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Había una vez
Gabriela Mansilla es la mamá de Luana, la primer niña trans que logró ser reconocida como tal. Una historia que revela qué significa el derecho a la propia identidad, y los laberintos familiares. El regalo que Luana le hizo a Mu.
En el lejano oeste bonaerense, donde las calles ya no tienen asfalto ni las casitas revoque, nació esta pequeña princesa de cuento. Este Había una vez comienza cuando su mamá, Gabriela Mansilla, parió mellizos varones. Desde aquel día hasta hoy, cuando estamos sentadas en la mesa de la cocina escuchando sin aliento los capítulos de esta historia, han pasado ya ocho años que cambiaron todo, incluso el comienzo de este cuento: aquel día lo que había nacido era otra posibilidad de contar la historia de las personas.
“Lo que viví en esta casa no se lo deseo a ninguna mamá”, dice Gabriela al recordar las noches en las que uno de sus bebés, de apenas un año y medio, se despertaba a los gritos, con llantos desesperados. Consultó al pediatra, que la derivó a un neurólogo que le ordenó un estudio que la obligó a tener a ese bebé 24 horas horas despierto. Nada. Lo peor recién comenzaba.
“A los 2 años se golpeaba la cabeza contra la pared, mientras me decía ´Yo, nena. Yo, princesa´, a media lengua”. Otra vez al pediatra. ¿Diagnóstico? Ausencia de figura paterna. Gabriela dudó. Su marido era electricista industrial, trabajaba en una fábrica, delegaba en ella el cuidado de los chicos, pero -detalle- tenía mellizos. Si la crianza cotidiana era igual para los dos, ¿por qué las consecuencias eran tan diferentes?
Decidió consultar a una psicóloga. Ahí mismo, en el centro sanitario del barrio. “Me dijo que era muy temprano para que se manifestara homosexual y que era necesario que lo obliguemos a ser varón. A mano dura, si hacía falta”.
El “tratamiento” incluyó terapia para toda la familia, además de palizas, duchas de agua fría, castigos y encierro bajo llave cada vez que venían de visita de los amigos del padre. “Él estaba muy avergonzado. Lloraba cada vez que le pegaba”.
Nombrarse
La situación empeoró cuando los mellizos comenzaron el jardín y aquel “nene” descubrió a las “nenas”. Y también las filas para unas y otros, los juegos para unas y otros, los disfraces para unas y otros, el mundo dividido para unas y otros, sin lugar para esa persona que no era ni unas ni otros. ¿Qué hacer? Obedecer, desobedecer, negociar, reprimir, aguantar, llorar, gritar: esa fue la rutina familiar durante dos largos años. Los mellizos cumplieron así 4 años. Fue entonces cuando llegó aquel día. “Lo cuento y todavía me duele”, advierte Gabriela para explicar las lágrimas. “Fui a buscarlos al jardín y comenzó a gritar: ‘¿dónde está mi muñeca rosa?’. A los gritos, con escándalo. ¿Vos creés que alguna maestra o madre dijo algo? Nada. Todo el camino a los gritos, llorando, hasta que llegamos a casa. Estaba mi marido, había escuchado los gritos y le preguntó qué quería. ‘Un camión rojo’, le contestó aterrorizado. Mi marido volvió a preguntarle: ‘Decime la verdad, no voy a pegarte’. Ahí fue cuando lo miró y se lo dijo: ‘Quiero una muñeca rosa y que me llames Luana’. Era el nombre de una compañerita del jardín, pero desde ese día fue el que eligió para nombrarse”.
La hermana de Gabriela fue la que encontró la explicación. “Me llamó una noche para que ponga el canal Nat Geo porque estaban dando un documental. Era sobre la historia de una niña trans norteamericana. Por primera vez escuché el término, por primera vez entendí qué nos pasaba”. Gabriela fue entonces a la psicóloga con toda la información que había descubierto sobre el tema en Internet. Pero se encontró con una pared, y decidió derribarla. “Yo quería que mi hijo deje de sufrir; y dejar del maltratarlo”. Otra vez fue su hermana quien encontró en Internet el dato que les cambió la vida: la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) tenía un equipo de salud mental. “Le escribimos y nos respondió la coordinadora, Valeria Pavan. Ahí encontré contención, amigas, respuestas”.
Pavan recibió primero a Gabriela y luego, a Luana. Entre otras ayudas clave, las conectó con el Centro de Salud Mental Cooperativo Ático, dirigido por el médico psiquiatra Alfredo Grande. El equipo decidió atenderlas sin cobrarles y algo más: “no dar nada por pensado, sino todo por pensar”. Así se abrieron lugares en el mundo capaces de escuchar y acompañar a esa persona que era Luana.
Hacer la ley
La mamá de Gabriela trabaja limpiando casas. Así crió a sus hijas y así también ayudó a Gabriela cuando su marido decidió abandonarla, huyendo de una situación que requería demasiado coraje: asumir la realidad de una hija trans en el barrio, en el colegio, en la vida cotidiana. Coraje, justamente, es la palabra que mejor describe aquel primer día en el que Luana decidió ponerse una pollera y dos hebillitas en el pelo para ir al colegio. Coraje también su hermano y su mamá, que la tomaron cada uno de una mano. Pero el coraje no alcanza: la CHA tuvo que reunirse con las autoridades para explicarles didácticamente qué representaba Luana y, legalmente, cuáles eran sus derechos que la protegían para no ser discriminada.
La ley de Identidad les permitió pensar que podían terminar con el capítulo que faltaba: un nombre propio. Se lo negaron, al considerar que una menor no tenía capacidad legal para tramitar ante el Estado su “percepción de género”. Gabriela cuenta que pensó en encadenarse a las rejas de la Casa Rosada, pero encontró otra salida: la prensa. Con la difusión comenzaron a llegar los apoyos institucionales que aceleraron el trámite que posibilitó que Luana se convierta en la primera niña trans con DNI.
Ser o no ser
El cuento está resumido y apenas bosqueja lo que representó cada día y cada vida atravesada por esta epopeya. Dirá Gabriela: “En esta casa lo único que se hizo fue escucharla. Luana no eligió ser Luana. Luana es Luana. Y su caso dejó en claro a la psicología, a la pediatría y a la docencia que las personas no eligen a los 20, 30 ó 40 años vestirse de la manera opuesta, ponerse otro nombre y salir a la calle. Lo sienten desde que tienen uso de razón, pero sin ser nunca escuchadas ni respetadas por nadie. Ojalá yo pudiera elegir de que género quiero ser, porque elegiría el que más me conviene, pero no: la identidad no se elige. Si no todas las personas trans ¿qué están eligiendo: sufrir, no encajar en ningún lado, ser el foco de discriminación? Lo único que pueden elegir es pelear por sus derechos”.
Esa es la moraleja de este cuento.
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