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Mover el esqueleto

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Crónicas del más acá

Lo había llamado por teléfono y el tipo insistía: teníamos que encontrarnos. Sospeché que tal vez se podía armar un buen escenario para la nota y cedí.

Soy pésimo sospechando e inoportuno cediendo.

Cuando me senté frente al escritorio enorme tuve la inmediata sensación de que alguien estaba equivocado. Rápidamente constaté que ambos.

Mi interlocutor hablaba con entusiasmo y energía y me llenaba de explicaciones que no me interesaban en lo más mínimo. No había manera de detenerlo. Un gato chino, de esos de plástico amarillo que mueven el bracito, concentraba mi interés de manera intensa.

El fulano, macizo, de mediana estatura, decididamente pelado, no más de 35 años, pantalones verde manzana y una horrible camisa estampada, hablaba sin parar.Cuando mi mirada se desprendía del magnetismo del gato chino, se concentraba en su camisa estampada, de dibujos indefinibles, color frambuesa y negro, con unas finas líneas amarillas.

El horror y el desamparo me invadían mientras el gato seguía moviendo el bracito. ¿Cómo hace?

Algún malentendido, que ahora sabía espantoso, le había hecho suponer al pelado que Yo era periodista. Pero no solo que era periodista: que era una celebridad tipo The New York Times. Juro que se convenció solito.

Simplemente le pedí recorrer el boliche para hacer una nota. En qué momento de esta charla previa el fulano enloqueció será siempre un misterio. Incluso tuve la honestidad (suicida) de decirle que era malo con la gente y que me burlaba casi siempre. Y que Dios un día me va a castigar. Nada.

No hay caso: cuando la gente decide creer algo, cree. Y que lluevan sandías.

Seguí mirando un rato al gato y a la camisa, y tomando un whisky que me había acercado el fulano. Su gentileza, a juzgar por el sabor del whisky, no estaba empapada de exquisitez.

Finalmente, tras varios siglos de escuchar hazañas y sufrimientos financieros, pude zafar y me fui al salón, que está debajo de la oficina. Boliche bailable en zona sur, solo para adultos. Adultos bien adultos, de esos que no sacaron DNI, sino libreta de enrolamiento.

Si la escritura cuneiforme no me engaña, la última vez que estuve en un boliche bailable se estaba fundando Babilonia y Yo era alguien que si lo encuentro hoy, no lo conozco.

Para mi sorpresa, nada nuevo bajo el sol. En este caso, la famosa bola lumínica estaba apagada, pero habia luces hasta en los picaportes. Una pista central grande y dos más pequeñas. Sillones y mesas y varias barras: conté cuatro. Música imposible de identificar para mí, pero bailable. Supongo. Mi habilidad para bailar es la de un elefante enyesado.

Mucha gente, pero se podía transitar con cierta holgura. Mucho perfume, mucha mirada tipo rayo láser; ellas, estilo flash y ellos queriendo penetrar la materia. Los caballeros vestidos sobriamente, en general, aunque algún pánfilo no faltaba. Algunas damas habían logrado hacer entrar sus cuerpos en pantalones y calzas, realizando una hazaña difícil de imaginar. A cada quien lo que le gusta y al que no, que mire para otro lado.

Yo, por ejemplo.

Con el fin de explorar el panorama desde una visión panorámica me acodé en la barra y resolví un misterio. El dueño no había sido pijotero conmigo: el whisky era democráticamente malo.

A mi lado una pareja enredada en los preliminares conversatorios. Mi escucha estaba complicada. Leí gestos. Ella más aburrida que un cactus y él, tenaz y entusiasta.

Después de beber, me puse a caminar buscando algo interesante. Nada. Ni los baños.

El misterioso whisky empezó a advertirme que mis legendarios parámetros de resistencia al alcohol habían ingresado al mundo de los mitos.

Di una vuelta a la pista mayor con una ligera sensación de inseguridad. Una palmada en la espalda me sorprendió y cuando giré, me encontré con el pelado, sonriente, con su horrible camisa, preguntándome qué tal la estaba pasando e invitándome a la barra.

Hay momentos en la vida en que el Universo efectivamente conspira contra Uno. No sé si por culpa del Diseño Inteligente o del Estúpido, pero que pasa, pasa.

Conversar era imposible, salvo que me acercara peligrosamente a la cara del pelado. Resolví hacer que lo escuchaba sin correr riesgos. Me faltaba el gato chino, pero al menos tenía la camisa. El tercer whisky tuvo efectos devastadores.

Para cuando me libré del pelado ya no veía tres pomos. Ni cuerpos ni gestos.

Las luces se empecinaban en moverse igual que el mundo. Recordé entonces un cuento maravilloso de Dostoievsky en el cual va describiendo cómo un fulano se va mamando lentamente, pasando por las etapas que toda mamúa debe tener. Un relato escrito con el talento de alguien que era Dostoievsky. No es mi caso. No soy ruso. Ni escritor. Ni periodista.

Me desplomé en un sillón blanco. Una ¿morocha? –imposible saberlo- de unos 40 largos se sentó a mi lado, con un vestido cuya brevedad era propia de un aforismo, tanto abajo como arriba. Calzaba unos zapatos altísimos, de los cuales se liberó con un gesto de placer, propio de un sufrimiento que estaba finalizando. Se empezó a acariciar los pies buscando alivio. La madre naturaleza y la vida habían sido generosas con la morocha. Me sonrió con un gesto de complicidad (al menos eso creo). Respondí con una sonrisa tímida de compromiso. La evidencia empírica del movimiento de traslación y de rotación de mi cerebro empezaba a preocuparme y no me permitía hacerme el galán con nadie. Ni siquiera podía conversar.

De repente, todo se oscureció más aún y una melodía de los 70, abundante en graves, sacudió aun más mi sesera. Hora de los lentos. Tradiciones que se conservan, tomá pa vos.

Pensé que en cualquier momento aullaban los Bee Gees y temí por mi vida.

Me levanté en una lenta y cuidadosa maniobra, carente de toda dignidad, y encaré para la salida. Un patovica trabado y enfundado en un smoking, más parecido al pingüino de Batman que a James Bond, me miró con indiferencia.

¿Qué piensa un patovica cuándo piensa?

El fracaso de mi nota era tan evidente como el pedo del que era portador inobjetable. La pregunta ahora era una sola: cómo llegar a casa.

Encaré hacia la esquina y ahí un señor veterano de mil batallas, arriba de una camioneta destartalada, me gritó:

-¿Sabés dónde queda el viejerío bailable?

Mi cerebro, en un último estertor de lucidez, ordenó a mi brazo que señalara el boliche con un gesto semicircular.

En el sur los playboy somos así. Los periodistas también.

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