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Una cena inolvidable

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Crónica del más acá

A venida Sucre, en San Isidro. La casona que se ve en lo alto, cinco veces más grande que cualquiera de las de alrededor, rodeada por un parque, es La Torcaza, de Carlos Pedro Blaquier, el dueño del ingenio Ledesma.
Desde la avenida se alcanzan a ver los techos a dos aguas de pizarra gris, el rojo de los ladrillos del frente y, tras el portón de la entrada, un jardín con terrazas y esculturas.
Aquí, una o dos veces al mes, Blaquier da una cena a sus amigos y relaciones. Dicen que usa la casa exclusivamente para eso.
Me lo cuenta un antiguo invitado a esas reuniones. La primera vez que él fue, luego de subir las escalinatas de la entrada y cruzar la puerta, se encontró parado en un enorme hall de mármol blanco, que lo dejó con la boca abierta. Pronto descubrió que por dentro la casa era de puro mármol, como un gigantesco mausoleo. Del piso al techo, todo estaba cubierto por el frío brillo de la piedra. Invadida por ese extraño entusiasmo marmoril, en La Torcaza hasta la mesa del comedor es de mármol, e incluso los dormitorios están revestidos de ese material.
Cada cena reúne a lo más encumbrado del momento. En uno de los encuentros a los que asistió, (de esto hace ya más de cinco años, cuando él era funcionario), Blaquier había reunido a un ministro de la Corte Suprema, al presidente de una multinacional, a militares y a otras personas que le fueron presentadas por sus nombres de pila y que reconoció como dueños de empresas o gente de campo. El poder real de Argentina -por lo menos una buena tajada de él- estaba sentado a la mesa del anfitrión.
-¿De qué se habla en una comida así?
-Blaquier se ubica al medio de la mesa y desde ahí administra la conversación. Le gusta recitar poemas y contar chistes verdes. Y escucharlos.
Durante la tertulia, regala a sus invitados un libro sobre La Torcaza, que abre con un poema de su autoría (“Torcaza de raudo vuelo / gris perla son tus colores) y el listado de los mármoles que lo enorgullecen. Los trajo de Italia, de Grecia, de Turquía, de Bélgica y de Sudáfrica; veintiseis tipos de piedra en total.
La casa tiene una galería de bustos de mitos que han logrado vencer la batalla del tiempo precisamente por eso, por ser mitos. Julio César y Augusto adornan un corredor y en los salones hay estatuas de Apolo y Diana. Aunque en el portal de entrada, ha preferido colocar dos leones de custodia. Buena mezcla: adentro, dioses y emperadores. Afuera, leones.
Antes de que la noche termine, el anfitrión golpea las manos y convoca a todos a conocer el parque.
El personal de servicio pone mantas sobre los hombros de los comensales para que el rocío no los moleste. Y allá van, en procesión por el jardín, como una pequeña corte, siguiendo al dueño de la casa.

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El fiolo que te parió

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“Todo lo que conocí en la prostitución traté de llevarlo a otros espacios.” Fue así como Sonia Sánchez encontró una fórmula para analizar el mundo actual. Problemáticas como la identidad, el Estado, la resignación, el trabajo y la alienación cobran una perspectiva clara y evidente: el sistema fiolo. Un concepto desde el cual puede analizarse temas tan variados como el trabajo precario o el fútbol. Y, por supuesto, la política, con sus proxenetas estelares: los punteros políticos.
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La lucha de clases, versión góndola

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La sociedad estalló y el viejo consumidor voló por los aires. Fueron las grandes cadenas de supermercados las que primero advirtieron que en lo que fue un mismo territorio ahora conviven varios países. ¿Qué estrategias se dieron para venderle a cada uno de ellos? La resistencia de los que compran.
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Capita(fio)lismo

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