Mu67
Los enanitos azules
No tengo muchas contras con las celebraciones, conmemoraciones y aniversarios y todas esas cosas que van desde la Patria hasta el día en que Uno tuvo su primera orgía.
La vida arrebata, pasa, se lleva puesto a todo el mundo y por lo tanto, ni tanto bombo fiestero ni tanto repudio iconoclasta me parece lo mejor. Algo de indiferencia posmo, algún arrugue de hombros, un no te calentés y arriba con los faroles.
Se construye la historia y la vida sobre capa y capa de sangre y sobre algunos remansos de alegría.
Por supuesto que nuestro Amado Sistema hace desesperados esfuerzos por cancelar el pasado y convencernos de un presente de felicidad a perpetuidad.
El sábado estaba fresco, soleado y atravesé la bombardeada 9 de Julio con desasosiego. La única avenida que es a la vez exuberante y elegante, que me deslumbraba en mi infancia, ahora quebrada por el designio del Progreso, la Avivada o la Estupidez del escalafón burgués de la vida.
Llegamos al Parque Thays porque un evento celebratorio de alcance internacional convocaba: El Segundo Aniversario del Día Internacional del Pitufo.
Me perdí el Primero.
La infancia como tierra de recuerdos suele convertirse en una colorida selva. La imaginería del follaje muchas veces oculta la desolación.
Digamos sin vueltas, con la claridad de lo inútil: los pitufos siempre me parecieron unos pelotudos.
Ni tiernos, ni bellos, ni dulces.
Unos pelotudos.
Cumplí trabajosamente mi laburo de Padre-vencido-por-la-sociedad-de-consumo y los vi, en su momento, junto a mi hijo y sus amiguitos, pero salvo el Gato de Gargamel, todo lo demás siempre lo consideré digno de crímenes impiadosos.
Así que fui al Parque a vengarme ferozmente con la peor arma: el sarcasmo y la ironía.
Imaginé una orgía de muñecos azules a los que hacerles la traba y gente babeante que me permitiría una apología sobre el Fin del Mundo por un Tsunami de Estupidez.
Perdí mal.
No pasaba nada.
Natalia, mi compañera, se aburrió a los 10 minutos mientras comía con desgano un copo de nieve.
Nada.
Varios stands donde pintaban a los nenes con dibujitos azules en la trompa y/o en los ojos, en clave de cosmética pitufa; puestos de pochoclo con laburantes que llevaban unos desabridos gorros de los pitufos que no daban ni para burlarse y una pantalla ordinaria hasta el asombro, puesta de cara al sol (fusilamiento para el que la orientó), con un sonido chirriante que pasaba una y otra vez el trailer de la película Los Pitufos 2.
Globos azules en abundancia y en la entrada, un puesto de la gente de Red Solidaria que juntaba útiles escolares donados por los asistentes.
Nada más.
Unas 400 personas dando vueltas, empujándose en pocos metros cuadrados con niños pequeños fascinados por el mundo real, mirando el pasto, los pajaritos, una piedrita justo ahí.
Todo era precario, provisorio, de fragilidad africana. No había ni apuesta a un golpe de efecto ni el esfuerzo siempre conmovedor de un grupo de marmotas entusiastas.
Sony era la organizadora: con ese nivel de despliegue no les compro ni un enchufe.
En la punta del parque, fuera de la muestra, el espectacular torso de una escultura de Botero convocaba multitud de chistes pavotes de los pequeños que ya están en edad de hacer chistes. Debería considerarse la posibilidad de una isla de aislamiento hasta que crezcan.
Pero el desnudo tenía una ridícula hoja de plátano en la zona de aflicción masculina y desencanto femenino. ¿Una humorada de Botero, una agudeza artística o un idiota moralista?
Otra estatua que había quedado en el medio de la “muestra”: tenía la cabeza partida en varios pedazos.
No era para menos.
Salimos y Natalia profería horribles amenazas contra mi persona por el embole vivenciado, mientras comía su copo de nieve casi con furia (cosa difícil si las hay).
Antes de irme y confundir un médico con un guardaparque (el mismo uniforme), confirmé que muchos arbolitos del parque son los recientemente mudados de la aniquilada 9 de Julio. Para tranquilidad de las almas verdes, parecían gozar de buena salud.
Caminando sobre la desamparada bicisenda, rumbo a Retiro, esta ciudad llena de sorpresas nos regaló una puerta abierta: apenas visible, la entrada al Museo de Arquitectura y Diseño, emplazado en una antigua torre de agua del ferrocarril.
Coronaban su entrada delicados pájaros soldados en piezas de descarte de metal, de belleza perturbadora. Adentro, fotografías de casas de diseño que no sé qué nombre tendrán, pero que ofrecían dos certezas: no son las del plan PRO.CRE.ar, y desafiaban cualquier preconcepto acerca de “lindo” y “cómodo”.
Una escalera con una intervención artística y arquitectónica de una rusticidad tipo UOCRA, fina y robusta a la vez. Me encantó. No es fácil tener una intervención artística sobre una escalera ¿no?
Por una ventana se veía la eruptiva Villa 31.
Por la otra, el evento pituferil languideciente.
En el medio, nosotros, en una deshabitada torre de agua, transformada en lugar de arte y de diseño.
De eso se trata.
Siempre.
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