el calor se traduce en malhumor, desgano, fastidios, playas atestadas, equipos de aire acondicionado y ventiladores agotados, es que el imperio, donde no mate de hambre, mata con su avaricia que abarca todos los aspectos de la vida cotidiana. Lo que está sucediendo es una cuestión de salud pública y no de un «tiempo loco».
Si los ancianos muertos hubiesen contado con algún alma solidaria -instruida y remunerada para cuidar fielmente a sus viejos- la historia sería otra.
La catástrofe de los muertos parecen calcadas una de otra con una truculencia abismal y con una falta de imaginación que, de todos modos, da escalofríos. Una señora de 91 años fue encontrada muerta en su casa de Turín. Sus hijos estaban de vacaciones en Cerdeña, no tenía apuntado ni en la heladera ni en el teléfono los números de emergencia, no contaba con ninguna persona que pudiese echarle una mano. Una señora de 86 años vio como su marido de 82 se moría deshidratado ante sus ojos, cuando logró darse cuenta de lo que tenía que hacer-llamar al «pronto socorro»- ya era tarde, el suero que pudieron echarle a su marido no alcanzó para devolverle todo lo que había perdido y en pocos segundos murió ante sus ojos secos. Una pareja de ancianos sobrevivientes hasta hoy, en Sevilla, cuenta la metódica rutina de sus días calurosos: hacer las compras antes de las nueve de la mañana, tomar mucha agua, comer liviano y meterse en la cama a las siete de la tarde a mirar todos los noticieros con el ventilador a tres centímetros de la cara, inventándose la fábula de que desde la ventana les llega un viento fresco, atormentádose con la tele prendida hasta que la luz y el calor del día siguiente les vuelve a marcar su cuidadosa rutina. Las historia podrían intercambiarse cambiando el nombre de las ciudades. Trágicas y monótonas, vidas abandonadas a la mala leche de dios en el centro donde se acumula la mayor riqueza del imperio y también su mayor vergüenza: la muerte despiadada de quienes fueron sus pioneros. Un modo de vida hecho para matar. A los más débiles, sean quienes sean.
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Nota
Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar: