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Progres & putas
Cecilia Sabsay. Esta socióloga radicada en Londres aporta al debate sobre la prostitución un libro clave para estos días. El rol del discurso, los medios y la moral del progresismo. Qué confusión sembró la trata y por qué razón es un trampa.
Es imposible leer este libro sin tener en cuenta los días que corren. Mientras los medios de formación de opinión construyen los carriles del debate acerca de los prostíbulos montados en departamentos que son propiedad de EL Juez de la Corte Suprema, Raúl Zaffaroni, la socióloga Leticia Sabsay coloca en los estantes de las librerías una linterna para alumbrarse en la oscuridad medieval. Fronteras sexuales se convierte así en un libro claro porque complejiza el tema de la prostitución, devolviéndole su dimensión política.
Sabsay cruza tres ejes que enuncia desde el subtítulo: espacio urbano, cuerpos y ciudadanía. Traza así una cartografía histórica y social. Vuelve, podríamos decir, a la escena del crimen: el escenario en el que la ciudad de Buenos Aires trazó la nueva frontera entre lo incluido y lo excluido en tiempos de retorno democrático. Estamos hablando sobre cómo se construyó el llamado “progresismo”, su discurso, pero también su práctica e imaginario social. Estamos hablando del año 98, cuando cayeron los represivos edictos policiales y un entonces legislador Raúl Zaffaroni marcó el ritmo de los nuevos límites de la convivencia social. Regresa así a los orígenes: la calle. Ahí fue donde toda una generación de intelectuales se formó, escuchando las lúcidas enseñanzas de quienes eran las víctimas, pero también las heroínas de esta batalla. Así aprendió, entre otras cosas, que la prostitución no tiene solo cara de mujer, sino que atraviesa los cuerpos de todas identidades sexuales. La industria del sexo es cruel verdad. Nunca niega la realidad, la explota.
El medio es el control
La hipótesis que nos plantea Sabsay es la siguiente: si el poder es la capacidad de controlar, lo que cambió a finales de los 90 es la forma de ejercer ese control. Se trata de un cambio profundo, en más de un sentido. Implica quién ordena, pero también hacia dónde se dirige esa orden.
El nuevo sujeto de control, señala Sabsay, son los medios de comunicación. Serán los encargados de señalar “quiénes pueden hacer demandas políticas y de qué manera”, pero también cuál es el modo correcto o incorrecto de pertenecer al espacio común, criminalizando tanto conductas como sectores sociales, según estrictos criterios que, al ser descriptos por Sabsay, dejan en claro cómo son concebidos por una determinada moral, entendiendo por moral aquellos valores que tejen la red de defensa de los intereses de raza, género y clase.
Esas órdenes mediáticas tienen un objetivo: trazar la frontera “entre lo visible y lo invisible, entre lo decible y lo indecible”. Pero también una consecuencia: modelar subjetividades. “Cómo el deseo y el placer pueden, en definitiva, ser pensados, o más aun, cómo pueden llegar a ser pensables”, sintetiza Sabsay.
Fue ese pensamiento “progresista” el encargado de otorgarle a la justicia un discurso que Sabsay denomina “terapeútico”, de reparación. Y fueron los medios los encargados de marcar hasta dónde llegaría. En este juego debe entenderse su rico análisis del matrimonio igualitario y –lo que es más interesante en estos días– su argumento a favor de reglamentar el “trabajo sexual”. El proyecto “progresista” tiene esa deuda, queda inacabado, incompleto y expone así su débil proyección. Su horizonte. Su propia moral.
Generación queer
Hay casi cuatro horas de diferencia con Londres a esta altura del año, pero Skype permite que conversemos como si no hubiera distancias. La voz da cuenta de su larga estadía en el extranjero. Vivió primero en España donde hizo su doctorado y ahora está en Inglaterra, en la Open University, investigando. Le pregunto su edad para comprobar mi hipótesis de lectura: se trata de una mirada generacional. Acierto. Es hija del feminismo porteño que se formó en las orillas queer que humedecieron los márgenes académicos a finales de los 90. Se trata, también, de uno de los tantos –pero ese “uno” merece gritarse– de los movimientos que tiró leña al fuego de la desobediencia que emergió a finales de 2001 y eso también se nota. Por ejemplo, Sabsay diferencia en su libro dos conceptos que muchos confunden: espacio urbano no es lo mismo que espacio público. La diferencia es política. Sabsay la aprendió en la calle el 19 y 20 de diciembre y ahora la revalida en plena agitación europea. “Acá estamos viendo hoy cómo se debaten estos mismos temas”. ¿Qué temas? Las instituciones, la ciudadanía, la democracia.
¿Qué tiene que ver la prostitución con todo esto? Mucho y Sabsay también lo aprendió en la calle: es el límite urbano de todos los discursos de cambio.
¿Podríamos decir que tu tesis muestra cómo el mecanismo de control, a través de la criminalización y la discriminación pasa, a finales de los 90, a ser una operación mediática?
No diría que es una transferencia de poderes, sino que se establece, de alguna manera, una especie de batalla –que yo llamo “guerra de género”– de dos visiones distintas con respecto al cuerpo social. Pero los medios no funcionan de forma represiva, como el aparato jurídico, sino a través de la creación de imaginario social. Esa es mi tesis. Y analizo cómo esas nuevas formas de regulación social trabajan no solo a nivel de la conciencia, sino a nivel de la creencia, que es más profunda porque modela lo psíquico.
¿La subjetividad?
Exactamente, penetrando creencias, valores, cuestiones morales muy profundamente arraigadas. Estas nuevas formas también alcanzan al Estado, que pasa a tener una un discurso que llamo “terapéutico”: te regula por tu bien.
¿Es tutelar?
No solo eso. Es algo más profundo. Va a regular, por ejemplo, qué es salud mental o qué es tener una vida sana y te va a proveer, incluso, los servicios de acuerdo a ese determinado modelo de valores.
¿Cuál sería un ejemplo de este cambio en los mecanismos de control?
En las plazas de Buenos Aires tenés a la industria sexual a la vista, pero nadie la ve. Un formato jurídico represivo diría: lo que hay que hacer es sacar a esta gente de la vista. Y un formato regulador dice: lo que hay que hacer es que la gente ni se de cuenta de que están ahí.
También planteás cómo el discurso progresista, que se basa en la idea de la igualdad de derechos, crea una nueva situación de discriminación. ¿Por qué?
Esa es una segunda cuestión. En primer lugar, analizo las nuevas formas de poder y de regulación social a nivel jurídico, a nivel represivo y a nivel de formas gubernamentales o de gobernabilidad, y cómo se implementan a través del Estado, de los medios y del mercado. Como consecuencia de esto –y sin estar en contra del progresismo– investigo el discurso de la llamada “equidad de género” y el de la “diversidad sexual” y planteo cómo funcionan. Se trata de un nuevo mecanismo de regulación social, porque si bien propone una visión más flexible, más democrática, también implica una regulación: no todas las formas de sexualidad están representadas en el discurso de “la igualdad” o de “la libertad”. Lo interesante, para mi, es analizar la relación que hay entre identidad sexual y ciudadanía. Cómo una persona deviene o no en ciudadano, en sujeto de derecho y cómo la definición de su sexualidad es una forma de acceso a ese ejercicio de ciudadanía. Analizo, también, cómo el discurso de la igualdad y la libertad crea sus nuevos y propios abyectos, porque hay quienes son bienvenidos y quienes no solo no son aceptados, sino que ni están siquiera pensados en ese discurso.
¿Es tu análisis de lo que representa el matrimonio igualitario?
Es un buen ejemplo porque demuestra ahí un nuevo “ideal”. Por supuesto que me parece bien la sanción de esa ley, pero lo que propongo pensar es que, tras tantos años de progresismo, lo que tenemos es una nueva respetabilidad social y sexual, donde algunos otros abyectos de la historia han sido incluidos, pero no todos: aparecen nuevos excluidos. Este modelo no es menos regulatorio o no deja de serlo. Es, en todo caso, una nueva normalización sexual.
¿El problema no es el piso, sino el techo?
El problema es si esta normalización no nos permite pensar, por ejemplo, que hay otras formas de vínculo social que no están previstas por esa concepción de igualdad y libertad, si podemos compartir objetivos y luchas políticas sin tener que ser idénticos ni tener que identificarnos, sin tener todo en común a nivel de cómo vivimos, quiénes somos o qué deseamos.
¿Quiénes representan, según tu mirada, las identidades postergadas?
Las trabajadores sexuales, sin duda. Y este no es un problema solo argentino. En Europa se ve claramente cómo esta nueva normatización está atravesada por el tema racial. Se trata de un modelo que establece una identidad clara: es occidental y moderno aquel que es sexualmente progresista, pero con la limitaciones que tiene ese progresismo. Las prácticas que no condicen con ese modelo, siguen afuera.
En el tema de la prostitución se ve también claramente cómo la simplificación siembra confusión política y académica. Por ejemplo, asimilando la oferta de sexo al delito. ¿Tu hipótesis es que ayuda a esta confusión el hecho de que tampoco se defina social, política y conceptualmente si es o no trabajo?
No es delito, desde ya. Y sí te diría que es trabajo. Veamos por qué. La confusión surge cuando se pone este tema en blanco o negro. Pero puesto en esos términos, te diría que sí: es trabajo. Es necesario decirlo así, claro, porque lo que me preocupa es cómo, desde ciertos grupos feministas, se homologa la tendencia internacional hegemónica de asimilar tráfico con industria sexual. Esa es la operación que subyace bajo la palabra “trata” y desde la cual se pretende, bajo el amparo de la doctrina abolicionista, impulsar una serie de normativas basadas en argumentos morales.
¿Esa operación fue introducida a través del dinero que se inyectó a la academia y las onegés?
Exactamente. Y le ha hecho muy mal a este debate, porque simplificó una cuestión super compleja como lo es hoy la industria del sexo, que tiene derivaciones complicadísimas. Es un problema enorme. Y dentro de ese enorme problema, está el tema del tráfico. Reducir todo el debate al tema del tráfico es un error político y conceptual grosero. Lógico: estamos en contra del tráfico y de la explotación del trabajo sexual por parte de terceros, pero la industria sexual es más compleja. E incluye a un sector que tiene voz, tiene demandas y tiene derechos que no se respetan. Y eso está mal y punto. No se puede en nombre de una cosa negar la otra. Y hay un feminismo que convierte a este sector en víctimas y, en su supuesto nombre, no respetan esos derechos. Si las trabajadoras sexuales tienen sus demandas y reivindicaciones, lo que hay que hacer es atender esas demandas y reivindicaciones. ¿Termina ahí el tema de la industria sexual? No, de ninguna manera. Pero eso no justifica que no se atiendan esas demandas concretas. Y si se postergan, es por otra cosa.
Sin embargo, la regulación del trabajo sexual en Europa no sirvió más que para tranquilizar la conciencia progresista y crear una nueva discriminación: la racial, porque dejó afuera a todas las inmigrantes. En Argentina, no alcanzaría, por ejemplo, a las dominicanas o las paraguayas que explotan en cada prostíbulo del país. Parecería ser que las posiciones se reducen, por ahora, entre los discursos que victimizan, los que moralizan y los racistas. ¿Hay forma de salir de esta encrucijada?
Ese es otro problema, el de fondo y el que no se debate: el tema de la desigualdad social. Estamos de acuerdo en eso: no alcanza con regular el trabajo sexual. La desigualdad es, sin duda, un factor importante en la prostitución, pero es otra lucha y otro debate, que no pasa por el estatus legal que deba tener la prostitución. No es que va a haber más igualdad social por prohibir o por reglamentar la prostitución. Y si lo que queremos es establecer la relación que hay entre clase, raza, desigualdad y prostitución y queremos luchar contra eso, pues sí: vamos contra eso.
¿Tu planteo es: démosle sus derechos a las trabajadoras sexuales y pongámonos a discutir el fondo de la cuestión?
Es un camino. Porque lo que está demorándolo es la cuestión moral. No la desigualdad, no la injusticia. En este sistema, en medio de la posmodernidad más posmoderna, tenemos relaciones de servilismo como lo es el servicio doméstico o tenemos mineros que se mueren antes de los 30 años por las condiciones insalubres de trabajo. Voy a ser muy radical para que se entienda claramente: en este sistema la explotación del cuerpo no se limita al cuerpo sexual. ¿A vos se te ocurre pedir que prohiban la minería porque la explotación minera es brutal?
En Esquel pidieron eso y ganaron. Si: yo pido no a la mina. ¿Porqué no?
Se puede pedir y ganar eso, por supueto, porque es una demanda clara y legítima. Pero lo que sostiene este no a la industria del sexo es, sobre todo, la connotación moral. Porque si de lo que se trata es de luchar contra las formas de explotación del cuerpo, hay que atender las demandas, claras y legítimas, de quienes se reconocen a sí mismas como trabajadoras sexuales.
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El ingenio Blaquier
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