Nota
Tributo a Tato Bores
Los extraño juntos, por el mismo motivo y al mismo tiempo.
Generalmente cuando leo los diarios, cada la mañana, y me voy transfigurando en ese Tato perplejo que hacía zapping -incluso antes de que existiera el control remoto- con escenas rebanadas de la actualidad. Las observaba con los ojos abiertos como platos, conjurando -con ese solo gesto- tanto absurdo y sinrazón.
Extraño a ese Tato sin palabras.
No tengo ningún apego por sus monólogos, ni siquiera por su frase final, esa que que repitió mal un conductor de programas de chimes. Pero me imagino a Tato sentado al lado mío en ese momento, con su frac, su peluca y sus patines, mirando en la pantalla del televisor o leyendo en el diario que a las vacas las masticó no un marciano como afirmaba Chiche Gelblung, sino un roedor llamado el hocicudo rojo; que Nito Artaza fue el único orador en un acto donde diez mil personas reclamaban a los bancos que no roben; que el ejército más poderoso y mejor equipado del mundo confundió en Afganistán una boda con una batería antiaérea; que Daniel Hadad compró un canal de televisión y su socio es Fernando Sokolowicz; que una pareja de blancos tuvo mellizos negros. Estoy citando solo las noticias de hoy para que entiendan porque para mí esta realidad no puede producir ni carcajadas ni lágrimas, pero sí ese gesto de estupor con el que Tato lo explicaba todo.
Me puse a pensar, entonces, por qué Tato había logrado consolarnos durante tanto tiempo.
Y esbocé la siguiente teoría:
Tato representa a ese argentino promedio que no participa de esta lógica noticiosa. Es ajeno y, por lo tanto, no es responsable ni de lo que se cuenta ni de cómo se lo cuenta.
Inventó un formato -por decirlo con palabras de moda- para encarnarlo. Le puso frac no porque participase de ninguna fiesta, sino para vestirlo con un uniforme de combate atemporal, eterno. También para expresar su dignidad. El frac como un chaleco blindado contra esas faltas de respeto.
La peluca despeinada, en cambio, es el espejo de los impactos. La cicatriz de tantos manoseos. Los pelos de punta por una vida cotidiana vertiginosa y alterada.
El habano expresa el vicio, en el sentido que le da en su canción Charly García al término. Esa adicción al placer, a pesar de tanto sufrimiento y precisamente por ellos. Un toque de distinción, porque afortunamente somos distintos. Queremos vivir mejor, disfrutar incluso de esa vida, aún cuando para lograrlo estemos dispuestos a no estafar a nadie, a no mentir, a no coimear, pero sí a defendernos y reclamar si es necesario, porque la Máquina para Cortar Boludos está ahí -la inventamos nosotros- y para que no nos haga fetas es preciso demostrar que tenemos nuestra propia lista de cosas por las que vale la pena vivir.
Las de Tato quedaban claras al final de cada programa. En silencio, por supuesto, se servía una copa de champán, se reclinaba en un cómodo sillón, encendía su habano y entre las sombras un spot rescataba una presencia. Hoy sé que si Tato leyera el título de esta charla, le bastaría compartir esa escena con Jacobo, para expresar lo que todos pensamos sobre los periodistas, sobre estos días, sobre el discurso talibán de los medios.
Fue Woody Allen quien en la frase final de su película La otra mujer, le hizo decir a una Gena Gowland potente: «No sé si los recuerdos son algo que perdimos o algo que, definitivamente, tenemos y nadie nos puede quitar».
Prefiero pensar que el recuerdo de Tato es parte del patrimonio personal inconfiscable de cada uno de nosotros.
Por eso quisiera que lo que dije que no se interprete como una melancólica evocación.
Sé, y es una suerte, que Tato es irrepetible.
No lo extraño por eso, por ser único, sino porque -como en la ley del off side- hoy nos marca, entre otras cosas, la distancia que existe entre el humor y la cargada; la inteligencia y la viveza; un cómico y un bufón.
Nota
De la idea al audio: taller de creación de podcast
Todos los jueves de agosto, presencial o virtual. Más info e inscripción en [email protected]
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Modalidad: presencial y online por Zoom
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Docente:
Mariano Randazzo, comunicador y realizador sonoro con más de 30 años de experiencia en radio. Trabaja en medios comunitarios, públicos y privados. Participó en más de 20 proyectos de podcast, ocupando distintos roles de producción. También es docente y capacitador.




Nota
Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar:
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