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Trabajadores de otra clase: las nuevas cooperativas obreras

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Unión y Fuerza es la más consolidada de estas nuevas cooperativas. Hace dos años, sus integrantes estaban debajo de un puente, suspendidos por un empresario-modelo del modelo. Tomaron la fábrica y, tras una larga resistencia, lograron ponerla a producir. Hoy, es una empresa metalúrgica líder del mercado interno de fabricación de caños. Y sus integrantes, en asamblea, decidieron trabajar el 1º de Mayo. En esta nota cuentan qué significa el costo patronal y cuáles fueron las claves para recuperar la planta, el trabajo, y el futuro.

Había un dilema:

-¿Qué hacemos el 1º de Mayo? ¿Trabajamos o no? Nos reunimos en asamblea, se conversó, y la mayoría votó por venir a trabajar para ponernos al día con la producción.

Así lo explica Roberto Salcedo, que antes era el electricista de la metalúrgica Gyp Metal, y ahora es el presidente de Unión y Fuerza, la cooperativa que logró expropiar esa fábrica a la patronal tras un conflicto de seis meses que incluyó la toma de la planta.

Se trata de la primera fábrica recuperada en un proceso que en los últimos dos años alcanzó a decenas de empresas y resulta todo un símbolo de los contrasentidos y las potencialidades que atraviesan a ese jeroglífico llamado Argentina.

Hoy son 54 miembros de la cooperativa, tienen a 30 personas más contratadas (elegidas entre familiares y allegados), y ganan lo suficientemente bien con la producción de caños de cobre y bronce como para que les resulte poco elegante reconocerlo en público, en medio del marasmo económico argentino.

Salcedo guiña un ojo y susurra: «No decimos cuánto cobramos para que no se enteren nuestras mujeres».

Todos ganan lo mismo. La cooperativa no es del viejo estilo, con módulos jeráquicos, sino absolutamente igualitaria. Otra diferencia es la horizontalidad: la asamblea toma las decisiones importantes, que el consejo de administración aplica.

Los obreros se hicieron cargo de la gerenciación (con perdón de la palabra), aplicando sentido común: los mecánicos y operarios metalúrgicos no hicieron masters en administración ni leyeron a Peter Drucker, parece. Sin embargo lograron sanear y hacer eficiente y rentable a una empresa que estaba en quiebra pese al cúmulo de ingenieros, analistas y contadores que había antes. Descubrieron, de paso, que el cáncer de la fábrica no era el costo laboral (latiguillo neoliberal típico de estas décadas), ni la crisis (latiguillo patronal), sino el costo empresarial.

El 18 de agosto del año 2000 estos señores, que hoy recorren en overol las oficinas de dirección, estaban bajo un puente, en Avellaneda, a media cuadra de la fábrica, a punto de sumarse a la muchedumbre de obreros desocupados de esta era.

Pero allí tomaron una decisión.

«Decidimos ocupar la fábrica para reclamar los salarios que nos debían, y defender los puestos de trabajo» explica Salcedo. Habían recibido los telegramas de suspensión, y la empresa estaba en quiebra: «Tomamos la empresa. Engañamos al portero diciendo que nos habíamos olvidado cosas adentro. Había policía en la puerta. Pero cuando abrieron la puerta pusimos el pie, nos metimos, y no nos sacaron más».

Poco después descubrieron que ese mismo portero era uno de los testaferros que figuraban como dueños de la empresa.

La maniobra

¿Cuál era la maniobra? Son tres pasos sumamente creativos.

  • Gyp Metal era propiedad del señor Beto Wulfman (su nombre de pila ha quedado en el olvido). Describe Salcedo: «Se ve que quiso ganar plata fácil endeudándose. Había 4 millones de dólares de deuda. La empresa entró en concurso de acreedores, y él pidió autorización al juez para vender la planta, para evitar la quiebra. Lo autorizan, y simula una venta al portero. El portero era un indigente, dormía en un cuartito de dos metos por uno y medio, y Wulfman encima le cobraba por dejarlo vivir ahí, y si no firmaba como testaferro lo echaba».
  • Concretada la falsa venta se le dijo al juez que la empresa se mudaba a otro local. Fue otra farsa: «En un garaje alquilado pusieron dos máquinas viejas y un inodoro que no tenía agua ni nada, lo apoyaron sobre la tierra, para engañar al síndico», narra Salcedo. De ese modo, cuando Wulfman pidiera la quiebra, lo que iban a rematar eran las máquinas viejas y el inodoro, mientras él se quedaba con la fábrica original a nombre del portero.
  • La fábrica reabriría luego con otro nombre, sin deuda, sin quiebra, con el empresario enriquecido y con todas las posibilidades de comenzar nuevamente esa ronda.

El fraude se intentó con tanta naturalidad e impunidad, que al ocupar la planta (supuestamente vendida y trasladada al predio del inodoro seco) los obreros encontraron que todo el grupo directivo había dejado allí sus objetos personales, anteojos, calculadoras, agendas, sabiendo que un par de días después volverían a ocupar los mismos escritorios. Explica Salcedo.

«Al grupo gerencial no lo echaban. Nos despedían a nosotros que quedábamos sin los salarios adeudados, las vacaciones, el aguinaldo. Además así tampoco pagaron impuestos, proveedores, juicios, aportes jubilatorios, teléfono, luz, nada». Todo iba a la quiebra que se saldaría con la venta de las máquinas viejas y el inodoro. La empresa con otro nombre empezaba desde cero.

Aquel 18 de agosto la decisión de los obreros cambió ese circuito.

«Nosotros sabíamos que era una fábrica que podía ser rentable pero que había sido manejada por una persona inescrupulosa», dice Salcedo. Comenzaron la resistencia dentro de la planta. Hicieron colectas en las universidades, recorrían juzgados, municipios y ministerios buscando una solución. La Iglesia aportó comida.

La idea

Pero la sola resistencia tiene un límite, si no cuenta además con un proyecto que la canalice hacia algún lado. Ellos querían reabrir la fábrica, pero un abogado de la Unión Obrera Metalúrgica les explicó que eso iba a resultar imposible. Recuerda Salcedo: «Nos dijo que nos teníamos que ir a casa, y olvidarnos de cobrar algo porque con la quiebra no había salida alguna. Nos dijo que tampoco íbamos a poder ponerla en marcha, aunque lo intentáramos, porque si el patrón con todo su aparato de profesionales y con su experiencia, había ido a la quiebra ¿qué iba a cambiar con 50 obreros sin ninguna experiencia? No tienen capital, no tienen nada, nos explicaron. No es que no tenían voluntad, porque la UOM nos ayudaba. Lo que no tenían era la idea de que algo podía hacerse».

El otro contacto que habían sostenido recorriendo el Concejo Delibertante de Avellaneda era con la concejal Liliana Caro. Su marido, Luis Caro, era estudiante de derecho. Liliana propuso que Luis se reuniera con ellos, para analizar si había alguna alternativa a esa muerte anunciada.

Había. La idea clave fue la de propiciar una expropiación por ley provincial, temporal, en defensa de un bien público: una fábrica quebrada, puestos de empleo, producción. El estudiante de Derecho detectó una solución que los políticos los funcionarios del Estado y los sindicatos nunca habían aprovechado.

Los legisladores provinciales vieron con simpatía este tipo de acción (que les permitía la sensación -infrecuente- de ser genuinamente útiles). Un enigma: en una expropiación, hay que pagarle al dueño. ¿Quién lo haría? La situación quedó momentáneamente salvada al concretarse la expropiación temporal. Otra idea del estudiante de Derecho. Los obreros, de todos modos, asumieron un riesgo que así recuerda Salcedo: «Pensamos que ya veríamos quién pagaría el valor de la fábrica, pero mientras tanto salíamos a trabajar con dos objetivos: poder vivir de nuestro trabajo, e ir capitalizándonos para comprar nosotros mismos la fábrica».

La organización: obreros empresarios

Un primer problema fue cómo organizar la cooperativa. Durante un tiempo, uno de los integrantes ofició simultáneamente como mandamás, tesorero y factótum, hasta que se observó que esa delegación de poder funcionaba mal: «En la asamblea los compañeros decían: ¿por qué hiciste tal cosa? ¿por qué no consultaste tal otra? No era desconfianza personal hacia él, sino que a nadie lo convencía eso de que uno solo tomara las decisiones». El problema no era la persona, sino el mecanismo. Se decidió cambiar el consejo de administración. Y en lugar de que el consejo tomara decisiones para luego dar cuenta a la asamblea, se invirtió el método: comenzó a decidirse en conjunto para que luego el consejo actuase. Conflicto superado.

Un segundo problema ya se los habían anunciado: no tenían capital para comenzar. Ellos consideraban que la fábrica podía ser rentable, y tal suposición se confirmó cuando, apenas se hicieron cargo, aparecieron gerentes de bancos ofreciendo préstamos para reiniciar el trabajo.

Contra lo que hubiera aconsejado cualquier gurú de la economía y las finanzas, Unión y Fuerza rechazó tales ofrecimientos.

Explica Salcedo: «Hay muchas empresas que aceptan esos créditos, y al final terminan siendo de los bancos. ¿O no?».

Reaparecieron además los clientes de la fábrica, ofreciéndoles a los obreros poner el dinero a cambio de asociarse a la empresa. También rechazaron esas tentaciones: «Si para los tipos era un negocio poner dinero y quedar como socios, ¿por qué no intentar hacer las cosas nosotros mismos?».

Optaron por mantener su autonomía, invertir parte del seguro de desempleo que habían cobrado al ser despedidos, y compraron un crisol con un documento de la Municipalidad de Avellaneda a 60 días, que ellos devolvieron a los 30 días, ya que pagaron el crisol con recursos genuinos de ese primer mes de trabajo.

Con los clientes aceptaron el siguiente trato: que les aportaran la materia prima, la cooperativa fabricaría los caños, y cobraría sólo el valor agregado de la mano de obra.

Salcedo sintetiza: «Así fue que nos recuperamos sin un mango de nadie».

¿Cómo hicieron estos señores (ninguno con título universitario y la gran mayoría sin siquiera título secundario) para administrar, gerenciar, comercializar y llevar adelante nada menos que una fábrica entera en medio de la complejidad actual del mercado, la economía y las finanzas? Sostiene Salcedo:

-Quisimos hacer una economía bien de almacenero. Nada complicado. Se compra esto, se vende esto, queda tanto, se acabó. Primero hicimos una evaluación del mercado.

-¿Los ayudó algún contador, algún especialista?

-No, lo hacían los muchachos, obreros, trafiladores, mecánicos. Lo primero fue definir ¿a qué precio salimos a vender? La idea fue buscar las boletas de luz, gas y demás del antiguo dueño. Sabíamos las toneladas que se fabricaban y los montos que se gastaban. Dividimos todo por kilo, y así supimos cuánto nos costaba cada kilo de caño elaborado. Sumamos cuánto éramos capaces de producir, y cuánto podríamos sacar cada uno de los miembros de la cooperativa, y así pusimos el precio, teniendo en cuenta el precio del mercado. La cuenta era muy sencilla, la hicieron los mismos obreros. Acá no hubo ingenieros…

-Analistas de costos…

-Ninguna de esas cosas. Cobrábamos, repartíamos si se podía, pero lo primero era pagar gas, luz y esas cosas para no tener deudas.

Los clientes volvieron. Uno de los casos más inesperados fue el de José Wulfman, hermano del anterior dueño de la fábrica: «Yo le compraba a mi hermano, pero si él no está más, yo no tengo ningún problema en comprarles a ustedes» explicó este señor, de la empresa Wellman de Haedo. Como él, todos los anteriores clientes decidieron seguir adelante con Unión y Fuerza.

El comienzo fue duro. Como obreros en relación de dependencia ganaban unos 600 pesos mensuales. La cooperativa comenzó repartiendo no más de 200 pesos «y a veces ni eso». Pero la sola acumulación de trabajo comenzó a variar el panorama. «Una parte de lo que cobrábamos lo poníamos para comprar materia prima, y así pudimos tener stock propio, y hacer el proceso de fabricación completa con nuestros propios recursos».

Las cuentas funcionaban bien. Descubrieron que una diferencia con la gestión anterior era el costo empresarial (pese a que ellos también habían sido víctimas de la letanía neoliberal según la cual las economías modernas no funcionan por el costo laboral).

El dueño de la empresa -relata Salcedo- se llevaba 25.000 pesos mensuales en los malos tiempos, o hasta 50.000 si lo creía necesario. Y había un grupo de jerarcas: «El ingeniero cobraba 6.000 pesos, y había otros seis o siete personajes que estaban en esa cifra. Y otros 15 que estarían en 3.500 o 4.000 pesos.»

El caso muestra la utilidad que tuvo tal burocracia-vip, que forma parte de ese vasto Kremlim gerencial del capitalismo moderno. «Y creo que nosotros estamos administrando todo mucho mejor y más organizadamente» razona Salcedo. «Antes no había cascos, o escaleras metálicas, guantes, pinzas. O compraban todo de la peor calidad. Ahora es al revés, y para colmo estamos comprando un horno más, haciendo mejoras, reinvirtiendo, las máquinas ya son nuestras porque las compramos, y estamos capitalizándonos por si tenemos que hacernos cargo de la compra definitiva de la planta».

Salcedo sabe que Wulfman, mientras tanto, no vivía abrumado. En pleno concurso y pedido de quiebra, compraba autos importados, le regaló un 0 kilómetro a uno de sus hijos y una moto a otro. «Tenía un flor de chalet que conocí una vez me hizo ir a arreglarle algo. Ahora fijate: ni siquiera tuvo la intención de pagarme por ese trabajo. Me lo sumó como un par de horas extras, con lo cual se te hacían monedas». Lo dice sin resentimiento, apenas como un trazo más del perfil del empresario.

Café, mate amargo y mercado interno

-Ahora que conoce los dos lados del trabajo, ¿qué diferencia a la parte administrativa de la de producción?

-Los obreros toman mate amargo, y los empleados de oficina café. Siempre hay esa diferencia y ese encono. Ahora descubrí que en la oficina tomás café no porque seas más fino, sino porque tenés poco tiempo y lugar para el mate. Te diría que el trabajo de oficina es más ingrato. Agarrás papeles en lugar de sopletes y herramientas, pero a la vez tenés otras responsabilidades, no tenés horario, estás expuesto a equivocarte.

Su principal conclusión, frente a otras fábricas que pasan por experiencias similares de encontrarse más o menos repentinamente ante el abismo es, en primer lugar, que nada se puede discutir si no se ingresó en la fábrica. «Si estás adentro podés pensar qué tipo de cooperativa, qué tipo de producción. Pero si estás afuera, no tenés cómo negociar».

Otra conclusión es que hay que superar el miedo: «Hay que romper muchos miedos, creer que no se puede estar al frente de una empresa como ésta. En realidad, se aprende. Y te queda la satisfacción de que lo estás haciendo para vos mismo».

Considera que por eso la actitud de los obreros también es muy distinta: «No es lo mismo cuando tenés a un supervisor mirándote por arriba del hombro, que cuando estás trabajando para tu propia empresa. Hay compañeros que aquí vienen a trabajar hasta enfermos. Si uno es vago, los mismos compañeros le van a decir que se ponga las pilas.»

Salcedo explica que actualmente la empresa produce entre 60 y 70 toneladas de caños, con lo que se constituye en la principal proveedora del mercado interno (los datos técnicos pueden conocerse accediendo a la página de Internet www.unionyfuerza.8k.com). Tienen pedidos de exportación a México por 150 toneladas, pero no dan abasto. «Y no queremos descuidar el mercado interno, aunque creo que podemos complementarlo con la exportación. Estamos estudiando la compra de más máquinas, pero todo lo vamos a hacer con tiempo y de acuerdo a cómo se resuelva lo de la expropiación». Allí tendrán que resolver si la capitalización que han ido logrando deben volcarla a pagar la expropiación definitiva de la fábrica, o si pueden disponer de esos fondos para seguir creciendo.

Por ahora, sólo saben que les conviene producir más dentro de lo posible. La planta trabaja 24 horas por día, en tres turnos, y no han querido que se les escape ni siquiera el 1º de Mayo. Fue una decisión que tomaron por mayoría, en asamblea, en el país del desempleo, la recesión y la desindustrialización, para seguir alejándose de un modelo ya pasado: el de la desunión sin fuerza.

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De la idea al audio: taller de creación de podcast 

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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

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Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.

Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Darío Santillán.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Maximiliano Kosteki

Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.

El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.

Siguen faltando los responsables políticos.

Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.   

Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.

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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

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Pablo Grillo
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83 días.

Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.

83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.

83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.

83 días y seis intervenciones quirúrgicas.

83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo. 

83 días hasta hoy. 

Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro. 

Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”. 

Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).

Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca. 

El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”. 

La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».

La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería. 

Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.

Esta es parte de la vida que no pudieron matar:

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