Nota
Uruguay: basta de joder con el medio ambiente
En las primeras décadas del siglo pasado, cuando el país se encontraba en las puertas de un potente crecimiento industrial por sustitución de importaciones, existían alrededor de 500 “pueblos de ratas”, rémora de un pasado que estaba a punto de ser superado. El crecimiento de la industria fue capaz de absorber a miles de trabajadores que provenían de los barrios populares de la capital, de pequeñas y medianas poblaciones del interior, y también de aquellos pueblos rurales donde se amontonaba el pobrerío desde el alambramiento de los campos.
Por lo menos tres generaciones se beneficiaron, a través del ascenso social, de aquel desarrollo industrial. Familias enteras llegaron a la capital, donde el varón solía encontrar trabajo en la construcción y la mujer en el empleo doméstico. Con los años, él podía aspirar a ingresar en una fábrica donde aprendía un oficio y, con aplicación y no poco esfuerzo, alcanzaría el grado de obrero calificado. Ella también podía ingresar en alguna planta, como las textiles, que ocupaban mayoritariamente mujeres. A lo largo de una vida levantaban su vivienda y sus hijos podían elegir, ellos sí, entre el trabajo y los estudios. A menudo los hijos y los nietos de obreros de la generación que irrumpió en los años cuarenta, acudieron a la universidad.
Esas performances no fueron, en absoluto, excepcionales. Uruguay tampoco fue un bicho raro en este tipo de desempeño industrial. Duró poco, ciertamente, pero le cambió la cara al país. Junto a ese proceso industrial se erigió un Estado del Bienestar, aún imperfecto; una sociedad integrada e integradora anclada en la escuela pública, que nutría una cultura y unos valores compartidos por la inmensa mayoría de la población, más allá de las clases sociales a las que se perteneciera.
No era sólo un modelo económico sino un tipo de sociedad donde las clases medias tenían un papel preponderante y, según Real de Azúa, “amortiguador”. Estaba lejos de ser una sociedad perfecta (las mujeres y los jóvenes puedan dar testimonio de ello), pero era aquel tipo de mundo en el que casi todos podíamos reconocernos en el mismo espejo. Explotados y explotadores debían amoldarse a ciertas reglas de juego que impedían que unos se llevaran casi todo debajo del brazo. Era, en suma, una sociedad regulada. A veces, asfixiantemente regulada. Pero funcionaba y seguía integrando.
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Hoy se nos anuncia una millonaria inversión de UPM para abrir la tercera pastera. Las autoridades dieron el visto bueno porque, dicen, se necesitan inversiones para crecer y crear empleo. La central sindical avala esa decisión así como los partidos mayoritarios. Ninguno de los actores mencionados, empero, explican los beneficios que tendrá para el país, más allá de esos dos argumentos ciertamente pobres aunque mediáticamente eficaces. En una larga década tras la crisis de 2001, el PIB se ha duplicado largamente pero los nuevos problemas sociales no parecen en vías de solución.
Como señaló días atrás Alberto Couriel, los gobiernos del Frente Amplio no se han dotado de una estrategia de desarrollo capaz de promover la innovación y la producción de alta tecnología. Seguimos siendo un país exportador de materias primas sin procesar. Digamos, de paso, que si el Frente renunció a diseñar un modelo de país en el que encuadrar (o rechazar) las inversiones que el mercado propone, ha perdido una oportunidad histórica ya que goza durante tres legislaturas de mayoría absoluta y una larga e inédita década de crecimiento de la economía.
La nueva pastera profundiza el modelo extractivo que no es sólo un modelo de economía, sino un modelo de sociedad: una “sociedad extractiva”, no productiva, ni innovadora. Una sociedad que se dedica a convertir la naturaleza en mercancías, casi sin transformación, tiene su futuro comprometido.
Desde el punto de vista económico, en el rubro celulosa somos apenas exportadores de rolos de madera. El segundo o tercer destino de las exportaciones uruguayas, según los meses del año, son las zonas francas, porción de territorio en las que se ha renunciado a ejercer soberanía, donde no se perciben impuestos salvo los aportes a la seguridad social, y el empleo que se genera es tan pequeño como los impuestos que se pagan.
¿Cuáles son las ventajas de emprendimientos que no generan valor agregado, no pagan impuestos ni crean empleo? Aquí no hay ni modelo de país ni estrategia de desarrollo. La impresión es que se funciona al golpe del balde. Las inversiones vienen porque en los países del Norte decidieron trasladar ciertos tramos de la producción al Sur y recalan en este país porque les ofrece las mejores condiciones para las empresas multinacionales. Pero tienen consecuencias sociales que no suelen tenerse en cuenta.
La primera es que esta “sociedad extractiva” tiene mucho que ver con la desintegración social que sufrimos, con el aumento de la violencia, en general, y de la violencia machista, en particular; con un alarmante crecimiento de la marginalidad, que no es un hecho económico sino social y cultural. No existen, ni pueden existir, modelos económicos que no sean, a la vez, formas de sociedad -que incluyen relaciones sociales y culturales-, salvo en la cabeza de economistas obnubilados por la macroeconomía.
Este modelo genera una enorme bolsa de trabajadores mal pagos. Una parte sustancial de los empleos que se generan se acercan a un salario mínimo. ¿Qué futuro podemos ofrecer a los jóvenes de los sectores populares cuando la mitad de los asalariados ganan menos de 15 mil pesos en empleos con bajísima calificación? ¿Es tan difícil vincular eso que llaman delincuencia con que una parte importante de los jóvenes no tienen futuro? Ellos, y a menudo sus padres, están teniendo un desempeño de vida inferior al de sus abuelos, como si la maquinaria que integraba en el siglo XX funcionara ahora al revés, mostrándoles el camino del descenso social.
Además de desintegración, este modelo genera una enorme y brutal insolidaridad e indiferencia ante los que sufren. Nadie se solidariza con los condenados, que sólo merecen piedad o misericordia. La creciente militarización de nuestra sociedad es la otra cara de la desintegración: apelar a la policía para resolver problemas de la vida cotidiana, es la cara más amarga del extractivismo.
Esta sociedad extractiva se sostiene, por abajo, con políticas sociales que fueron creadas para atender la emergencia provocada por la crisis de 2002, pero ahora se eternizan porque el trabajo asalariado no asegura la sobrevivencia con dignidad. Y se reproduce, por arriba, con la ininterrumpida acumulación de riqueza por el uno por ciento. La brecha económica es cada vez mayor, pese a los discursos oficiales, como lo demuestran los estudios que han analizado las declaraciones de la renta.
Mención aparte merece la creciente brecha urbana que ha sido definida como “extractivismo urbano” por algunos urbanistas, que ahonda el apartheid por el cual unos tienen libre acceso a la ciudad y los otros la sufren, ya sea por el pésimo transporte público o porque cierto color de piel resulta sospechoso (y perseguible) en las catedrales del consumo.
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Este modelo de sociedad no funciona sólo en Uruguay. Con particularidades que a veces lo empeoran (como la minería a cielo abierto), es la regla en toda América Latina. Un pequeño país no puede salirse del modelo hegemónico en solitario, sin pagar enormes costos. Sin embargo, conviene recordarlo, un pequeño y pobre país del Caribe, llamado Cuba, logró zafar de la dependencia del monocultivo azucarero para convertirse en un exportador de tecnología médica. Para ello fue necesario desafiar las “leyes del mercado”, o sea, a los poderes que desgobiernan el mundo.
Que no sea sencillo salir del modelo, no quiere decir que debamos subordinarnos ni cantarle loas. Podría decirse, por ejemplo, que el glifosato que se utiliza en los cultivos de soja es uno de los responsables de que nuestros ríos estén contaminados y nuestra salud en riesgo. Pero lo que no es éticamente aceptable, es que se proclame que hay que levantarle un monumento a la soja.
Tampoco es aceptable que se tache de “ambientalistas” a quienes se oponen al modelo, con la misma intención de escurrir el bulto que décadas atrás usaban las derechas, acusando de “comunistas” a los que luchaban contra el pachecato. Es un modo mezquino de evitar el debate sobre el modelo de país que queremos.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar:
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La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen
Una obra teatral que recurre al milagro como ingrediente imprescindible para una transformación. Un niño santo en un pueblo perdido. Su primera intervención paranormal desata furor y de todas partes van a suplicarle lo imposible. La transfiguración de Miguelito Pepe es un unipersonal con la dramaturgia y dirección de Martina Ansardi en el que el actor Tuco Richat se pone en la piel de varios personajes que dialogan con lo sagrado y lo profano. Este viernes 30 de mayo a las 20.30 podés ver en MU Trinchera Boutique la primera de tres funciones.
Por María del Carmen Varela.
La transfiguración de Miguelito Pepe gira en torno a un fenómeno que sucede en un pueblo norteño. Miguelito, un niño de Famaillá, se convierte de la noche a la mañana en la gran atracción del pueblo. De todas partes van a conocerlo y a pedirle milagros. En todo el pueblo no se habla de otra cosa que del niño santo, el que escucha los pedidos de quien se le acerque y concede la gracia.
La obra tiene dramaturgia y dirección de la activista y artista travesti Martina Ansardi, directora teatral, actriz, bailarina, coreógrafa y socia de Sintonía Producciones, quien la ideó para que fuera itinerante.
Se trata de un unipersonal en el que el actor Tuco Richat se luce en varios personajes, desde una secretaria de un manosanta que entrega estampitas a quien se le cruce en el camino, una presentadora de televisiòn exaltada a un obispo un tanto resentido porque dios le concede poderes a un changuito cualquiera y no a él, tan dedicado a los menesteres eclesiásticos.
La voz de la cantante lírica Guadalupe Sanchez musicaliza las escenas: interpreta cuatro arias de repertorio internacional. A medida que avanza la trama, Richat irá transformando su aspecto, según el personaje, con ayuda de un dispositivo móvil que marca el ritmo de la obra y sostiene el deslumbrante vestuario, a cargo de Ayeln González Pita. También tiene un rol fundamental para exhibir lo que es considerado sagrado, porque cada comunidad tiene el don de sacralizar lo que le venga en ganas. Lo que hace bien, lo merece.
Martina buscó rendir homenaje con La transfiguraciòn de Miguelito Pepe a dos referentes del colectivo travesti trans latinoamericano: el escritor chileno Pedro Lemebel y Mariela Muñoz. Mariela fue una activista trans, a quien en los años `90 un juez le quiso quitar la tenencia de tres niñxs. Martina: “Es una referenta trans a la que no se recuerda mucho», cuenta la directora. «Fue una mujer transexual que crió a 23 niños y a más de 30 nietes. Es una referenta en cuanto a lo que tiene que ver con maternidad diversa. Las mujeres trans también maternamos, tenemos historia en cuanto a la crianza y hoy me parece muy importante poder recuperar la memoria de todas las activistas trans en la Argentina. Esta obra le rinde homenaje a ella y a Pedro Lemebel”.
Con el correr de la obra, los distintos personajes nos irán contando lo que sucedió con Miguelito… ¿Qué habrá sido de esa infancia? Quizás haya continuado con su raid prodigioso, o se hayan acabado sus proezas y haya perdido la condición de ser extraordinario. O quizás, con el tiempo se haya convertido, por deseo y elección, en su propio milagro.
MU Trinchera Boutique, Riobamba 143, CABA
Viernes 30 de mayo, 20.30 hs
Entradas por Alternativa Teatral

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Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro

Una actriz que cautiva. Una historia que desgarra. Música en vivo. La obra Perla Guaraní volvió de la gira en España al Teatro Polonia (Fitz Roy 1475, CABA) y sigue por dos domingos. El recomendado de lavaca esta semana.
Por María del Carmen Varela
La sala del teatro Polonia se tiñe de colores rojizos, impregnada de un aroma salvaje, de una combustión entre vegetación y madera, y alberga una historia que está a punto de brotar: Perla es parte de una naturaleza frondosa que nos cautivará durante un cuarto de hora con los matices de una vida con espinas que rasgan el relato y afloran a través de su voz.
La tonada y la crónica minuciosa nos ubican en un paisaje de influjo guaraní. Un machete le asegura defensa, aunque no parece necesitar protección. De movimientos rápidos y precisos, ajusta su instinto y en un instante captura el peligro que acecha entre las ramas. Sin perder ese sentido del humor mordaz que a veces nace de la fatalidad, nos mira, nos habla y nos deslumbra. Pregunta: “¿quién quiere comprar zapatos? Vos, reinita, que te veo la billetera abultada”. Los zapatos no se venden. ¿Qué le queda por vender? La música alegre del litoral, abrazo para sus penas.

La actriz y bailarina Gabriela Pastor moldeó este personaje y le pone cuerpo en el escenario. Nacida en Formosa, hija de maestrxs rurales, aprendió el idioma guaraní al escuchar a su madre y a su padre hablarlo con lxs alumnxs y también a través de sus abuelxs maternxs paraguayxs. “Paraguay tiene un encanto muy particular”, afirma ella. “El pueblo guaraní es guerrero, resistente y poderoso”.
El personaje de Perla apareció después de una experiencia frustrante: Gabriela fue convocada para participar en una película que iba a ser rodada en Paraguay y el director la excluyó por mensaje de whatsapp unos días antes de viajar a filmar. “Por suerte eso ya es anécdota. Gracias a ese dolor, a esa herida, escribí la obra. Me salvó y me sigue salvando”, cuenta orgullosa, ya que la obra viene girando desde hace años, pasando por teatros como Timbre 4 e incluyendo escala europea.
Las vivencias del territorio donde nació y creció, la lectura de los libros de Augusto Roa Bastos y la participación en el Laboratorio de creación I con el director, dramaturgo y docente Ricardo Bartis en el Teatro Nacional Cervantes en 2017 fueron algunos de los resortes que impulsaron Perla guaraní.
Acerca de la experiencia en el Laboratorio, Gabriela asegura que “fue un despliegue actoral enorme, una fuerza tan poderosa convocada en ese grupo de 35 actores y actrices en escena que terminó siendo La liebre y la tortuga” (una propuesta teatral presentada en el Centro de las Artes de la UNSAM). Los momentos fundantes de Perla aparecieron en ese Laboratorio. “Bartís nos pidió que pusiéramos en juego un material propio que nos prendiera fuego. Agarré un mapa viejo de América Latina y dos bolsas de zapatos, hice una pila y me subí encima: pronto estaba en ese territorio litoraleño, bajando por la ruta 11, describiendo ciudades y cantando fragmentos de canciones en guaraní”.
La obra en la que Gabriela se luce, que viene de España y también fue presentada en Asunción, está dirigida por Fabián Díaz, director, dramaturgo, actor y docente. Esta combinación de talentos más la participación del músico Juan Zuberman, quien con su guitarra aporta la cuota musical imprescindible para conectar con el territorio que propone la puesta, hacen de Perla guaraní una de las producciones más originales y destacadas de la escena actual.
Teatro Polonia, Fitz Roy 1475, CABA
Domingos 18 y 25 de mayo, 20 hs
Más info y entradas en @perlaguarani
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