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Desobede-ser: nietas y nietos de genocidas

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Sus abuelos estuvieron involucrados en delitos de lesa humanidad durante la dictadura. Ellas y ellos formaron dos colectivos para denunciar el horror y llamar a la desobediencia. Qué significa ese corrimiento. Los silencios, las culpas, la confrontación familiar. La vergüenza politizada. El arte como escenario público. Y cómo pensar la desobediencia en tiempos negacionistas. Por Lucas Pedulla.

Desobede-ser: nietas y nietos de genocidas
Fotos: Lina Etchesuri

1. Otra mirada

“Somos lxs hijas, hijos, nietas, nietos y familiares de los genocidas que protagonizaron la feroz dictadura de la historia argentina. De allí venimos”. 

Fue un día común, dice Augusto De Bernardi (22), y lo común en su historia de adolescente de 14 años era salir del colegio Domingo Savio de Santa Rosa, provincia de La Pampa, e ir directo a su casa. Lo poco común, lo extraordinario, o el “baldazo de agua fría”, como suele definirlo, apareció en boca de su mamá, que lo recibió con una noticia también extraña:

-A tu abuelo lo están trasladando a San Luis por un delito de lesa humanidad.

Augusto no sabía de qué le estaba hablando, ni entendía qué era eso de lesa humanidad, algo que nunca había escuchado en el colegio. Su mamá tampoco podía agregarle mucho, solo que a su abuelo, Carlos Ozarán, lo habían detenido en Buenos Aires y que ella misma se había enterado de que, aparentemente, tenía una causa. “Una cuestión política que ya se va a arreglar”, se repetían en la familia, como una forma de abarcar lo innombrable.

El joven Augusto supo entonces que su abuelo había tenido otra causa en los años noventa y que la habían cerrado. “Se lo están llevando a la cárcel”, se lamentaba, sin que le entrara en la cabeza tanta injusticia. Acompañó ese proceso y lo iba a ver al penal, en San Luis, llorando y conociendo a los compañeros con los que estaba en prisión: todos militares. “Me acuerdo que me sentía mal de ver a la gente ahí. Cómo mi abuelo puede estar acá, pensaba, pero en ningún momento me cuestionaba por qué era. Nunca pregunté qué había pasado. Solo me quedé con que era una cuestión política, que ya se iba a arreglar todo: para mí era imposible que mi abuelo hubiera hecho algo. Y me repetía: yo lo conozco”.

Siempre quiso ser abogado y en esos años cobró más fuerza como deseo para defender a su abuelo: que todo se esclarezca y se llegue a la verdad. “Lo voy a sacar”, se repetía, aunque en 2015 fue condenado a 20 años de prisión. “Todo esto fue así hasta una de esas visitas en San Luis. Era 2017”. Un día Augusto se quedó solo en el cuarto del hotel. Sabía que su familia guardaba en un cajón cintas de VHS con las audiencias del juicio grabadas. “Agarré uno de esos casetes al azar para ver cómo es que se desarrolla un juicio. Lo puse”. Cierra los ojos: “Siempre digo que las cosas que pasan no son casualidades”. 

La imagen en la televisión mostró a una madre llorando por el secuestro de su hijo. Luego, a sus compañeros de militancia. Augusto no lo podía creer: “Contaban los detalles de la situación. Decían que esa persona había sido detenida y desaparecida por orden y a manos de mi abuelo. Lo nombraban. Para mí fue un impacto. Ver a esa madre llorando. No puede ser algo político, pensé. Algo tenía que haber pasado”.

Augusto terminó el video y tomó una decisión: no le dijo nada a su mamá. Fueron a la cárcel de visita habitual y fue directo: “Crucé miradas. Había algo, internamente, que ya no lo reconocía. Ya no quería estar en ese lugar. Tartamudeando le pregunté qué había pasado, por qué estaba ahí. Empezó con su discurso: que todo era político, juicio armado. Hasta que le dije lo que había visto en el hotel: una señora llorando porque le habían desaparecido al hijo. ‘Que lo estabas esperando vos en el batallón’. Me acuerdo que me miró a los ojos: me dijo que eran todas mentiras, que era gente mala que tenía intenciones económicas. Ya no lo escuchaba, solamente lo miraba. Quería verlo, pero ya no lo estaba viendo. No era el abuelo que había conocido esos 16 años. Veía otra mirada, eran otros ojos”.

¿Qué viste?

La deshumanización. Las violaciones. La tortura.

2. El diablo en pinta

“En mayo de 2017, después del fallo de la Corte Suprema de Justicia conocido como el 2 x 1, muchxs de nosotrxs empezamos a buscar la manera de alzar la voz, entendiendo el retroceso que el gobierno actual estaba llevando a cabo en materia de derechos humanos. A partir de publicaciones en la prensa, nos dimos cuenta de que no éramos lxs únicxs con estas inquietudes y comenzamos a encontrarnos”.

A Natalín Videla le llegó una de esas publicaciones en la prensa por un compañero de militancia. “No tengo nada que ver con Videla”, se presenta, 35 años, para aclarar que no hay ningún lazo con el asesino y secuestrador de bebés Jorge Rafael, sino que ese es el apellido de su madre. “Mi abuela no me quiere dar el apellido de mi viejo”, aclara y vislumbra en esa frase, y en el tono de voz en que lo dice, una historia brutal que Natalín ubica rápido para entender la densidad, el horror: “Mi abuelo mató de un tiro a mi papá”. 

Silencio. 

Su abuelo se llamaba Alfredo Telis. Su abuela se llama María Isabel Venturino. Ambos figuran en un listado con 700 nombres del personal civil del Servicio de Inteligencia Naval (SIN) que operó en dictadura. Una de sus bases fue la ESMA. Natalín descubrió el documento en 2015, mientras buscaba en un ciber información de sus abuelos, en medio de la disputa judicial con su abuela por el apellido. La historia la completó en pandemia cuando su mamá le preguntó si quería saber la verdad. Le advirtió que era dolorosa. Natalín le dijo que sí. Y entonces así puede contarla y contarse: “Mi abuelo le instaló a mi papá que se meta en la ESMA, que iba a poder garantizar futuro a su familia. Mi viejo ingresa. No podía estar casado ni tener hijos. Cuando yo nací, mi abuelo le preguntó a mi mamá si quería que me reconozcan como si fuera su hija. Mamá dice que no. Ella termina abriendo los ojos de lo que pasaba en casa porque un día, mientras pasaban en la tele una noticia sobre restitución de los nietos, mi abuela le dice a mi abuelo: ‘¿Viste? Menos mal que no te metiste en esa. Mirá en qué quilombo nos hubiésemos metido’. Mis viejos estaban comiendo. Se querían morir. Se quedaron mirando, duros. Mi viejo, después, se va de la ESMA, no lo aguantaba. En el 89 mi abuelo queda acuartelado en La Tablada. Cuando vuelve a su casa, empieza a tomar, y tiene una discusión con mi papá. Él le dice que los milicos son una mierda y unos hijos de puta. Mi abuelo sacó el arma, un calibre 22, y le disparó. Mi abuela cuenta la verdad a un compañero de mi viejo, que es por el que se termina enterando mi mamá. Mi abuelo queda preso un año y los mismos abogados que lo defienden, militares, arman el relato del accidente: que mi viejo había agarrado el arma y, en una maniobra, se disparó”.

Con esa versión se crio Natalín. “Mi abuelo tomaba y se volvía loco. Un día entró en calzones a los gritos al cuarto de mis viejos, apuntando con el arma a mi mamá, que estaba embarazada, diciendo que la iba a matar. Mi viejo se metió en el medio. Otro día tomó y se puso a contar cómo picaneaban, que a una mujer le habían cortado los senos. Se ponía sádico y, por momentos, también se ponía a llorar. Tomaba y era el diablo en pinta”. 

Natalín recuerda su infancia en esa casa, jugando en los mismos lugares donde había pasado todo. Recuerda que un día su abuelo le regaló una hamaca, que otro salió con su abuela a darle de comer a los pajaritos. “Ellos me querían ver y yo quería ir a su casa, mi mamá mucho no podía hacer. Pero hablaban mal de mi familia materna: mi abuelo había sido delegado de una textil y lo hicieron renunciar amenazando que le iban a hacer boleta a la familia. En ese momento mi vieja tomó la decisión: Natalín no viene más”.

Se emociona cuando habla de su mamá: “Me saco el sombrero con ella. Todo lo que vivió, lo que sufrió. Lo que tuvo que afrontar. De chiquita yo dibujaba a mi papá en el cielo y a mi mamá y a mí jugando en una plaza. Sabemos que las víctimas de la dictadura son los compañeros detenidos desaparecidos, pero mi viejo fue una víctima de esa casa, de esos vínculos enfermos. De lo que significa rebelarte de los milicos. Sé que él me hizo rebelde”. 

¿Tu abuelo fue juzgado?

Mi abuelo murió impune.

Silencio. 

3. “Tuvo que ver”

“Acatamos por miedo o por amor todo lo que pudimos y nos esforzamos en seguir creyendo. Hasta que ya no pudimos más y la verdad nos explotó en la cara”.

Para Juliana Vaca Ruiz (28) el detonante fueron los últimos días de vida de su abuela. En ese proceso, de profundo duelo por la despedida de un familiar amado, Juliana se encontró con su papá en un camino que define como sincrónico. “Un día estábamos en la casa de mi abuela y aparecen fotos. En todas había milicos, reuniones, actos, mi abuelo con armas en lugares, galpones, y todas estaban entre las fotos de cumpleaños de la tía Patricia. Ese nivel de naturalización. Cuando mi papá empieza a rescatarlas, me dice: ‘tenemos que hacer algo con esto, el abuelo trabajaba en el servicio de inteligencia’. Y ahí me empieza a contar cosas, como que el lugar donde lo llevaba a jugar al fútbol era un centro de detención”. 

Su papá, rápidamente, se puso en contacto con HIJOS Rosario. Juliana fue más despacio: “Empecé terapia por ese entonces y la terapeuta me preguntó por mi familia. Naturalmente hablé de mi papá, de mi mamá, que mis abuelos eran militares. Ella, súper feminista y de izquierda, me pregunta: ¿cómo militares?”. Juliana, militante universitaria y por los derechos humanos, entonces lo vio: “Ahí me cayó la ficha. Yo lo decía normal, era su trabajo. Y lo vi. En ese momento los dos empezamos a armar la figura de un padre y abuelo genocida”.

Omar Jesús Vaca era suboficial del Ejército, integraba el Destacamento de Inteligencia del ex Batallón 121 de Rosario, bajo las órdenes del ex teniente coronel Pascual Oscar Guerrieri, condenado a prisión perpetua en 2010 por crímenes de lesa humanidad en la causa Guerrieri I. Los horrores motivaron otros dos procesos: Guerrieri II y Guerrieri III. “Mi abuelo murió en 2006, y murió impune. Todo ese segmento de inteligencia goza de una impunidad muy grande. En Rosario, después de la dictadura, hubo un robo en Tribunales y se llevaron toda la documentación”. Fue en 1984 y recién el año pasado hubo sentencia: en un juicio abreviado condenaron al Jefe de Inteligencia del Comando del Cuerpo II del Ejército, Héctor Fructuoso Funes, por el robo, y se constató que había sido un golpe planificado por el propio Ejército. La pena: cuatro años de prisión.

El abuelo Omar era parte de esa estructura. “Los trabajos que hacía de espionaje los llamaban ‘el ambiental’. Es un término que se sigue usando en trabajo social, por ejemplo, para relevar las condiciones de vida de una familia, la situación habitacional; bueno, mi abuelo se dedicaba a espiar a las personas, saber sus horarios, ficharlos. No está nombrado en ninguna causa. Pero sí nos llamó la atención que, ya muerto, mandaron a pedir su legajo en una causa por robo de bebés en el Hospital Militar de Paraná”.

Hay otra causa en la que su papá declaró: la del asesinato de Luis Alaniz. Fue el 19 de febrero de 1976, un mes antes del golpe. Todos en su familia sabían que esa noche había pasado algo, que a aquel psicólogo y militante de 33 años lo sacaron de su casa, lo corrieron por la calle, que lo mataron. “Mi abuela le contó a mi papá que mi abuelo estuvo implicado -dice Juliana-. ‘Tuvo que ver’, le dijo. Mis abuelos vivían al lado de la casa”. 

¿Tu abuela habló?

Mi abuela dijo eso pero nunca más dijo nada. Y no es que no sabía. Él la hizo entrar a la fábrica de armas, en plena dictadura, y le decían la Mata Hari (por la mujer que hizo tareas de espionaje para Alemania en la Primera Guerra Mundial). Sabía muchas cosas que nunca contó. Las abuelas, por más que los viejos estén muertos, los van a seguir apañando, acatando todo lo que dice el pater porque en ellas reposa esa idea de la reproducción familiar y el mantenimiento de esa unión. Romper la figura del pater, para ella, es romper con la idea sagrada de la familia. Es la punta de la pirámide: todo nace ahí.

Juliana se crió en el sur, en Santa Cruz, y no tuvo mucha relación, pero recuerda a su abuelo alto, robusto, con un hábito peculiar: “Tenía la costumbre de pasarse todo el día en el sillón mirando por la ventana, siempre vigilando la calle atrás de la cortina. ¿Qué miraba? No sé, seguía espiando. Todo el tiempo, con la radio prendida. En su habitación tenía un balcón y puso un espejo retrovisor: desde adentro podía ver quién pasaba por la vereda”.

También recuerda un almuerzo en el que la pequeña Juliana tenía agarrados los cubiertos al revés de la tradición: el tenedor en la mano derecha y el cuchillo, en la izquierda. “¿Esta nena es zurda?”, le preguntó el abuelo Omar a su papá. Tenía 5 años.

Desobede-ser: nietas y nietos de genocidas
Augusto De Bernardi (22) se enteró de los crímenes de su abuelo por un VHS de las audiencias del juicio: “Venimos de lugares muy sucios y oscuros de la historia y fue un destello de luz y de amor lo que nos hizo salir de ahí”.

4. Mirar el monstruo a la cara

“Poder tomar distancia de algo tan íntimo como la ‘propia sangre’ es un recorrido doloroso pero necesario, que nos libera del peso de la ‘culpa’ por lo que nuestros predecesores hicieron”.

Año nuevo, celebración familiar en una quinta conurbana, su papá a punto de empezar el show de fuegos artificiales y, mientras miraban las estrellas, Natalia Dopazo le preguntó al abuelo de qué trabajaba antes. “Luchaba contra la subversión”, le respondió. “En ese momento, y para una niña de 7 u 8 años, decir mayonesa o subversión era lo mismo”, piensa Natalia, hoy, a sus 36. El sentido -la respuesta- vendría mucho después.

Siempre ocultó, por recomendación familiar, que su abuelo era militar: “Mi viejo militó en el PC (Partido Comunista), no eran de ese mundo, pero era por una cierta protección”. Tampoco contaba en la escuela que los fines de semana iban al Círculo Militar en Olivos, provincia de Buenos Aires: solo decía “El Club”. Pero la situación familiar “se puso rara” en 2002, cuando “El Tata” fue detenido. En ese momento su abuelo y su abuela estaban separados, pero ella salió de garante y aceptó vivir con él para que no fuera a cárcel común. Dos años después, Natalia leyó una nota en la contratapa de Página/12 que lo nombraba con apellido y cargo: Orlando Oscar Dopazo, jefe del Batallón de Comunicaciones de Comando 141 de Córdoba. Allí aparecía también el relato, con detalles insoportables, del asesinato de un militante de las FAL. Natalia deseaba que no asociaran ese apellido con el suyo: “Siempre me habían dicho que mi abuelo no había hecho cosas ‘tan graves’. Que participó pero no mató. Que no torturó. Durante esos años me alcanzaba como respuesta, pero entonces empiezan los juicios, y decía que lo estaban juzgando mal, que le endilgaban cosas que no había hecho. Había un halo medio raro. Hasta que empecé la facultad”.

Cada vez se hacía más preguntas. Tecleaba su apellido en los buscadores de Google, buscaba en organismos, consultaba amigos: “Cuando tenés estas historias no es fácil. A veces leés cosas y no las entendés. Se te bloquea el cerebro. O se te olvida”. Un novio le contó que había estado implicado en el asesinato del poeta Francisco Paco Urondo, en Mendoza, un operativo donde también desaparecieron a su compañera, la periodista Alicia Raboy, y secuestraron a su hija Ángela. Cada vez era más duro. “De pronto fui profe y tuve que llevar a mis alumnos a ex centros clandestinos”, dice Natalia, y en esas experiencias le era inevitable comparar el casino de oficiales de la ESMA con los Casinos de Oficiales de Córdoba o Mendoza donde su abuela le contaba que hacían fiestas.

Fue hace tres años que Natalia encontró un documento en la Secretaría de Derechos Humanos. Allí Dopazo aparece como jefe de Inteligencia G2 de Mendoza. Allí estaba. Tenía pesadillas: soñaba con una chica de pelo corto, con torturas, con violaciones, personas que no sabía quiénes eran pero veía sufrir. Ya sabía de la existencia de un colectivo que reunía familiares de genocidas, aunque todavía no era momento. “No lo hacía por la humanidad, lo hacía por mí: necesitaba saber”, dice Natalia. Sí le escribía a una de esas hijas desobedientes, Lili Furió, la mejor amiga de su mamá junto a otra mujer: las tres hijas de militares, pero Lili fue la única que hizo esa ruptura: “Cuando mirás al monstruo a la cara no podés hacerte más la boluda”, le decía Lili. Es que ya no era solo el Tata, ese abuelo que la cuidó hasta los 12, el de los asados, las compras, el que la llevaba a jugar a la plaza. “Fui confirmando la sospecha de que hizo muchas cosas malas: no había sido un administrativo nomás. Cuando el desconocimiento es tan grande no podés preguntar ni repreguntar. Estuve muchos años intentando encontrar a las personas que me pudieran dar respuestas. Mi abuelo tuvo varios juicios, pero nunca llegó a sentencia. Murió en 2010”. 

Ese día Natalia lo había ido a ver al Hospital Militar: “Se murió ahí conmigo. Un paro”.

5. Del otro lado 

“Si bien el vínculo filiatorio determina nuestro encuentro, no es la relación personal que tuvimos con el familiar lo que nos convoca, sino un posicionamiento social y colectivo de repudio al accionar genocida”.

Para Nicolás Ruarte (34), el período 1976-1983 era un punto más en una línea de tiempo histórica que se leía relativamente sencilla: gobierno democrático-dictadura militar-gobierno democrático. “Me enteré de qué era la dictadura el día que mi abuelo cae preso”, dice, y eso pasó en 2003. Tenía 13 años y una preocupación: cómo iba a contar lo que ocurrió en su escuela. Entonces abrió un proceso que tiene otro punto en 2007 con una condena que Nicolás vio por TN: Luis Arias Duval, Jefe de la Central de Reunión del Batallón 601 de Inteligencia, condenado a 25 años de prisión, junto a otros siete militares, entre ellos el ex jefe del Ejército Cristino Nicolaides, por el secuestro y la tortura de seis militantes montoneros en la primera causa por la Contraofensiva. Cinco siguen desaparecidos. 

No fue el único en la familia. El hermano de Luis fue Alberto Arias Duval, un ginecólogo que asistía a partos en la ESMA y murió sin llegar a juicio. Su primo, el excoronel del Ejército Agustín Arias Duval, fue detenido y procesado por el Circuito Camps: estaba acusado de participar en el ataque a la casa de Daniel Mariani y Diana Teruggi, donde secuestraron a Clara Anahí, nieta de Chicha, fundadora de Abuelas. También murió sin juicio. Por la otra rama familiar, su abuelo paterno es Orlando Miguel Arcángel Ruarte, teniente coronel del Batallón 101 de Comunicaciones de La Plata. Estuvo preso e imputado por dos homicidios y una privación ilegal de la libertad, pero no llegó a la sentencia por problemas de salud. Nicolás no habla mucho de él por no tener una relación como la que tuvo con Luis.

Tras la detención de su abuelo, Nicolás comenzó a investigar por su cuenta para saber qué había pasado. Si bien su mamá siempre se posicionó en contra de esos crímenes, las discusiones en la casa donde el abuelo Luis tenía el beneficio de la prisión domiciliaria, eran largas y arduas respecto de cómo tenía que ser su defensa. “Mi abuelo, para mí, era un héroe. Fue difícil separar esa figura para tratar de indagar algo más. Lo quería muchísimo”. Todos los miércoles de su vida, desde los 4 hasta los 14 años, Nicolás salía del colegio e iba a lo de su abuelo. La radio prendida todo el día cantando tangos, sus milanesas con puré, sus pizzas amasadas, su pelo engominado, su traje impecable. Imágenes y recuerdos de la misma persona que ya en domiciliaria, cuando Nicolás le preguntó si los desaparecidos eran 30.000, se paró y sacó, del armario en el que guardaba su arma un listado. “No andes repitiendo boludeces”, le dijo y se lo mostró. Nicolás recuerda: “Era un listado con muchas hojas apaisadas, con nombres y números de DNI. Era parte de su defensa, para decir que eran muchos menos. Mi abuelo sabía mucho. Pero nunca habló. Y se lo recrimino”.

Nicolás se fue alejando de esa casa, de esas reuniones, de ese abuelo. Necesitaba saber más. A sus 15 le pasó algo: “Me puse de novio con una chica que tenía un familiar desaparecido. Le prohibieron ir a la casa de mi abuelo. Ahí pude ver, más allá de lo que me contaba mi mamá, lo que significó para una familia en carne propia, del otro lado de la represión. Porque siempre escuchaba que los Montoneros, que las bombas, que eran ‘ellos o nosotros’, y recién ahí pude ver el otro lado: los 30 mil, que te cuenten cómo entraron a la casa, el exilio, las redadas. Con ellos fui a mi primera marcha del 24 de marzo, en 2006”.

¿Qué recordás, qué sentiste?

Los cantos. El poder de la voz: “Como a los nazis les va a pasar…”. Me resonó mucho. El poder de movilización, las miles de personas por la causa. En esa época todavía creía parte del discurso de mis abuelos y me fui con la sensación de que no era divertido estar acá. Me fui casi sintiéndome un infiltrado. Tenía miedo de que alguien dijera: ‘Él es nieto de milicos’”.

No pasó, y en esa marcha, que fue la primera a la que Nicolás había ido en la vida, también se abrió algo. Empezó a trabajar en teatro y, tras un paso estudiando Ingeniería en Sistemas (“dejé, no me hacía feliz”), se metió de lleno en el arte: es dramaturgo, escenógrafo, músico, intérprete. En una obra llamada Habitus, que trataba sobre la violencia social, el final estaba reservado para que sus intérpretes rompieran el código de escena y hablaran al público, narrando una historia real. Nicolás le contó a la directora su historia, y le preguntó si podía sumarse. Le dijo que sí y así nació su monólogo Documento Nacional de Identidad: “Fue la primera vez que conté mi historia en público”. 

Esa ruptura lo llevó a investigar para poner en escena su propia obra de teatro que llamó Arizmendi, por el alias que utilizaba su abuelo en dictadura. En esos años un compañero le acercó un recorte de una nota de un diario sobre un colectivo con un nombre extraño: Historias Desobedientes. Los contactó para entrevistarlos para su obra. Pero nunca más se fue: “Fui el primer nieto que se integró al colectivo”.

6. Juicio y castigo

Los pliegues de estas vidas se ubican en el mapa de una nueva generación de derechos humanos. Estas desobediencias se organizaron en 2017 con una primera ruptura en la obediencia debida de esas familias por parte de hijos e hijas. Lo que traen Augusto, Natalín, Juliana y Nicolás -como integrantes de Historias Desobedientes- y Natalia -de Asamblea Desobediente- es otro tipo de corrimiento: son nietas y nietos, y de este grupo solamente Juliana tiene a su papá militando en el colectivo. El resto sintió una pulsión mucho más fuerte que el mandato, las tradiciones, el clan familiar, el dolor de sus madres y padres. 

Nicolás: “Lo siento como un deber. Nadie elige dónde nace, los vínculos que tocan, la familia que tiene: la vida nos puso en esta situación y nos dio estas cartas tan singulares. Sé que lo que hicieron es verdad: en la Sala de Embarazadas de la ESMA hay una placa con el nombre de mi tío abuelo. La primera vez que la vi me quebré: no me pueden negar que el tipo formó parte de eso. No lo siento como una culpa, pero sí que con estas cartas, por este punto de vista que nos tocó, tenemos la chance de hacer algo importante”.

La culpa, o la vergüenza, es inevitable en algunos procesos. ¿Cómo se politiza? Juliana: “Tenemos una historia que contar que no es linda. Pero vos elegís cómo posicionarte respecto de eso. Se trata de deconstruir también qué significan los lazos familiares. El colectivo aparece a la par y gracias a la última ola feminista. Si nos historizamos, somos producto de esas banderas: hay mucha conexión entre romper el silencio y denunciar al familiar golpeador y abusador con denunciar al familiar genocida. Rompimos el silencio desde nuestra historia. La familia te impone, y ninguno de mis primos y mis tías están en esta: si mi familia decide mantener el silencio, yo decido hacer otra cosa, y eso me ayudó a dejar la vergüenza, porque vergüenza deberían sentir las personas que reproducen los ideales de la dictadura como Victoria Villarruel, y no nosotros que reivindicamos la memoria, la verdad y la justicia”. 

Natalín: “Sabemos lo que hicieron. Los repudiamos. Nuestras historias aportan a esa conciencia colectiva”.

En el caso de Augusto, fue su papá quien le acercó la noticia de un colectivo con familiares de genocidas. Ellos lo apoyan, se emocionan, aunque no participan. Su abuelo, a diferencia de los demás, todavía vive. “Mi mamá aún no se anima. Pero hemos dado pequeños pasos yendo a marchas juntos”, dice el nieto y cuenta que en la movilización del primer paro general de la CGT, en enero, su mamá le mandó una foto. “Mirá a quién me encontré”, le escribió. Eran las Abuelas, y ella les estaba tocando la mano. Augusto sonríe: “Me hizo saber que está por el mismo camino”.

Natalia: “Creo que hay muchas personas que pueden saber cosas. No porque las oculten, sino porque en sus casas puede haber un papelito, alguna agenda, un documento, con lo que se puede reconstruir un caso. Mucha gente con la que hablo me dice ‘tengo un tío’, ‘tengo un abuelo’, tienen familiares militares. Hay un trabajo de acompañar esos procesos, y vincularte con esta historia te ayuda a procesar y entender que no estás solo ni sola. Que hay compañeros que te enseñan a investigar, que te van a escuchar. Y, en lo personal, nombrar las cosas: yo quiero decir que mi abuelo es genocida e hizo todo esto. Si no hubo justicia en proceso, al menos que haya una justicia histórica”.

7. Desobediencia presente

Nicolás cuenta que a través de una campaña por redes sociales invitaron a la vicepresidenta Victoria Villarruel aque se sumara a la desobediencia. Es hija de Eduardo Villarruel, teniente primero del Estado Mayor del Ejército que participó en el Operativo Independencia, en Tucumán, donde secuestraron y asesinaron miles de obreros, estudiantes, docentes y militantes sociales. Por sus métodos y su crueldad, es considerado el inicio de la represión clandestina que el golpe de Estado de 1976 sistematizaría en todo el país. A su vez, la vicepresidenta es sobrina de Ernesto Villarruel, también militar, detenido por crímenes en el centro clandestino de detención El Vesubio, aunque fue declarado “incapaz” para estar en el juicio. Nicolás: “Obviamente, nunca nos contestó”.

¿Qué significa la desobediencia en este contexto?

Nicolás: El llamado a la desobediencia hoy no es solo a los familiares de los represores, sino de acá al futuro. Nos dirigimos a los miembros de las fuerzas armadas actuales, y de las fuerzas de seguridad, para que no vuelvan a ser un chivo expiatorio de los grandes grupos económicos que hoy quieren hacer lo mismo. Por suerte esa desobediencia la pudimos contagiar: hay compañeros y compañeras en Uruguay, en Chile, en Brasil, en Paraguay. Nos contactaron familiares de nazis en Alemania. Familiares del franquismo en España. Una italiana descendiente de funcionarios de Mussolini. La fuerza de Memoria, Verdad y Justicia terminó engendrando historias desobedientes dentro de las propias familias militares. Y hay que buscar nuevas formas: la calle, pero también lo virtual, que es un espacio que habitan los jóvenes.

Augusto: Venimos de lugares muy sucios y oscuros de la historia y fue un destello de luz y de amor lo que nos hizo salir de ahí. Crecimos con los juicios, con el cuadro de Videla que se bajaba, y no habíamos vivido un gobierno como este que trae un discurso negacionista y quiere patear todo lo que se construyó. Es peligroso porque el odio es muy destructivo. Es importante pensar el amor: si las Madres y las Abuelas pudieron plantarse en dictadura poniéndose un pañuelo, tenemos que hacernos cargo y plantar nuestros límites.

Juliana: ¿Qué más podemos hacer además de contar nuestra propia historia? Es un desafío que estamos encarando para luego de esta etapa de romper el cascarón. No quita que hoy podamos abonar a que familiares de fuerzas de seguridad desobedezcan ese mandato familiar. Esas fuerzas pueden y deben desobedecer. Se ensucian las manos por un modelo económico que no los favorece a ellos ni a nadie: es el brazo armado del Estado ensuciándose las manos por el Estado. Los responsables de los delitos de lesa están condenados, ¿pero los autores intelectuales?, ¿y los económicos? Son los mismos que hoy mandan a la policía a los pibes de barrios humildes que buscan una salida laboral y a los meses tienen una 9 milímetros en la cintura. En ese proceso se deshumanizan. Y necesitan ser deshumanizados para ser ese brazo sucio y armado: ellos ganan dos pesos y nosotros también. Las medidas nos afectan por igual. Es un gran aporte que podemos hacer.

8. Deseo y contagio

Juliana marchó este 24 de marzo por primera vez en Rosario. Ya había participado en Buenos Aires, pero ahora sentía otro deseo: “No puede ser que esté sola, que sea la única, acá. Mi intención era, primero, estar presente como desobediente. Y segundo, ver si pescaba a alguien. En Rosario no es que no hay, nos hablaron, pero todavía no participan activamente. Mucha gente busca acompañamiento, aunque no todes tienen la intención de una militancia activa”. 

La acompañaron sus amigas, su red. Juliana marchó así con un cartel que tenía pegada dos hojas A4. De un lado decía: “Nunca más al pacto del silencio”. 

Del otro: “Abuelo, ¿dónde están los 30.000 desaparecidxs?”.

Silencio.

Juliana entiende esa fuerza, esa potencia, lo que grita. 

Y nuevamente lo politiza: “Hay que sembrar desobediencia”. 

(Los fragmentos de citas iniciales son extractos del libro Nosotrxs, Historias desobedientes. Primer encuentro internacional de familiares de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia).

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