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Crimen de Blas: policía reconoce que plantaron un arma
Una policía imputada reconoció que en la escena del crimen de Blas, un joven cordobés de 17 años, se plantó un arma para escenificar un tiroteo que no fue. Esta prueba ratifica la teoría de gatillo fácil que plantean los amigos, que fueron tiroteados por la policía de auto a auto. En esta nota describimos el caso, las dudas y el pedido de justicia, contamos quién era Blas y cómo actúa en Córdoba una violencia policial sin límites que espera esta vez tener condena.
El caso de Blas movilizó a toda la provincia de Córdoba contra el gatillo fácil, como venía sucediendo desde hace años con la Marcha de la Gorra. Los detalles del caso revelan la saña policial y el encubrimiento judicial que envuelven crímenes que recuerdan a la dictadura. Por qué es un sistema que perdura y cómo se organizan los jóvenes para cambiarlo. La voz de amigos de Blas, la mamá de Facundo Alegre y de quienes desde la Marcha de la Gorra analizan el control territorial que genera el Estado a través de lo que no dudan en llamar fusilamientos.
Por Lucrecia Raimondi.
Noche del miércoles 5 de agosto. Córdoba capital. Valentino Blas Correas, de 17 años, con dos amigos y la novia de uno de ellos, todes adolescentes, se juntan a comer pizzas en un bar del centro. Después de cenar pasan a buscar a un quinto pibe en un barrio del sur de la ciudad cordobesa. Van a la casa de otro amigo. Pero el encuentro nunca sucedió. La madrugada del 6 de agosto a Blas lo mató la policía.
Andaban en un Fiat Argo blanco. Conducía el mayor de ellos, con 18 años recién cumplidos. Al lado, de copiloto, su novia. Atrás los tres chicos, Blas sentado en el medio. Después de cometer una infracción de tránsito (doblaron a contramano en una calle) en el cruce con la avenida Cruz Roja una posta policial les hizo señales de frenar. Por miedo a la policía, evadieron el control. Fue entonces que los policías Javier Alarcón y Lucas Gómez, parados al costado de los móviles y al ver que el Fiat no frenaba, dispararon más de 20 tiros contra el auto de los pibes. Aterrado, el adolescente que manejaba aceleró para escapar de las balas.
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Pasando la Ciudad Universitaria, a pocos metros de recibir los disparos de la policía, dos de los tres chicos que iban atrás, asustados, pidieron que les abrieran las puertas para seguir caminando. Le dijeron a Blas que se bajara con ellos. Blas expresó que no podía moverse, que lo habían herido: uno de los balazos atravesó el vidrió trasero e impactó en el omóplato del adolescente. Con las puertas abiertas y Blas desangrándose, el conductor aceleró para buscar ayuda en la clínica Aconcagua, donde les negaron la atención.
Siguieron en busca de otro hospital, Blas mal herido atrás. Un patrullero se les cruzó y no los dejaron avanzar. Blas murió por las balas de la policía y la falta de atención médica.
Por el asesinato de Valentino Blas Carreras hay 12 imputados, de los cuales 5 están detenidos: dos por homicidio doloso y tentativa de homicidio, los que apretaron el gatillo fácil, y otros tres policías por encubrimiento: según la investigación, quisieron plantar un arma en el escenario del crimen. Además, están siendo investigados tres médicos por abandono de persona y tres oficiales por omisión del deber público. Y un policía está imputado por lesiones calificadas por cachetear al pibe que conducía el auto, cuando buscaban auxilio y les cortaron el paso.
La familia de Blas va más allá en las responsabilidades y aseguran que la muerte del adolescente responde a las políticas del gobernador de la Provincia, Juan Schiaretti, el ministro de Seguridad cordobés, Alfonso Mosquera, y el jefe de la Policía provincial, Gustavo Vélez. Según la CORREPI, este año se registraron, con el de Blas, seis casos de fusilamiento por parte de las fuerzas de seguridad en los barrios de Córdoba: Gastón Mirabal y Fabián Perea en la capital; Franco Sosa en Ciudad Evita; José Ávila en Villa El Libertador; y Lorenzo Rodríguez en Río Tercero. Además, la coordinadora anti represiva supo de dos otros hechos graves de violencia policial en Córdoba: Alejandro Amaya, de 15 años, fue herido de gravedad con balas de la fuerza provincial y Horacio Romero fue atropellado por un patrullero, golpeado y detenido sin recibir atención médica por romper la cuarentena.
Muerte joven
Blas y sus compañeros estaban terminando el secundario en el colegio San José. Se conocieron en primer año y construyeron un vínculo de hermanos. Eran un grupo de amigos inseparables. Al principio de las clases Blas renegó mucho porque no podía ir al colegio. Extrañaba caminar las dos cuadras hasta la escuela, molestarse en el recreo con sus amigos, disfrutar el sexto y último año, que para todo adolescente es el más lindo e importante. A quien lo conocía de afuera, dice su hermano Juanse, Blas no parecía un chico simpático: “Tenía cara de mala onda pero es la típica cara seria que tenemos en la familia”. Blas era tímido pero cuando entraba en confianza era muy gracioso, un personaje muy particular, un pícaro que hacía reír hasta a sus profesores.
Blas ya no está y los chicos que iban con él en el auto quedaron muy mal, shockeados y dolidos. “Perdieron a su amigo de la peor forma posible”, dice Juanse, de 19 años, que mantiene un contacto diario con los sobrevivientes y los conoce por el vínculo apegado que tenían con su hermano. Recuerda que cuando llegaron al lugar había más de 50 policías rodeando el auto baleado con Blas adentro. No los dejaron pasar ni les informaron sobre qué había pasado. Ahí empezaron a tener miedo: “A que ensucien, a que mientan; miedo por nosotros mismos, también porque mi papá se desmayó y no lo atendieron, no nos hicieron el psicológico ni nada, nos trataron con mucha frialdad los policías”, dice Juanse. Y cuenta una realidad que para ellos marcó un límite: “La policía mató a un niño. No puede ser que vivamos así”.
Todo podrido
A diferencia de otros chicos pobres de las barriadas cordobesas, los amigos de Blas aseguran que antes de esa noche no tenían miedo a que un policía los matara. Pero ahora la percepción cambió: “Ahora tenemos miedo de cualquier cosa porque nos mostraron la peor mugre. No eran dos policías: esa noche eran fácil cincuenta entre comisario, subcomisario, cabos, todos metidos ahí, sin dejarnos pasar, ensuciando todo”. Juanse resume: “No es el mundo en el que yo quiero vivir. No quiero salir teniéndole miedo a la policía. La pregunta no es por qué los chicos no frenaron, sino por qué los chicos tienen miedo a frenar cuando los para la policía. Eso es lo que yo quiero lograr cambiar. Si yo tengo que salir a hablar, tengo que ir pidiendo las respuestas, lo voy a seguir haciendo. Mi familia lo va a seguir haciendo. No vamos a bajar los brazos”.
La contención a la familia vino de sus amigos, sus vecinos, de los habitantes de Córdoba que se conmovieron con el crimen de Blas y salieron a las calles en lo que quizá fue la movilización más grande en toda la cuarentena. “Nunca me imaginé que la movilización iba a ser tan grande -sigue Juanse-. La gente salió igual a pesar del miedo por la pandemia. Se ha despertado y eso me impresionó. En la sociedad veo que la gente no baja los brazos, se compromete con el ruido nuestro, de tomarse el tiempo de difundir algo que no le pasó pero sabe que le puede pasar y se dio cuenta de que esto no puede seguir así”.
Lo profundo
La Coordinadora de Víctimas de Gatillo Fácil regional Córdoba continuó organizándose para la Marcha de la Gorra pero también para acompañar los casos nuevos que sucedieron y mantener viva la memoria de los casos históricos como el de Facundo Rivera Alegre. Su mamá, Viviana Alegre, es un testimonio directo de quien vive, quien sufre y quien transita la represión estatal: su hermana y su cuñado están desaparecidos por la última dictadura cívica-militar y en 2012 la policía de Córdoba desapareció a su hijo en democracia. “De la situación de represión mucho no se habla y está igual que en todos lados a nivel nacional. Acá con Blas Correas se hizo más visible pero hubo más casos que no tuvieron mediatización porque eran pibes de barrio, de otras zonas”, interpreta Viviana.
Agustín participa de la Marcha de la Gorra en Córdoba desde hace seis años. Entiende que el término más adecuado para referirse al gatillo fácil es el fusilamiento, por la herencia de las prácticas represivas por parte del Estado y porque la mayoría de las muertes en ocasión de disparo por parte de las fuerzas de seguridad son por la espalda.
En ese sentido, analiza Agustín que la Marcha de la Gorra construyó un proceso de identificación de la represión estatal en Córdoba, que empezó con detenciones arbitrarias y persecuciones, continuó con las desapariciones forzadas en democracia y culminó con los fusilamientos. Y que esta violencia creciente es la que se vive hoy en la provincia, donde la Policía de Córdoba y las fuerzas de seguridad nacionales apuntan estas prácticas represivas sobre un sector de la población con un objetivo planificado. “Para nosotros es muy importante pensar ese término, disciplinamiento y control social, y que tiene que ver con un aumento de la fuerza represiva, no solo material en cuanto a agentes y a patrullaje y armas y sofisticación y tecnologías, sino también a la intencionalidad política. No fue suficiente la detención arbitraria y las violencias, sino que profundizaron la utilización de esas herramientas para terminar desapareciendo personas y fusilándolas”.
¿Qué políticas hacen visible estos lineamientos?
Por ejemplo, desde los gobiernos de la ciudad trazaron un diseño urbanístico geográfico determinado. Los asentamientos que durante muchísimos años estuvieron en el centro de Córdoba fueron erradicados y trasladados hacia las afueras con la intención de que no se vean las poblaciones más empobrecidas, más desfavorecidas. Despejaron el centro de lo que no debe ser visible, lo llevaron hacia donde no se ve. Entonces esa gente que antes ocupaba los barrios del centro fue llevada a la periferia. Ahí crece una generación. Que cuando empieza a querer venir al centro es detenida, perseguida, se le prohíbe el circuito, no puede ir a los shopping, no puede ir a los paseos, no puede ir a los juegos, tienen que hacer todo en su barrio. Y la gente del centro que tiene una apariencia similar a los desplazados, corre la misma suerte. Así definen los sectores públicos por donde algunos cuerpos e identidades pueden transitar.
En carne propia
Agustín sufrió represión estatal en varias oportunidades. La más vejatoria fue en un baile del cuartetero Ulises Bueno: un oficial de la policía lo obligó a desvestirse en un cubículo del baño de varones para revisar si tenía drogas. Agustín, que acompaña a los pibes de barrios populares y les explica cómo defenderse de la policía, no pudo defenderse a sí mismo. Estaba aterrorizado. Se sintió violado. Reconoce que fue la secuencia más grave que vivió, pero que los abusos policiales, no solo la violencia física sino también la verbal, dejan marcas profundas en la subjetividad de lxs pibxs.
Las juventudes son la población que en mayor medida sufren estas prácticas policiales. Y las características de estigmatización que orientan el accionar represivo, para Agustín, están bien definidas: ser joven, de piel morocha, con un estilo de vestimenta deportivo; usar gorra, pertenecer a un barrio vulnerable, los tatuajes, la música, la forma de pararse o de estar sentados, los lugares a los que van a divertirse como puede ser un baile popular de cuarteto.
¿Qué genera esta violencia estatal?
Agustín: “Se va configurando un sujeto, una forma de ser que en primer lugar les tiene mucho miedo a esos agentes, a esos uniformes. En segundo lugar, mucho odio, demasiado odio. Y un tercer punto es que prepara a esas juventudes para que puedan hacer lo que quieren porque estén haciendo algo o no estén haciendo nada, esa misma violencia la van a sufrir”.
Viviana Alegre, que sostiene la memoria de sus familiares desaparecidos con la militancia anti represiva en Córdoba, hace una lectura del asesinato de Blas y que va más allá de este caso puntual. Una perspectiva de deécadas de historia, para comprender el presente. Viviana refuerza la idea de que no se trata de un hecho aislado y que la visibilización mediática de los fusilamientos está atravesada por una cuestión de clase: “Los chicos asesinados como Blas existen hacen rato pero viven en zonas marginales, en barrios populares y son de familias laburantes. Pero de ellos no se habla porque se estigmatiza a la víctima por su condición social, educativa o si tuvo algún antecedente. Y no tiene nada que ver si hicieron algo o no porque son iguales a otros chicos, todos tienen sueños y proyectos pero diferentes posibilidades”.
La mamá de Facundo Rivera Alegre analiza que el problema estructural es la injusticia social: “Hay chicos que son diamante en bruto pero se criaron en situaciones familiares complicadas y el Estado no les garantiza las oportunidades para estudiar y tener un trabajo. El problema central es la desigualdad, que los funcionarios fomentan, y beneficia a los que tienen el poder. La condición socioeconómica es lo que prevalece. Unos hijos valen más que otros para ellos por su condición social o el barrio donde viven, pero las fuerzas represivas a nuestros hijos e hijas nos los matan por igual”.
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