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El barrio como escenario
En Barracas, las fábricas abandonadas y las calles golpeadas por el olvido son la escenografía de esta obra en la que actúan vecinos que hacen de vecinos y chicos de la calle que hacen de ellos mismos. Pasen y lean…
Una familia busca donde estacionar su auto en la plaza Díaz Vélez, de Barracas. Un hombre con una lordosis pronunciada y gorra gris agita su franela naranja para indicar un lugar vacío. “¿Ése es un cuidacoche o un actor?”, pregunta una de las pasajeras y genera un pequeño debate. A medida que el coche se acerca, una nariz de látex pone en evidencia al sujeto y cierra la discusión. Casi sin querer, la familia comenzó a mirar Los Chicos del Cordel, una obra de teatro rodante, interpretada por 75 vecinos -de 8 a 82 años- que van recorriendo el barrio y fundiendo todo el tiempo la ficción con realidad.
De pronto, un canillita corre por el medio de la plaza y vocifera mientras hace bocina con sus manos: “Crónica, Clarín, La Razón… ¡Lea la realidad… lea la realidad! Pero si la quiere mirar, esta calle es el presente, y las cosas están como están”. Es la primera apelación de esta puesta donde los habitantes de Barracas se mezclan con los espectadores y los incitan a mirar –y no a simplemente ver- al nuevo barrio (la aldea que describe al mundo) que ya no es lo que era.
La plaza es la estación inicial de esta especie de vía crucis que recorre trece cuadras de empedrado -llenas de fábricas abandonadas y casas tomadas-, que sirven de escenario real para esta puesta cuyo leitmotiv es la fragmentación social y, particularmente, los chicos que viven en la calle. “Somos los chicos del cordel / los que sobramos sin saber por qué, / no se asombre tanto por lo que ve, / si esto no es verdad, bien podría ser…”, canta un puñado de pibes tirados debajo del puente del ferrocarril. Llevan la ropa sucia y raída y los acompaña la melodía melancólica de un acordeón.
Cuesta sostenerles sus miradas punzantes, desafiantes y llenas de bronca. Las historias de las que da cuenta la obra serían indigeribles si no fuera porque las actuaciones son grotescas y en las caracterizaciones abundan las narices enormes, los anteojos gigantescos, las próstesis dentales y las panzas, colas y pechos por demás exuberantes. El humor disparatado gana la pulseada en una puesta donde no faltan los tangueros cajetillas, las chusmas de barrio, los predicadores religiosos, las directoras de escuela, los punteros políticos y las prostitutas, que esta vez invitan a apreciar mucho más allá que sus cuerpos. “No se prive de mirar, / ¡Que mirar, no cuesta nada! / No se olvide del costado… / Que si mira, algo pasa. / No se va a cambiar el mundo ,/ por echar una mirada… / Ni se cambia el corazón, / si el que mira no ve nada, / pero mire.. ./ no se prive de mirar, / que si mira, algo pasa”, cantan paradas en una esquina las hermanas Beroni, “las más hermosas y renombradas del barrio”, vestidas con medias de red, minifaldas y escotes profundos.
Los Chicos del Cordel nació hace diez años, cuando el grupo teatral Los Calandraca se acercó al Centro Cultural Barracas y comenzó a trabajar con maestras, bibliotecarios, porteros, taxistas, escribanos, peluqueros, antropólogos, estudiantes, desocupados y todos los que hoy se disfrazan una vez por semana para actuar.
“Cada vez que voy a dar una charla a una escuela de teatro me preguntan cómo hago para trabajar con gente que no estudió actuación. Les digo que aplico las mismas herramientas que todos los directores. La única diferencia es que yo las uso con los vecinos y otros con dos o tres actores. No se necesita ninguna capacitación especial para el teatro comunitario, sólo proponérselo”, explica Ricardo Talento, el director de Los Chicos del Cordel.
Talento fue quien sintetizó y poetizó la creación colectiva que dio lugar al guión. La idea de la obra nació de los propios vecinos, quienes habían decidido montar una puesta que hablara sobre el barrio. En el prejuicio inicial aparecían el tango, la solidaridad y otros valores muy instalados en el imaginario colectivo porteño. Pero cuando comenzaron a realizar improvisaciones los temas recurrentes, sin embargo, fueron los chicos de la calle, la desconfianza y la hipocresía que ocultaba el malestar. Zurciendo esos gags se armó la obra que se estrenó en el 99. “En 2001 la bajamos de cartel. Pensamos que con el surgimiento de la consigna piquete y carerola no tenía mucho sentido. Y ahora, que la gente volvió a encerrarse en las casas, nosotros decidimos salir otra vez a la calle”.
El elenco de Barracas es uno de los 30 grupos de teatro comunitario que funcionan en el país y reúnen a más de 2.000 actores-vecinos. Todos trabajan el concepto del arte como herramienta de transformación social. “La decisión fue ir quedándose cada vez más en el barrio. Los festivales y los grandes escenarios terminaban siendo muy autistas, por más que trabajáramos temas sociales. Éramos cuatro que actuábamos para quince. En cambio, cuando un vecino descubre sus facultades creativas –que todos las tenemos-, adquiere un pensamiento crítico impresionante”, señala Talento. Y aclara: “Apuntamos a lograr la máxima calidad artística. No se trata de hacer teatro de pobres para pobres, algo berreta. Si no, no es posible la transformación y sólo se retroalimenta el círculo vicioso. La calidad se logra con lo poquito que pone cada uno para hacer un todo. Por eso acá no hay figuras, hay energía grupal”.
Amalia Lopardo es una maestra jardinera de 26 años. Vivía en Barrio Norte y se mudó a Barracas especialmente para integrarse a este proyecto y convertirse en una chica del cordel. “Me salvó la vida –confiesa-, de adolescente estaba en cualquiera, perdida, todo el tiempo en la calle. Ahora tengo un lugar de pertenencia.” Amalia señala que el teatro autogestivo obliga a organizarse y disciplinarse. “Hay que cumplir con los ensayos, ser puntuales, comprometerse”, recalca. Dos veces por semana, los actores se reúnen en el galpón del Centro Cultural para practicar en dos tandas. En el primer turno, lo hacen los niños, porque al día siguiente tienen que ir a la escuela. En el segundo, los adultos. “Además de ensayos tenemos jornadas de reflexión. Siempre es importante preguntarnos qué hacemos y para qué lo hacemos”, advierte.
Al lado de la joven se quitan el maquillaje Eugenio Gagliardini, un kinesiólogo de 72 años, y su pareja, la empleada municipal Susana Bagú, de 63. “Lo más relacionado que había hecho con el teatro, era organizar las obritas de la guardería infantil donde trabajé 16 años”, dice la mujer. “Al principio, a mis hijos –que ya tienen 40- no les gustaba nada que yo estuviera acá. Encima actuaba en otra obra del grupo, donde tenía un papel medio zarpado: hacía de una vieja solterona que buscaba pareja. Pero ahora están orgullosos y traen a sus amigos a verme.”
Los primeros chicos del cordel eran hijos de los coordinadores del proyecto, pero con el tiempo la realidad se fue insertando en el espectáculo. Cuatro hermanitos del elenco, por ejemplo, fueron recientemente desalojados de la casa que habitaban. En una esquina, se levanta la instalación de un surtidor con forma de tres tetas gigantes brinda leche entera marca La Caridad: es la metáfora que los vecinos encontraron para dar cuenta del clientelismo. “En este barrio sobran tetas”, dice Relicario Iglesias, un banderillero despedido del ferrocarril -aunque parezca difícil de creer- por estar embarazado. La escena transcurre delante de unas casas precarias, armadas debajo de los arcos del puente del ferrocarril. Talento sintió cierto pudor y antes de montar la puesta se acercó a pedirles permiso a los ocupantes. “Cómo nos va a molestar si lo que cuentan es lo que nos pasa. Además, ustedes son del barrio”, fue la respuesta de quienes asoman la cabeza por los cortinados mientras Relicario concluye: “La mejor leche es la que se toma en casa”.
La ficción se funde con la realidad una vez más cuando los actores pasan delante de La Mocita, la fábrica de tapas de empanadas recuperada por sus trabajadores, mientras un vecino devenido en cadete de un delivery toca infructuosamente el timbre de un supuesto cliente para entregar una pizzas. “No hay nadie, me dijeron que era una fábrica”, se queja el chico en voz alta. Y Relicario le contesta: “Sí, es verdad. Pero cerró hace cinco años”.
El elenco en pleno espera al público en el Paseo Agustín Bardi para la escena final. Allí buscarán cuidar las apariencias. Cantarán a viva voz, una y otra vez: “Estamos bien. ¿De qué nos quejamos?”. A pesar de que después confiesen con los decibeles más bajos que este barrio ya no es lo que era, que hay chorros, chicos que nadie cuida y que están tirados en la vereda. Pero la culpa, dirán, siempre es de “los del otro lado”. De pronto suena la llamada de un tambor, el sonar de un saxo y la melodía de un clarinete. Como por arte de magia, los vecinos de la ficción se transforman en vecinos de la realidad y le gritan al público que se ya aplaude: “Siempre nos supera la realidad”.
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