Nota
La imaginación desafiante
Palabras de Graciela Daleo para despedir a Horacio González, quien fuera su docente y compañero de aventuras en la Facultad de Sociología: “Horacio tenía un pensamiento no unidireccional, sino que se abría hacia todos lados. Al contrario de la imagen del intelectual clásico, era un tipo con muchísima imaginación. Tenía una imaginación desafiante. Fue un sembrador”. De la Juventud Peronista, Montoneros y Perón, a la mítica revista El ojo mocho. Su paso por la Biblioteca Nacional, Carta Abierta, y un texto que Graciela comparte para coronar el recuerdo: Saberes de pasillo, de González, texto nacido de una intervención en un pasillo de la Facultad de Sociología, en noviembre de 1993.
“Después de haber estado en la ESMA, después de plantearme en los 80 que era una peronista desencantada, y de pensar en los 90 que tenía una identidad política en transición, me anoté para retomar la carrera de Sociología. Ahí conocí personalmente a Horacio González: cursar con él fue una aventura“, cuenta Graciela Daleo, ex detenida desaparecida y una de las principales testigos en múltiples juicios sobre las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura. Graciela estaba particularmente afectada ante la noticia de la muerte de Horacio González. “Estamos en una época donde el dolor es doble. Una amputación doble. Porque te amputan un ser muy querido, y además eso ocurre sin que puedas apretarle la mano y decirle ‘chau, hasta pronto’”. Lo dice, y envía a lavaca Saberes de pasillo, que publicamos más abajo, un texto de González que permite conocer un modo de sentir y de pensar que generó no solo reconocimiento sino algo acaso más difícil: afecto. .
Las dos JP
Aclara Graciela que seguramente hay mucha gente que conoció a González mejor que ella, “pero lo que puedo decir es que a partir de aquellas clases de Pensamiento Social Latinoamericano me pasaba lo siguiente: no sé si siempre comprendía a fondo lo que decía, pero sentía en mi cabeza la imagen de esos relojes antiguos, cuando los engranajes empiezan a girar. Eso lograba Horaco conmigo. Me hacía funcionar la cabeza”. En esos tiempos, en todos los tiempos, semejante funcionamiento es un privilegio.
“Empecé la carrera de Sociología en los 70 y obviamente no la terminé. Me había anotado en los 90 a través de un amigo, y no me gustaba mucho tener a Horacio González como profesor porque con mi esquematismo tradicional recordaba que en 1974 él se había ido con la JP (Juventud Peronista) y Montoneros Lealtad, que habían roto con los que quedamos en la organización. Así que venía con esa imagen”. Se refiere a una separación, en la Juventud Peronista, de quienes retomaron la idea de la lealtad ante Juan Domingo Perón, distanciándose de las miradas cada vez más críticas y conflictivas con el líder, por parte de la llamada Tendencia Revolucionaria.
“Yo venía con esa imagen de González que no me gustaba, pero el esquematismo se fue desarmando y para mí conocerlo fue muy importante. No fue lo mismo haberlo conocido: ha hecho mucho por mi vida, por mi cabeza, por mis engranajes”.
Como profesor, en aquella materia González propuso hacer una revista sin contentarse solamente con exponer, tomar exámenes y otras burocracias universitarias. “Planteó que los trabajos los publicásemos y al tiempo apareció el nombre: El ojo mocho, que poco después se se convirtió en una publicación cada vez más sustanciosa, pero siempre con compañeros maravillosos como María Pía López y Eduardo Rinesi, entre tantos”. Graciela y Horacio no hablaron nunca sobre aquellos sismos y cismas de los 70. Dejaron sedimentar el pasado para pensar en tiempo presente.
Bayer, González: política de la generosidad
En El ojo mocho estaban los trabajos de López, Rinesi, Daleo y también los de Christian Ferrer, o las entrevistas a Juan Carlos Portantiero, Alcira Argumedo, Oscar Landi o Emilio de Ipola, además de los artículos, ensayos, reflexiones o como cada quien prefiera llamarlos del propio Horacio González. Una biodiversidad mental que confirmaba lo que recuerda Graciela: “Horacio tenía un pensamiento no unidireccional, sino que se abría hacia todos lados. Al contrario de la imagen del intelectual clásico, era un tipo con muchísima imaginación”, dice Graciela en una oración memorable. “Tenía una imaginación desafiante. Por eso saltó lo académico y propuso crear una revista. Fue un sembrador”.
El contexto era de menemismo puro y duro: “Mi relación con esa cátedra se cortó porque me tuve que ir de nuevo al exilio en noviembre de 1990”. Graciela fue la única persona que rechazó en términos jurídicos los indultos menemistas que la incluían (al igual que a militantes, a las conducciones de las organizaciones armadas, y a jerarcas militares). “Me reabrieron una causa y me fui a Uruguay para no ir a la cárcel”. En Uruguay justamente se reencontró con Horacio González. “Allí son tan antiperonistas que me puse de nuevo a reivindicar al peronismo. En una reunión Horaco me dijo: ‘en Argentina nadie defiende así al peronismo’”.
Ya de vuelta en la Argentina Graciela se transformó en motor de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras. “Horacio vino muchas veces, con una enorme generosidad. Era parecido a Osvaldo Bayer en ese sentido, esa disposición, ese entusiasmo, la generosidad y esa capacidad para compartir. Lo conocí hace 31 años, y tengo hoy la misma sensación” dice Graciela, que aclara: “en estos casos empezamos a tener problemas con los verbos, para usar el presente o el pasado”.
Pulóver bordó con pelotitas
La imagen: “Lo que hizo en la Biblioteca Nacional fue maravilloso. Como correctora, me tocó trabajar justamente con textos de la Biblioteca entre los que había libros del propio Horacio, que para mí era un sacrilegio tener que corregir. Pero las veces que lo vi en esos años se me ensanchaba el corazón al notar algo. Siempre me da miedo de que los compañeros que pasan a ocupar cargos en el Estado se la crean. Él no era así. Nunca dejaba de ser quien era. No se creía el gran funcionario. Era un laburante que se ocupó de todo. Me lo imagino siempre con su pulóver bordó, escote en V, lleno de pelotitas. No con un traje de Armani”.
La conmoción de la noticia: “Me hace pensar que quedamos cada vez más huérfanos. Orfandad de quienes son parte de nuestro mundo, de mis contemporáneos. La paradoja es que vi morir a mis pares cuando teníamos 20 o 25 años. Los mataron las dictaduras, las opresiones. Ahora estamos en otra edad de morir. Y aunque uno sabe eso, estoy en edad, de todos modos no deja de sorprender y de doler una noticia así. Por eso de no poder despedirnos”.
Desde que González fue internado, Daleo se acercó nuevamente a sus libros, a sus novelas. “Es alguien que nunca le rehuyó a conflicto, incluso dentro de Carta Abierta (el espacio de intelectuales kirchneristas que funcionó hasta 2019). Era cualquier cosa menos obsecuente. Su cabeza analítica con esa mezcla de intelectual y militante, que a la vez venía de ser un muchacho de barrio. Su origen es ese, y de ahí llegó a filósofo, sociólogo, con esa cabeza crítica que ayudó tanto a pensar. No sé si hay mucha gente de la que se pueda decir eso”.
Graciela envía luego un trabajo de Horacio González, nacido de una intervención en un pasillo de la Facultad de Sociología, en noviembre de 1993. Saberes de pasillo, que publicamos para confirmar de qué modo Horacio era capaz de mover los engranajes con palabras, con actos y con generosidad.
Saberes de pasillo
Por Horacio González
Alguna vez empleé la expresión “saberes de pasillo”. No recuerdo bien. Creo que era en los pasillos de la Facultad de Sociología, si mal no recuerdo, cuando estábamos en la Ciudad Universitaria. Eran pasillos mucho más aireados, mucho más grandes, y uno podría suponer que los saberes de esos pasillos se podrían homologar al tamaño de los mismos. No sé si era así. Los pasillos de la Ciudad Universitaria de Nuñez estaban pensados por un arquitecto que efectivamente había supuesto el placer ampuloso de transitar por ellos. Estaban concebidos como amplias sendas de comunicación interna de la gran caja que es la Ciudad Universitaria. De modo que esos pasillos, que tenían una alta resonancia espacial, impedían fijar bien los afiches, creo que no se prestaban para el milenario arte del graffiti. Recuerdo antes otra Facultad, en la memoria edilicia de las Facultades que contuvieron el nombre retintineante de “Sociología”. Si yo tuviera que decir hoy qué es la sociología, para mí son tres o cuatro edificios. No son muchas más cosas. Me parece que hay un placer en recordar edificios como libros, sobre todo cuando tenemos una memoria habitacional que podemos hojear o leer como si cada estancia arquitectónica fuese un capítulo diferente. Recuerdo Viamonte 430, que es el primer edificio de mi memoria universitaria. ¡Esos sí que eran pasillos! Efectivamente, eran los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras, construidos a principios de siglo. Allí, hace más de treinta años, comenzó esta carrera de Sociología. Había una vieja escalera de madera; había un patio andaluz; había azulejos que sin ninguna dificultad me los imagino también de neto cuño hispánico; flores ya marchitas, alguna vez habría habido algún jardinero…
La Facultad de Filosofía y Letras se había fundado en 1896. El mismo año en que fue creada la de Agronomía, tal como lo recuerda un sarcástico escritor argentino: Ezequiel Martínez Estrada, que pensaba con el malhumor. En realidad, una persona así es impagable; uno quisiera tener algún pariente, algún tío, cuyo pensamiento surja de una especie de órgano interno que fuera algo así como el malhumor pero no convertido en una sensación sino en un órgano tan consistente como el hígado o el corazón. Solo un malhumorado podía recordar que el destino de la filosofía en este país iba a ser un destino irreal, paralelo a una vieja ocupación que la iba a derrotar y que se iba a convertir, por más proyectos que se hicieran, en la ocupación efectiva para la cual el país estaba destinado: las artes agropecuarias. La filosofía, esa otra cultura, nunca iba a superar a la Facultad de Agronomía. Martínez Estrada pensó que esta Facultad era inútil, y que la Facultad de Agronomía –que tampoco servia para nada– era útil pero en un país que no servia para nada. ¡Estos pensamientos son terribles! Eso sí es ser un malhumorado, pero no serlo ocasionalmente, es serlo siempre y hacer del malhumor un órgano pensante. ¡Formidables personas! Uno quisiera conocerlas, quisiera que nunca se hubieran ido de la Argentina. En realidad, son aquellos que están destinados a cargar con toda la incomodidad de que cuando los escuchemos pensemos que son profetas. ¡Por suerte fracasados! Los pasillos de la vieja Facultad de Filosofía y Letras tenían dos o tres canales rápidos de circulación cuando apareció Sociología; uno iba directo al bar Moderno, que estaba en la calle Viamonte, otro iba directo al bar llamado “El Coto” –hay una carnicería ahora en la Calle Viamonte, pero no tiene nada que ver. El nombre de “El Coto” era una abreviatura de su afanoso nombre en francés: “Bar Cote de Azur”. El otro canal nos llevaba a dar vuelta a la esquina para introducirnos en el edificio que se llamaba –y se sigue llamando– “Cadellada”, que estaba en Florida y Viamonte donde funcionaba el anexo de Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras. Porque la Sociología siempre fue el incómodo anexo de Filosofía y Letras. Había que construir más pasillos, había que anexar más oficinas, había que construir boxes, pero sobre todo había que aguantar profesores que hablaban un idioma insoportable para los viejos filósofos. El pasillo de la Sociología era efectivamente algo que no podían tolerar los viejos filósofos y los viejos historiadores de la Facultad que se tuvieron que acostumbrar a un hecho que ocurrió apenas dos veces en el país, en momentos de afloramiento de la crisis social. Cuando eso ocurrió en la Argentina, sociólogos fueron rectores. La Sociología, por más mediocre que fuera, traía rumores urbanos, justamente por haber construido pasillos invisibles en la Facultad, que iban a bares, que iban a otros edificios que debían anexarse, que contribuían a arruinar un poco más aquel patio andaluz donde se había sentado Borges. Borges odiaba que hubiera sociólogos en su Facultad, donde quería enseñar Shakespeare, y el inglés antiguo, pero al mismo tiempo tan revolucionariamente, digámoslo así, que se negaba a tomar exámenes, se negaba a considerarse un profesor y se negaba a crear cualquier vínculo entre profesor y alumno. No sé si eso es la cúspide del pensamiento conservador aliada a la cúspide del pensamiento revolucionario. Pero lo cierto es que la sociología solo en dos oportunidades, en ciertas brechas, la del ‘73 y la del ‘83, dio rectores. No sé si esto puede ser el último elogio que se puede hacer de una ciencia que no sabe justificarse a sí misma. De una ciencia que ha perdido la capacidad de extrañamiento y de autoconciencia como para poder pensar en lo que hace.
Había otros pasillos que eran las organizaciones armadas argentinas. Era el otro pasillo con el que se comunicaba sociología. Era un pasillo invisible donde se rendía un examen muy riguroso. El examen era el examen de las armas. El examen era el examen de la disciplina. Eran todos los exámenes que conocemos reconcentrados en poderes que son quizás, a pesar de que los terminamos justificando y nos vemos envueltos en ellos, muy terribles, porque son poderes que nosotros creamos. Creo que hay cosquillas incomodas en el poder que creamos cuando fundamos algo; es muy difícil tolerar las situaciones que se producen por nuestro arbitrio, o por lo menos mucho más difícil que si lo encontramos hecho. Cuando el poder lo encontramos hecho y somos convidados ya está naturalizado, y más en lo que era la vieja Argentina de aquella Facultad de Filosofía y Letras, una vieja democracia muy rutinaria y que por lo tanto aceptaba en su mecanismo muchos alumnos nuevos. Aceptaba algo absurdo: que los infusos aspirantes a sociólogos nos hiciéramos alumnos de esa Facultad, quizás con la secreta confianza de que también leyéramos una revista como Cuestiones de Filosofía, que dirigía un joven llamado Eliseo Verón, o que alcanzáramos a leer una revista que había circulado alguna vez pero que algunos aún tenían en sus manos y revisaban, la revista Contorno, que hacían los hermanos Viñas. De este modo, los sociólogos cumplían a la vez un papel revulsivo, democratizador, plebeyo y con muchos más pasillos invisibles, con algunos saberes que desdeñaban o no sabían que existían aquellos viejos filósofos. Y sin embargo la sociología estaba destinada a ser ese saber, cuya mediocridad había merecido el dictamen desaprobatorio de Martínez Estrada y que con justeza la consideraba también un saber menor.
Por alguna razón estamos circulando permanentemente alrededor de un saber menor cuya propia enunciación, “sociología”, es una enunciación que recuerda todas las farmacopeas, los encasillamientos y anaqueles de las trastiendas de pequeños gabinetes de insidiosas investigaciones clasificatorias. Muchos años después, ciertas grillas clasificatorias se siguen llamando “boxes”, muchos años después profesores siguen repitiendo ciertos esquemas de clasificación. ¿Por qué razón seguimos alrededor de un saber cuya enunciación misma nos recuerda su pasado vinculado a la historia del hospital, a la historia de la clasificación de las personas, a la historia del mando y de la orden en el ejército? Por alguna razón que tiene que ver con la cantidad de pasillos que ha sabido recorrer una ciencia, que se decía ciencia y que al mismo tiempo tenía esa vertiginosidad. Ernesto Villanueva, muy joven y en esa brecha del año 1973, sociólogo, fue rector y en la brecha que se correspondió con el año 1983 otro sociólogo fue rector, esta vez quizás menos ilusionado respecto a la capacidad compulsiva que tenía ese conocimiento terminado en “ía”. En “logía”. No es lo mismo que Medicina, no termina en “logía”. No es lo mismo que farmacia. Sí es lo mismo que Odontología, un saber que termina en logía, cercano a los que terminan en nomos, como Agronomía. Hay algunos que se conforman con su “logía”, su “nomía” y sin embargo es notable la diferencia, y me da la impresión que es Medicina la que contiene la mayor cantidad de posibilidades de que disponemos para pensar al mismo tiempo un edificio, una profesión, un conjunto de saberes y las incisiones sobre el cuerpo humano. Y su nombre, sin embargo, no alude ni al “nomos” ni al “logos”.
Ninguna Facultad logra en todos sus planos reconocer su propia aventura de conocimiento. Para esa Facultad, con tener graduados, basta. Porque los graduados están en laboratorios, hospitales, y al mismo tiempo, originan ciertos saberes en la sociedad que son saberes muy perdurables; basta escuchar a Favaloro, a Matera. Son de algún modo los que resumen una cierta novelística preservativa de una sociedad que tiene que ver con Medicina, con la forma en que se abren cadáveres, con la forma en que se considera al cuerpo, contiene esa parte más ancestral del saber que es curar a alguien a través de ciertas manipulaciones y conjuros. Lo más odioso y lo más esperado por muchas personas que solo tienen esa última esperanza: que se les manipule el cuerpo como curación. Volviendo a los pasillos: Viamonte 430 tenía todos sus pasillos invisibles en una Facultad de una arquitectura antigua, neoclásica afrancesada. Hoy lo podemos ver claramente. No era un edificio hospitalario, no era como éste de Marcelo T. de Alvear, que era una vieja maternidad, no era un edificio de departamentos, de oficinas de la calle Florida, que en la expansión de las Facultades la gente lo va ocupando en la ilusión de pertenecer a la misma facultad; esa fue una ilusión que gobernó la vida de Sociología durante bastante tiempo: pertenecer a una Facultad. Esa fue la ilusión del sociólogo. ¿A qué Facultad?: a una que se llamaba de Filosofía y Letras, que es un nombre genial. En realidad tiene una “y”, junta todo y no junta nada. Están las letras que es como decir literatura, el habla, la escritura, y esta la filosofía, que es decir todo y al mismo tiempo decir muy poco, si escuchamos a los profesores de Filosofía y Letras. Toda esa añoranza, de tener una Facultad a la cual pertenecía sin gustarle, convivía al mismo tiempo con el hecho de Sociología como una segunda alma, la conciencia política de esas facultades, solicitada en los momentos en que aparecían las brechas en el terreno histórico. El sociólogo era aquel que estaba escribiendo la historia, a veces invisible, de las organizaciones políticas, de las organizaciones sociales y de las formas de dominio en la sociedad argentina. Esta fue la primera gran ocupación de la sociología; no es verdad que la sociología surge en la Argentina pensada en los términos científicos que prometió Germani. Surge como la oscura crónica de una revolución que escurría cualquier definición.
La obra de Germani se hace inevitable e inesperadamente interesante hacia el final: es la obra de un gran pesimista, muy parecido a Martínez Estrada, al cual había combatido pero junto con el cual, irónicamente podemos afirmarlo ahora, había fundado la sociología en Argentina. Germani sufrió un gran disgusto, y por eso termina siendo tan pesimista como aquellos textos contra los cuales quiso fundar una carrera. Terminó igual, porque la sociología era la vasta y persistente ansiedad irrealizada por el poder de las personas. Esto no lo podemos ocultar de ningún modo. Por eso me da la impresión de que hay una cierta reluctancia a examinar el examen, a pensar el parcial, a pensar la fotocopia, a pensar las fotocopiadoras, a pensar de qué modo leemos. Es una incomprensible incomodidad relacionada con la imposibilidad de aceptar el oscuro y frustrado origen de la Sociología. Una incomodidad que nos obliga a preguntarnos si está bien que construyamos tantos metalenguajes, tantos presuntos conocimientos sobre aquellos conocimientos que queremos encarar, porque nos coloca en la difícil situación de las personas que continuamente piensan sobre lo que hacen. No es éste el caso del que no le gustaría actuar, del que no le gustaría la acción directa, del que no quiere comprometerse con lo que el saber tiene de rústico, de irreflexivo y por lo tanto de inmediato y productivo. La sociología que se hizo contra Germani, que a su vez la había hecho contra Martínez Estrada, es una sociología que se hizo muy rústica: habló los idiomas del poder, los reprodujo, los sigue reproduciendo. Escuchar a los profesores de sociología hoy resulta realmente interesantísimo, porque la mayoría de ellos produce un espectáculo conmovedor. Me incluiría. Producimos el espectáculo de que mereceríamos ser más leídos, más atentamente estudiados. En realidad, somos el testimonio museístico de los lenguajes que se usan para ocupar el poder. Sólo que a muchos de nosotros eso nos obliga a poner en práctica técnicas que no conocemos, fracasos seguramente escritos a los que no nos queremos arriesgar, a impedimentos que obturarían esa otra vocación que seguramente tenemos: la vocación de que no hay que impedir ninguna acción. Es la vocación de examinar lo que hacemos, examinar el examen, pensar que la crítica no tiene fin, fatigar a los alumnos con una larga cadena de observaciones sobre las observaciones, y preguntarnos permanentemente por el presente, de modo tal de desnaturalizarlo o desarmarlo. Un profesor así, que puede cuestionar una fotocopia, o un conjunto de fotocopias, nos está quitando las rutinas más obtusas que tiene la Universidad, pero al mismo tiempo produce cierta libertad del saber que no corta nuestra vida, no nos imposibilita ser libres, no nos impide establecer todo tipo de vínculos y no nos imposibilita acceder a los pasillos invisibles que recorren la Facultad hacia otros destinos.
Entonces, los pasillos de esta Facultad que siguieron recorriendo aquellos que no se preguntaban qué fotocopias usaban, qué saberes citaban, de qué autores se consideraban el emisario virreinal en un país como Argentina, que es un país sin filosofía y con ciencias sociales, un país de lectores agudos y creativos. Pero seguramente desde José Ingenieros y el propio Martínez Estrada –quizás Germani, no sé si agregar a José Aricó– muy poco es lo que se ha desarrollado en términos de un pensamiento que podríamos decir respira de algún modo la historia de los edificios por los que atravesamos. Lo que estamos haciendo hoy no respira, no sólo porque los edificios se tornan cada vez más arquitectónicamente irrespirables sino porque los pasillos invisibles están demasiado obturados, no sabemos qué otros pasillos construir con la historia, con la política y los compromisos autoexaminadores de la universidad.
Después de la Facultad de Viamonte 430 me tocó ir en el año 1964 a la calle Independencia, donde hoy está Psicología. Ese fue el segundo paso que yo di, y es el segundo paso de toda la Facultad de Filosofía y Letras, porque siempre había estado en Viamonte 430. Por eso Ernesto Laclau le dedica su último libro a un edificio, donde dice que “todo empezo”. Dedicar un libro a un edificio también significa dedicárselo a ciertos libros, a ciertas revistas, a ciertas personas, a ciertas discusiones y ciertos bares, y a ciertas librerías. Quiero mencionar una de ellas: la librería Verbum, que estaba justo enfrente de la Facultad. Era una de esas librerías antiguas de Buenos Aires que tenía en la pared las fotos dedicadas al dueño de todos los poetas y escritores de aquel momento. Decir Viamonte al 400, donde hoy está la Universidad, era decir la historia de ciertas revistas, de ciertas resistencias, era pronunciar ciertos nombres malditos, era decir Oscar Masotta, era decir –sin duda– los hermanos Viñas, y era decir –de algún modo– lo que podría haber sido el terreno de experimentación de lo que fue el futuro de la Facultad de Ciencias Sociales en la Argentina hasta hoy. En esa Facultad hicimos una primera huelga en contra de todas las metodologías “empiristas” en ciencias sociales. Hay una conocida ironía de las personas, por la cual no hacen más que combatirse a sí mismas. En esa huelga tuvo un papel preponderante, según recuerdo, Heriberto Muraro, que hoy emplea justamente todas esas metodologías. Ahora bien: ¿esta facultad estudia la política, estudia la sociedad? No, me parece que no. Hace algo que es interesante también: hablar del mismo modo a como habla la política en esta sociedad. Eso es interesante. ¿A eso puede llamárselo, exclusivamente, construcción del conocimiento, ese concepto pomposo que a veces se usa? No, no creo que se lo pueda llamar exactamente construcción del conocimiento. Parece un conocimiento muy especular, muy atado, reproducción empírica del habla real política, una pequeña garantía respecto a los poderes circulantes en la Argentina, porque al final aquí se habla en ese idioma homólogo al del poder real. Entonces, ofrece garantías. Hay canales, hay pasillos que no son ya invisibles, porque son pasillos de homologación de redes sociales reales. Puede surgir en esta clase, puede dar la vuelta y entrar en el Instituto de la Facultad. Puede salir del Instituto e ir a otro instituto de investigación; puede pasar menos por los bares, quizás, donde se tejen las ya escasas utopías de la política argentina. Finalmente, puede construir aquello que Argentina nunca tuvo: un destino de sociólogo profesional. En Argentina nunca hubo sociólogos profesionales. Por eso creo que es crucial esta discusión sobre si esta Facultad da definitivamente el paso hacia la construcción del sociólogo profesional en la Argentina. Es cierto que hay colegios de graduados, que efectivamente el tema preocupa a muchas personas, que forma parte de la angustia vocacional y política de muchos, es una inquietud que no se puede disfrazar de ningún modo. Efectivamente, esta es una Facultad muy lacerada por diferencias irreversibles en el cuerpo profesional, que si bien no impiden armar una lista electoral única sí impedirían pensar que habría un monolítico cuerpo profesoral, una ciencia unificada, homogénea, con una historia enteramente asumida y con realizaciones comprobables. No sucede así, lo cual –en mi opinión– hace las cosas mucho más interesantes. Porque recuerdo el sabor de los viejos pasillos, de los viejos saberes de pasillo que conducen en Argentina a las formas del conocimiento. Un conocimiento que, sin dejar de autointerrogarse, representa la forma más terrible del conocimiento (aristotélicamente, diríamos “más ereccionante”). Se confunde mucho con la pasividad, por eso es muy sutil, y al mismo tiempo no sólo no impide sino que los paneles corredizos que deja ese saber hacia la real política argentina son muchísimos.
Bueno, ya pasé a Independencia, Independencia al 3000, 3065, las direcciones se pueden recordar como uno recuerda las de su casa y de los lugares donde estuvo más tiempo: Viamonte 430, Independencia 3065… Era un viejo convento, no había sido construido como una Facultad. La Facultad de Filosofía y Letras, y Sociología, que se entromete en ella en los años ‘60, estaba en un edificio que había sido construido en 1903. Y ahora –estamos en los fines de la década del ‘60– la Carrera de Sociología estaba en un convento. Cuando entrábamos nos reíamos, porque todavía estaba en la puerta el nombre de las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús. Y estuvo mucho tiempo, hasta que al final alguien lo sacó. No sé qué celador, qué bedel prudente limó el nombre grabado en cemento de relieve, que siguió por mucho tiempo declarando la presencia del orden monástico en ese reducto de revolucionarios. Ese edificio había perdido su destino. En los años ‘60 tenía la carga de ser la Facultad de Filosofía y Letras, donde todos fuimos, con Borges. Borges fue con su Swedenborg o su Shakespeare, e insistió en no tomar examen a sus alumnos, y nosotros –que éramos los que tomábamos examen– inventábamos formas de tomar examen en las que se notaba inmediatamente el afán político que nos movía. No sé si hoy lo deberíamos hacer así; creo que ya no lo hacemos así. Y tampoco sé si hoy, pensándolo retrospectivamente, habría que suponer que eso estuvo bien. Pero nos llevaba a convertir el examen tomado en una Facultad en un acto político, y a la ciencia en un lugar en el que se daban cita todas las contradicciones de una sociedad. ¿Teníamos derecho a hacer tal cosa? Yo, que lo recuerdo con nostalgia pero también con angustia, recuerdo los exámenes que tomábamos. Eran actos panfletarios, de deliberación y compromiso político. Eran actos por los que rondaban las estampas de Mao Tse Tung, de Perón, del Che Guevara, de Lenin, de las organizaciones guerrilleras, ¿teníamos derecho a hacerlo? Ignoro si lo teníamos… yo lo hice; otras personas no lo hicieron. Los que no lo hacían percibían con mucha claridad; una claridad que no les debo envidiar, porque esa claridad de alguna manera los privaba del arrebatamiento de la época. Habría que diferenciar los motivos epistemológicos de los motivos políticos, los compromisos académicos de los compromisos políticos. Extendida hasta las últimas consecuencias, esa diferenciación da como resultado esta ambigua Facultad de Ciencias Sociales.
Creo que resulta muy difícil recordarnos allá por los años ‘60. Los que pasamos esos años y que en aquel momento pensamos la alegría de escribir artículos en revistas políticas, creo que hoy los consideraríamos órdenes de captura contra nuestro propio presente. En realidad, uno no sabe realmente si el pasado de los que tuvimos alguna actividad en los años ‘60 nos impediría este presente tan distinto, o si este presente es tan balsámico que nos impide preocuparnos por aquel pasado que ya todos nos disculparon. Yo no sé bien cuál es el pasado biográfico que podría adjudicarme, pero tampoco sé si colectivamente se lo puede adjudicar a la Facultad y a sus pasillos. La Facultad, en Independencia 3065, era un gran hall, muchos de ustedes lo conocen, en el barrio de Boedo. En los años ‘20 había habido una gran polémica: Boedo y Florida. Bueno, la Facultad no la recordó, porque la Facultad tenía otros pasillos, ya había mucha guerrilla. Ya los exámenes estaban muy politizados. Había una escalera muy angosta, que provocaba aglomeraciones. Esa escalera todavía no se ha modificado, es una escalera que servía para las monjitas; pero los estudiantes de sociología, de psicología, de historia, también usaban esa escalera. Y lo hacían de una manera espectacularmente “hablativa”, digamos. Muy narrativa, como sucede en las escaleras de esta misma Facultad: hay mucha narración política. Del primero al quinto piso se pueden leer, aquí, historias alucinantes. Historias de este país y de otros países verdaderamente remotos.
Aquella Facultad tenía dos entradas, una por la calle Urquiza y otra por Independencia. Esto era muy útil en momentos de ocupación de la facultad, cuando la cercaba la policía. Había también muchos bares antiguos, la vieja Unión Ferroviaria, el cine Unión, el bar Unión. El barrio se mantenía tal cual como en los años ‘30, cuando la Unión Ferroviaria había construido un magnífico edificio, un art-decó, revolucionario para el movimiento sindical de aquel entonces. Ese viejo edificio de la Unión Ferroviaria, que aún se conserva, alojó a la primera gran CGT que hubo en Argentina antes de que el peronismo construyera la actual, con el edificio de líneas racionalistas en la calle Azopardo. El gran edificio sindical de la Unión Ferroviaria marcaba el ritmo del barrio: el gran cine del barrio se llamaba Unión, y estaba en el mismo edificio que la Unión Ferroviaria, y el único bar importante del barrio también se llamaba Unión. En el otro bar, que se llamaba Buenos Aires, recuerdo que una de sus mesitas era una máquina de coser que la dueña del bar modificó y puso ahí. Los 5000 alumnos de Sociología y Psicología, hordas fanáticas y famélicas, que buscaban a sus padres primitivos, Freud y Durkheim, arrasaron con todo eso. Arrasaron con la memoria ferroviario del barrio y con el bar Buenos Aires, y crearon los bares Sócrates, Platón, Prospectiva, Perspectiva, Proyección, Introyección, Retroversión. Apareció un bar Boliche y otro Bowling. Los nombres se iban mezclando; el bar Buenos Aires se siguió llamando así, pero inmediatamente todas sus mesas se modificaron. Bueno, no tan inmediatamente; me parece que sus dueños conservadores querían aprovechar la oportunidad pero sin embargo la máquina de coser seguía allí. Ahora quien vea el bar Buenos Aires puede percibir el impacto que causó la Facultad. Fue un impacto con pasillos aeroespaciales. La Facultad estaba comunicada con el pasado y con el presente del país: los pasillos eran mucho más que aquellos grandes cartelones que se colgaban en el hall de la Facultad. Los carteles eran enormes porque así lo permitían las grandes dimensiones del patio central. Se hacían carteles tan pero tan grandes que tapaban la visión. Hasta tal punto que, si me disculpan, puedo contar una anécdota. El decano de aquel momento era José Luis Romero, que para mí fue el último gran decano que tuvo esta Universidad, es decir, el último gran profesor que se animó a cumplir tareas administrativas. Así que yo lo recuerdo con mucho cariño. Un buen día Romero amenazó con renunciar si no se sacaban los cartelones que impedían caminar por los pasillos de la Facultad. Aquellos eran años en los que no se podía hacer otra cosa más que pegar grandes cartelones. Y efectivamente renunció. Nadie creyó que fuera a renunciar de verdad, pero renunció. Recuerdo una noche terrible, en que hicimos un viaje arltiano a Adrogué, él vivía en Adrogué, para pedirle a José Luis Romero que por favor no renunciara, que no íbamos a pegar más carteles hasta determinada altura, que íbamos a dejar veinte centímetros para la comunicación de Bedelía, en fin… La cuestión es que José Luis Romero dijo que no, “no vuelvo más a esa facultad”, y efectivamente no volvió más. Cuando volvíamos en el viejo tren, a las dos de la mañana, después que nos endilgó una filípica moralista-laica, y una especie de historia social de la Argentina que terminaba en el peronismo, pero que comenzaba muy lejos (por eso salimos a las dos de la mañana.), Daniel Hopen, que era el delegado estudiantil de la Facultad, y que había sucedido a Marcos Schlaster en esa entidad que se llamaba Delegación Estudiantil, comentó algo, con esa especie de desesperación que tenía Daniel Hopen: “que le vamos a hacer, es un viejo socialista”. Porque Daniel Hopen fue un gran dirigente político, un gran orador, quizás el último gran orador de la vida universitaria argentina, uno de los grandes oradores trotskistas, uno de los cadáveres argentinos sin memoria, porque no veo que salga nunca en los recordatorios de Página/12, en fin, por eso esta noche lo quiero recordar acá, por lo menos como un gran orador, era también un gran trotskista, aunque hoy no sabría definir muy bien qué es un gran trotskista. Pero algo cierto es que un gran trotskista era un gran orador: siempre que hablaba lo hacía por veinte minutos, media hora, y ponía el mundo en sus manos. Efectivamente, antes de la televisión había una escuela de la oratoria, que también pasó por esta Facultad y se perdió con estos nombres, con estos grandes nombres, que hacían política –creo– para poder hablar, para poder subirse a una escalera y endilgar un gran discurso. Me parece que allí se hacia notorio el gran placer de la oratoria, donde se unía cierta vocación universalista y cósmica del trotskismo. Pero había algo que Daniel Hopen no entendió de Romero en esa noche terrible, cuando Romero –el viejo socialista laico– dijo que no. Open, el gran orador trotskista, que le fue a pedir “tácticamente” que no renunciara, salió diciendo aquello de que era un viejo socialista. Muchas veces tuvimos que decir eso de nuestros viejos profesores: “viejos socialistas”. Si hoy José Luis Romero dirigiera esta Facultad, sería un ultraizquierdista.
Bueno, los pasillos obligaron nuevamente. Voy a recorrer más rápidamente los pasillos que faltan, del convento al hospital, al Hospital de Clínicas demolido. Otra vez un edificio que no nos pertenecía. En el Hospital de Clínicas hubo tiroteos, esa parte de la historia se me pierde, porque yo ya no estaba, pero escuchaba los tiroteos. Yo estaba en la Facultad de enfrente en esos momentos. Para mí era mi vieja Facultad, la facultad donde me había recibido, donde había desarrollado mis compromisos políticos, esa facultad donde entonces escuchaba tiroteos. Los tiroteos sonaban en el lugar donde estaba el viejo Hospital de Clínicas, que no podemos considerar que no fuera fruto de un gran momento edilicio y político de la Argentina. Ahí están los viejos bustos que hoy podemos ver en esa plaza. Los bustos no los tiraron abajo, son de los prohombres de la medicina, que ponían audaces inyecciones o descubrían el veneno de las víboras. La iglesia también quedó. Y al mismo tiempo, es una parte de la memoria de la sociología argentina la que transcurrió ahí sin saber que secretamente enlazaba con los verdaderos fundadores médicos de esta disciplina, sin duda, un Ramos Mejía. Luego hubo que ir a Derecho, y luego al edificio que se compartía con Arquitectura. Visitantes, trashumantes, expulsados, marginales, errantes… Es una historia de edificios, de viajes, de trenes nocturnos, de grandes figuras de la política, de la oratoria, de grandes dramas políticos, de grandes guerrilleros argentinos. Una gran historia en un lugar donde no hay un gran saber. Eso, de algún modo, no deja de ser interesante. El saber es pobre, pero las historias calcan como esos instrumentos que se venden en las calles, con un espejito, que sirven para calcar de un lado a otro, el dibujo de la historia política argentina. Me parece que eso no debe desdeñarse en el momento de contar la historia política, pedagógica y académica de la facultad, o de la carrera. Porque además no se sabe bien qué es. Es un producto inoportuno, que nace maldito, que no tiene clara conciencia de sus potencialidades, que no sabe estrictamente cuáles son sus dimensiones científicas, que origina un profesionalismo que no está en condiciones de atender todos los compromisos de vida que esta facultad originó. Entonces, cuando en este edificio recorremos los pasillos de la Facultad, efectivamente podemos festejar los saberes de pasillo que son rebeldes, ese lugar donde se pegan carteles, aunque las agrupaciones estudiantiles ahora pegan muchos carteles en las aulas. Ese es un indicio de debilidad. Es un indicio de debilidad porque creo que es en los pasillos donde se construyen las verdaderas alternativas. Las agrupaciones estudiantiles que antes entraban raudas y podían sentirse disputando el poder al profesor, que intimidado concedía que hablaran; hoy son mucho más cautelosos para pedir la palabra al profesor cuando entran con sus volantes. Y de algún modo suponen que el pasillo es de nadie, es un lugar inhóspito, neutro, donde se camina rápidamente por las escaleras. Incluso ahora no prohíben tomar el ascensor, de modo que puede perderse la fabulosa narración política que cuentan los pasillos, este mercado de propaganda electoral, pero también estos pasillos donde cualquier mercachifle hace su publicidad porque hay un público y hay un mercado, hay publicidad de revistas, de viajes a Miami con descuento, no hay ninguna publicidad microscópica ni macroscópica que se deje de hacer en los pasillos de esta facultad. Cuando la publicidad política entra en el aula señala una debilidad del movimiento estudiantil. He ahí el lugar donde el movimiento estudiantil dice: ¡pero no leen los carteles! Este estudiante que pasa sin leerlos es el que tenemos que descubrir, interceptar, en el lugar donde está recogido, o en el lugar donde finalmente encuentra su realización: en el misterio del aula. Porque el aula es misteriosa. Me parece que es el lugar donde se reproduce la más vieja escena del drama del conocimiento: el hablar, el refutar, el neutralizar, el salir puteando en silencio. Son todas figuras del conocimiento que dudosamente vayan a desaparecer nunca, por más grabadores que haya en las aulas. Aún cuando las aulas terminen siendo como los bancos, con cámaras filmadoras que comuniquen con su terminal en el despacho del decano, quien –como en los aeropuertos– vea simultáneamente todo lo que se está diciendo en cincuenta clases al mismo tiempo. Un método muy recomendable para volver loco a cualquiera, no solamente a los decanos. Aunque se hiciera ese panóptico de la facultad, creo que la vieja idea de un escritorio, de una clase y de los profesores que hablan es casi indestructible. Digamos que tienen el mismo valor que las Confesiones de San Agustín, de la Crítica de la razón pura de Kant, del 18 Brumario de Marx o de la Operación Masacre de Walsh. Aún seguimos pensando en esos términos. No sé si decir que mientras haya profesores dispuestos a invocar esos nombres, aunque sea mal, la vieja comedia del conocimiento se va a seguir realizando. En ese lugar es, entonces, donde la relación de la clase con el pasillo es no sólo indispensable sino que es una guerra permanente. El estudiante que entra….lo imagino así porque yo entré así a interrumpir clases de profesores. Alguna vez me atreví a interrumpírsela a Borges, y salí mal parado, porque Borges –el cuchillero– salió a enfrentar a lo que en aquel momento tímidamente representábamos: el movimiento estudiantil. Hoy los profesores no enfrentan a un movimiento estudiantil, porque no lo ven hostil. El movimiento estudiantil debe tener hostilidades, diría, conceptuales. Sería preciso un movimiento estudiantil que reflexionara sobre sí mismo, que se cuidara de renovar el lenguaje, porque así se convertiría en el lugar efectivo de la reflexión política en la universidad. Pero finalmente está como todos, a la espera de que ocurra lo peor y sin azuzar su autorreflexión. Es el movimiento estudiantil que ve sólo territorial y tácticamente a la facultad, que la percibe como lugar de acumulación de poder, como ocupación de espacios, de territorios, etcétera. Ahora el movimiento estudiantil habla como los profesores que hablan como los políticos, que hablan en términos de un silenciamiento de los estudiantes que ellos fueron en los años ‘60, obligados a rechazarlos como aquel secreto tesoro que de algún modo podían contener o rememorar. O incluso lo digo mal: muchos recuerdan aquel tesoro porque al final es una forma de destacar muy galantemente que no está mal que las épocas cambien a las personas; yo pienso lo mismo. Y finalmente, con mayor o menor elegancia, podemos recordar a los estudiantes que fuimos en aquellos años, que a su vez reproducen como reflejo de un espejo muy fiel, a los del movimiento estudiantil de hoy, que están anunciando a los futuros diputados y senadores, a los futuros ocupadores de espacios, futuros acumuladores de poder.
Bueno, pero es deber del movimiento estudiantil, es deber de los profesores y de una facultad neutralizar esa historia por lo menos en un punto: en el punto donde de vez en cuando –no sé si siempre– debe declarar como lugar absolutamente indispensable el lugar de la autorreflexión, el del autoreconocimiento, de la gratuidad del conocimiento y del hecho de que debe cesar el intercambio para que haya saber. El lugar donde se hace algo por nada. Pero ese nada es por algo también, como decía Marcel Mauss. Ese algo viene con la historia, viene con otro tipo de recompensas, con ciertas fórmulas de la amistad, con ciertos huecos que se crean en lo social cuando hacemos esto, que se retribuyen, ya sea cuando los de arriba nos dicen que somos unos boludos, ya sea suponiendo que esto puede ser un recuerdo interesantísimo en la memoria de quienes hayamos participado en un acontecimiento como éste, por ejemplo, el de hoy. Entonces, la posibilidad de suponer que el pasillo, que nos molesta, puesto que el aula está sonoramente encapsulada a las 9 de la noche entre los que pasan con su murmullo inacabable –son los que vienen de reírse del profesor de la hora anterior– y los colectivos de las líneas 39, 152, 12… Tendríamos que enorgullecernos, son las líneas de colectivos más importantes del país las que pasan por acá, cargando miles y miles de pasajeros a los que no les interesan para nada nuestras historias, y que por supuesto tampoco quisieran ser responsables –ni aún involuntarios– del ruido vital que causan superponiéndose con nuestros conceptos fundamentales.
Bien, también yo veo esto como parte de una lucha que por supuesto me molesta, pero no sería un ecologista más de nuestra facultad. De todos estos itinerarios, de esta historia edilicia, de la vieja Facultad de Filosofía y Letras, con su patio andaluz, conventos, hospitales, de esos inenarrables edificios del desarrollismo de los años ‘50 y ‘60 como la Ciudad Universitaria de Nuñez, de esta carrera a la que nadie quiere, quizás nosotros seamos los últimos enamorados equívocos de esta Facultad. Porque la maltratamos, decimos que la sociología así como está es un saber que tiene muy poco que ofrecer y que ofrecernos, y a pesar de todo, la persistencia con la cual seguimos viniendo acaso se debe a que querríamos leer una historia en los cinco pisos que atravesamos, una gran narración política en el pasillo. Creo que es por eso que seguimos viniendo, aún los más jóvenes, y por eso quisiera evitar hablar como un viejo conocedor de pasillos y festejador de las inscripciones y grafitis en los baños, que son como verdades ocultas pero secretos a voces. Venimos porque alguien creó esos vacíos, esos apellidos de la extraña inmigración argentina que pasaron por esta Facultad y que formaron parte de un largo encadenamiento de pensamientos irrealizados, como éstos que estamos haciendo ahora. Quizás lo que nos convoque, lo que nos mueve a seguir en esta facultad y en esta carrera que tanto criticamos, es que –impropia como es, incapacitada de pensarse a sí misma– de algún modo nos recuerda todo aquello que involuntariamente pasó por ella, como si fuera un papel vegetal, algo que imprime involuntariamente todo lo que se le pega. Y eso sí lo hizo bien. Esta Facultad coleccionó grandes vidas y grandes pensamientos, y lo sigue haciendo. Es un lugar que cuando clasifica lo hace mal, pero cuando colecciona lo hace con partes muy vitales de la historia política y de la historia del conocimiento en la Argentina. Sigue siendo un compromiso que nos gusta, a pesar de que para decir que nos gusta tengamos que hacer todos estos malabares de pasillo y crear todas estas alternativas tan fatigosas, que suponen decir que no nos gusta. Así, si se entiende esta paradoja, creo que puede entenderse el secreto fundamental de lo que hacemos.
Nota
Septiembre en Mu Trinchera Boutique
Obras de teatro, música, comida rica, dos ceremonias especiales, y una propuesta para las infancias: este septiembre te esperamos en nuestro espacio (Riobamba 143, CABA) con todas estas propuestas. Recordá que si sos suscriptor, tenés descuentos.
Sábado 7 de septiembre, 20.30hs
TERROR DE ARRABAL
Tres barrios porteños, tres leyendas urbanas y la pesadilla de una inquilina en busca de hogar. Terror de Arrabal es un unipersonal de narración oral que recorre leyendas urbanas de la Ciudad de Buenos Aires en el camino de una inquilina que mudanza tras mudanza no para de chocar con lo paranormal.
Entradas por Alternativa Teatral
Domingo 8 de septiembre, de 13 a 17 hs
PACHA URBANA
Una ceremonia para testimoniar la vida y celebrar el placer del encuentro colectivo.
Un ritual para nutrir el cuerpo y el alma, con el escenario urbano de fondo, con nuestros pies sobre el territorio que nos cobija.
Empanadas salteñas, bebidas, DJ y fiesta: todo incluído.
Anfitriona y cocinera: Carla Morales Ríos
Musica en vivo y DJ: Big Mama Laboratorio
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Sábado 14 de septiembre, 20 hs
NENA GORDA
Un biodrama que surge de la convicción de que una herida personal es un interesante y genuino punto de partida para la creación. En éste caso, el foco está anclado en lo más íntimo y a la vez universal: el cuerpo propio y la mirada de los otros sobre él.
Regresar, a través de sus objetos, al cuarto de la infancia; aquel sitio que alberga aún el recuerdo, las memorias, los deseos de otros proyectados sobre nosotros.
Una foto. Una pequeña bailarina clásica llamativamente gorda es el disparador para preguntarnos ¿Qué tiene que cambiar para que el cuerpo de una niña sea suficiente?
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Domingo 15 de septiembre, 18 hs
MARYTA DE HUMAHUACA
KILLA RAYMI (la Fiesta de la Luna)
Maryta de Humahuaca, cantora indígena, jujeña, llega a Buenos Aires para presentar sus nuevas canciones en una ceremonia con artistas invitadas.
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Viernes 20 de septiembre, 21 hs.
Maca Mona Mu
Nos invita a recibir la Primavera
presentando su disco Ruca.
Canciones enhebradas a través del elemento fuego para iluminar, abrigar, cocinar y encender nuestros sentidos.
La voz de Maca Mona Mu narra emociones íntimas que exponen la nueva sensibilidad de esta época.
Sábado 21 de septiembre, 20.30 hs
SER EVA, por Eva Basterra Seoane
Textos y canciones para no olvidar, el arte para testimoniar y celebrar la vida.
La Eva artista, la que se rebela, la que se entrega, la lucha, la que grita, la que muerde, la que sueña, la que vive.
Un encuentro mensual, con una invitada especial en cada ocasión. En esta oportunidad: Graciela Daleo, docente, investigadora, sobreviviente de la ESMA.
Eva es escritora, cantora, murguera, feminista, hija de Víctor Basterra y Laura Seoane, sobrevivientes de la ESMA. El testimonio de Victor fue crucial en el Juicio a las Juntas Militares, inmortalizado en un texto de Jorge Luis Borges.
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Domingo 22 de septiembre, 16 hs
FESTIVAL MOSTRES E INFANCIAS
¡Primer Festival para Infancias libres y Todo Tipo de Familias, porque deseamos que crezcan en toda su diversidad!
Habrá:
-Ronda de Lectura con hadas travas madrinas: Susy Shock, Luz Ventura, Eugi
-Juegos participativos y Juegos cooperativos: Amarella y Amarellita.
-Talleres organizados por la Editorial Muchas Nueces.
-Música en vivo: La Banda de les Mostres, Susy Shock, Sofia Dieguez, Lelé Música, Amarella, Mika De Frankfurt, ¡y más amigues!
Entradas por Alternativa Teatral
Nota
Diez años después: comienza el juicio por el femicidio de Nancy Fernández
Comienza este martes el juicio por el asesinato de Nancy Fernández que se extenderá entre el 3 y el 6 de septiembre en el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 7 de San Isidro. Por Anabella Arrascaeta.
Nancy tenía 36 años cuando el 2 de mayo de 2014 fue encontrada en su casa semidesnuda, violada y asfixiada. Venía reclamando justicia por su hija, Micaela Fernández (14), que un año antes había sido secuestrada, violada y asesinada (ambas en la foto de portada). Sin embargo, se caratuló el caso de Micaela como suicidio. El acusado es Juan Carlos Corvalán, conocido narco de la zona. Nancy y Micaela eran parte de la comunidad qom Yecthakay, de Tigre.
Esta historia, situada en el Municipio de Tigre, se teje entre muertes e impunidades. El crimen de Micaela Fernández fue caratulado como suicidio, y sigue impune. Este martes comienza entonces el juicio por el asesinato de su madre, Nancy Fernández, que se extenderá hasta el viernes 6 de septiembre en el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 7 de San Isidro. Hay un solo imputado por el femicidio: Juan Carlos Corvalán, narco de la zona.
El entramado detrás de estas muertes sigue aún sin visibilizarse.
Nancy Fernández, de la comunidad qom del Tigre. La asesinaron porque seguía denunciando que el caso de su hija Micaela no había sido un suicidio, sino un asesinato (Foto de Canal Abierto)
Los crímenes
En 2013, cuando Micaela Fernández desapareció, su madre Nancy fue a la Comisaría 6ª de Talar pero no le quisieron tomar la denuncia; había sido secuestrada y violada por varios hombres. Cuando su hija apareció días después, con golpes, cortes en la cara y el pelo cortado, Nancy insistió en denunciar lo sucedido y otra vez volvieron a negarle ese derecho. En una entrevista con la TV Pública, Nancy reveló que la policía la llevó a la comisaria, donde la ataron y golpearon. Cuenta Nancy en el video: “India de mierda, me dijeron, te callás la boca, no vas a hablar vos”.
El 17 de febrero de 2013 Micaela apareció asesinada en la casa de Dante “Pato” Cenizo. Tenía un tiro en la cabeza. La investigación de su muerte estuvo a cargo del fiscal Diego Molina Pico, de la Fiscalía de El Talar, que a los pocos meses archivó la causa caratulada como suicidio. Dante “Pato” Cenizo solo estuvo preso por venta de drogas.
Un año después, mientras Nancy, reclamaba justicia y denunciaba la complicidad policial en la trama, la encontraron en su casa semidesnuda, violada y asfixiada. Ahora, diez años después, su muerte llega a Tribunales.
El reclamo de justicia
Nancy y su familia son parte de la comunidad Qom Yecthakay del partido de Tigre. Micaela tenía una hermana: Lisette Fernández, que tenía 12 años cuando asesinaron a su hermana, y 13 cuando asesinaron a su mamá. Cuando cumplió la mayoría de edad tomó el reclamo de justicia y se rodeó de las organizaciones que desde el territorio acompañan los reclamos por los femicidios locales.
La misma red que acompaña por ejemplo el reclamo de justicia por Luna Ortiz (asesinada en 2017 cuando tenía 19 años) estará presente en los Tribunales acompañando a Lisette.
“Es importante el acompañamiento porque es una causa fuerte. Esta red de mafia territorial se creía que al matar a Nancy y al morir su abuelo Eugenio de tristeza, Lisette no iba a hacer nada por su corta edad, pero cuando cumplió los 19 años decidió salir como particular damnificada, y es importante levantar junto a ella el pedido de justicia”, dice a lavaca Marisa Rodríguez, mamá de Luna Ortiz y miembro de la red que acompaña el pedido de justicia por Nancy y Micaela.
Marisa Rodríguez, la mamá de Luna Ortiz, junto a Lisette, hija de Nancy y hermana de Micaela que retomó el reclamo de justicia ante la audiencia que comenzará este martes 3.
Esa red garantiza por ejemplo que durante esta semana Lisette tenga cómo trasladarse al juicio, y se quede a dormir cerca de Tribunales. También organiza que la joven tenga la comida para la semana y las actividades de acompañamiento que sucederán en la calle mientras el proceso transcurre, además del claro apoyo y contención.
El juicio marca la posibilidad de empezar a desarmar el entramado de impunidad. Un primer paso en un largo camino que se inicia por juzgar como femicidio el crimen de Nancy, y que después pueda dar lugar a lo que todavía no se hizo increíblemente: vincular la muerte de Nancy con el crimen de su hija Micaela, y poder poner luz en la trama de responsabilidades y complicidades que mantuvieron durante 10 años sus femicidios sin justicia.
Nota
Talento eterno
Ricardo Talento –actor, director, dramaturgo y docente, fundador del Circuito Cultural Barracas y uno de los principales impulsores del teatro comunitario– se “mudó de casa”, como dicen las Madres de Plaza de Mayo cuando alguna de ellas parte hacia otras dimensiones. El recuerdo de Luis Zarranz, periodista, escritor y autor de del libro Actores Sociales, de Lavaca Editora: una investigación, descripción y guía sobre una experiencia de una profundidad única en el mundo, con Ricardo Talento como uno de sus emblemas. En esa obra Luis explica el rol del teatro comunitario en la reconstrucción del tejido social tras la dictadura, hasta el presente. Y en esta nota cuenta sus batallas, sus conceptos, lo que fue capaz de crear con la mirada siempre puesta en lo grupal. Su debate tanto con el liberalismo como con el progresismo sobre lo que significa el arte como producción social y autogestiva. La definición de la palabra “talento” que le falta a los diccionarios. El retrato de un imprescindible que supo combinar alegría, entusiasmo y comunidad.
Por Luis Zarranz
(foto de portada publicada por la Asociación Argentina de Actores y Actrices)
Ricardo Talento tuvo un apellido que le calzaba justo. Su virtud no estaba solo en su capacidad actoral o dramaturga sino en algo más trascendental y difícil de hallar: la potencia para generar proyectos artísticos comunitarios a lo largo y ancho del país.
En ningún lugar de eso que llamamos mundo existe algo similar –en términos de extensión, recorrido, articulación, transformación y hecho cultural– como el teatro comunitario argentino. ¿Qué es? Teatro de y para vecinos y vecinas. En nuestro país, más de sesenta grupos conforman una red nacional de enorme vitalidad en la que se fusionan conceptos tales como comunidad, arte, identidad, celebración, autogestión y juego: todo como parte de una unidad teatral.
Sin embargo, lo que hace más interesante aún al teatro comunitario es la generosidad fundacional con la que creció. Y es precisamente ahí donde emerge la figura de Talento junto con la de Adhemar Bianchi como directores de los dos primeros grupos del país: fueron ellos quienes durante los días aciagos del 2001 salieron por los barrios a propalar el encuentro de vecinos a través del arte, lo que permitió que surgieran diversos grupos hasta en los lugares más inimaginables del país.
Eso es Talento.
A partir de ese impulso, en pueblos de no más de seiscientos habitantes, por ejemplo, comenzaron a surgir grupos de teatro comunitario en los que participaba buena parte de la comunidad: la vieja estación de tren abandonada pasaba ser un escenario para una función, lxs vecinxs contaban ellxs mismxs la historia del lugar, es decir su historia.
Talento vio allí el hecho cultural en toda su dimensión transformadora.
Antes, mucho antes, en la década del setenta había participado en el Centro de Cultura Nacional José Podestá, en el grupo La Podestá y en el Grupo de Teatro Cumpa. En 1987 comenzó a dirigir al grupo de teatreros Los Calandracas. Finalmente, en 1996, en plena sobredosis menemista, fundó el Circuito Cultural Barracas y, junto a Adhemar, creó “El Fulgor Argentino Club Social y Deportivo”, la gran obra del primer grupo de teatro comunitario, Catalinas Sur de La Boca, hermano mayor del Circuito de Barracas.
Imagen de la actual versión de El fulgor argentino, espectáculo organizado y creado en1996 por Ricardo Talento y Adhemar Bianchi, cuyo éxito lo renueva año año. Foto Lina Etchesuri
Pero todo el párrafo anterior engendra un error: nada de lo que haya hecho Talento podría conjugarse en singular. Sus iniciativas siempre propiciaron el encuentro con el/la otro/a para, a partir de allí, crear proyectos de índole grupal.
Su nombre y apellido nunca fueron un nombre propio sino sustantivos colectivos. Por eso le preocupaba tanto combatir la aparente capacidad individual de un artista. Ese fue su verdadero arte: dialogar con la época para transformarla en comunidad: “Creemos que el arte es un derecho de todos. El mundo liberal creó la figura del artista como para decir que están los que se permiten desarrollar su actividad y tienen un don. Están diciendo que otros no lo tienen. Y, además, que se trata exclusivamente de una producción personal. Es un nefasto concepto liberal y hay otro del progresismo: la idea del arte como herramienta, como una utilidad. Nosotros creemos que en sí es transformador”.
Eso es Talento.
Así, en 2001, bajo su dirección, el Circuito Cultural Barracas parió una de sus emblemáticas obras: El casamiento de Anita y Mirko. Un casamiento como una excusa para generar un espacio de encuentro, intercambio y diversión que amortiguara la crisis neoliberal que, como un tsunami, arrasaba con todo. La fórmula que crearon lxs vecinxs fue medicina para curar el agobio, la desesperación y el desencuentro. Y fue también un éxito teatral que lleva veinte años ininterrumpidos de funciones agotadas sábado tras sábado, con más de 70 vecinxs actores en escena.
El Casamiento de Anita y Mirco, obra y experiencia emblemática del Circuito Cultural Barracas desde 2001, otra muestra de la capacidad de Ricardo para reunir lo social y lo artístico y hacer una fiesta (literal y divertidísima) que comparten y actúan con el público más de 70 vecinas y vecinos del barrio. Foto Lina Etchesuri para lavaca .
Hace un tiempo, en una charla para una nota de lavaca, Talento me dijo: “En todo estos años cambió el clima político y el social, pero sigue esa necesidad de jugar, aunque sea por dos horas, a que no tenemos paranoia el uno del otro. En el fondo, el Casamiento es una ficción: ficcionamos que nos conocemos, que nos podemos divertir juntos, que podemos compartir una mesa sin que nos conozcamos. No es poca cosa”.
Eso es Talento.
Más Talento: “El teatro es la última ceremonia humana que le queda al ser humano. Cuando la comunidad la toma, vuelve a darle encarnadura, sentido. Porque a veces el teatro se vuelve una ceremonia hueca, no de comunicación sino de exhibición: de habilidades, de construcciones artísticas. Una de las cosas por la cual el teatro comunitario tiene tanta repercusión en el público es porque al tomarlo la comunidad vuelve a tener sentido esta ceremonia celebrativa. El vecino produce con otro vecino, que es el espectador: hay empatía y todos juntos estamos participando de un hecho colectivo”.
Así, con esas pócimas, Talento supo dialogar y protagonizar su tiempo: con otros/as: “Creatividad significa cómo puede imaginarse uno de otra manera, cómo puede modificar el entorno y puede construir política. Estás desarrollando prácticas a nivel comunitario, de construcción política, partiendo de la posibilidad de imaginar de otra manera. Y ejercerla, además, porque no es que lo decís teóricamente y después te vas a tu casa solo. No, lo estás ejerciendo todo el día en la práctica, con otros”.
Cómplices y compinches. Adhemar Bianchi y Ricardo Talento, creadores de espacios de encuentro, intercambio y diversión para escaparle a la desesperación y los desencuentros. Foto LAVACA
Pocas veces palabra y acción se sintieron tan a gusto: eso sí es Talento.
Otra vez, cuando participó del Foro Social de Porto Alegre puso en discusión la frase “Otro mundo es posible”, leiv motiv de esos encuentros. Talento planteó dos cosas: primero que nada iba a ser posible si no éramos capaces de imaginarlo. Y, segundo, que no había que plantear otro mundo posible sino este, el de aquí y ahora, el que se manifiesta en el más político de los ámbitos: el cotidiano.
Eso es Talento.
Hay personas que dejan una huella tan imborrable de su paso por el mundo que resulta imposible mencionarlos en pasado, su tiempo es tan actual que siempre están en presente: eso es también es Talento. Y, por eso mismo, siempre están y estarán vivas: cada vez que un grupo de teatro comunitario se junte, cada vez que empiece una función, cada vez que surja otro grupo más, Ricardo Talento estará ahí, como parte inescindible de esa acción.
La Real Academia Española, que poco sabe del mundo real, admite tres definiciones de “talento”: “1) inteligencia (capacidad de entender). 2) aptitud (capacidad para el desempeño de algo). 3) Persona inteligente o apta para determinada ocupación”.
Le falta la más trascendental de las definiciones: “Talento: sustantivo colectivo teatral y comunitario”.
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