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Los días del arquero

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Niños que juegan en la Plaza Roja a ser Akinfeev, el arquero ruso. Schmeichel, Yasin, Higuita y Ospina, presentes en las calles de Moscú. El protagonismo en los penales y la “tragedia” de un puesto único. Crónica mundialista sobre las atajadas del domingo.

Por Ariel Scher

Ahí atrás de la Plaza Roja, un atrás esta vez parecido a los atrases de cualquier barrio de las ciudades y de los pueblos de la Argentina, un chiquito se tira como puede de una punta a la otra de un arco sin postes y dice, y anuncia, y grita: “Akinfeev”. Agarra fuerte la pelota que acaba de atajar pronunciando el apellido del arquero de la selección de Rusia, fuerte como si lo que hubiera agarrado fuera un padre, una madre o la vida, y patea todo lo duro que puede, todo lo esperanzado que puede, rumbo hacia otro arco sin postes. El tiro no es especialmente bueno, pero casi no importa. Lo que importa es que otro chiquito, más o menos igual de chiquito, se estira, se estira, se estira, manotea esa pelota, también como si fueran una madre, un padre o la vida, y afirma, proclama y finalmente grita, grita como si fuera el uno de Dinamarca y no un chiquito ruso ahí atrás de la Plaza Roja: “Schmeichel”.
Sería injusto sostener que a Igor Akinfeev y a Kasper Schmeichel les alcanzaron una tarde, unos octavos de final y unos cuantos penales atajados para ingresar en un plaza rusa y volverse ídolos o émulos para dos chiquitos rusos a los que, mientras son Akinfeev y Schmeichel, no les importa nada que una de las siluetas que se recorte atrás de los arcos sin postes sea la de Kremlin o que, de fondo, inconfundible, subyugante delante de cada parpadeo, salude la Catedral de San Basilio. Sería injusto cualquier juicio de ese tipo porque Afinkeev y Schmeichel tuvieron ese ratito de gloria mundialista (Uno para vencer a los españoles, otro en la caída con los croatas: ni uno ni otro resultado son relevantes) porque ese mismo ratito es la consecuencia de una existencia entera poniendo las manos, el pecho, lo que haga falta para tapar penales y más que penales.
En las inmediaciones de la Plaza Roja es el Día del Arquero. O lo que sucede, nomás, es que transcurre un lunes de Mundial y, en la jornada previa, en el domingo de Mundial, varios arqueros conquistaron la fábula de los pibitos que atajan y que patean. Ataviado en sintonía, un colombiano que le pone fe y canto a la expectativa del duelo de su equipo con Inglaterra anda con la espalda protegida por siete letras, las de Higuita, el más mítico y más poético de las guardapalos de su tierra. En una de esas coincide en la condición de arquero eso que lleva tipeado al dorso de su camiseta un hincha uzbeco pero parece imposible verificarlo. Más sencillo, para comprobar que la Plaza Roja y sus adyacencias, siguen siendo plaza y adyacencias pero en tributo a los que vuelan de madera a madera es un gesto, uno solo, entre dos ingleses. Uno le lanza/entrega/pasa/tira a otro una botella de gaseosa, pero el receptor falla al tratar de capturarla. Chiste de Londres, de Manchester, de Mundial o del mundo en estas horas: “Sos malísimo. Subasic la hubiera agarrado”. Subasic, por supuesto, es arquero del Mundial y una vuelta al sol antes le paró tres penales a los daneses para que celebre su Croacia.
“El arquero es el único protagonista trágico del fútbol”, escribió Juan Sasturain, argentino, narrador notable, experto en mundiales como prueba su libro clásico “La patria transpirada” y autor, para completar el currículum, de un texto hermoso titulado “El día del arquero”. En esas líneas, alude a Lev Yashin, o “La Araña Negra”, o el jugador emblemático de las memorias rusas sobre fútbol, o el tipo que, de negro y con manos firmes, ocupa un mural grande en una pared pintada a media hora de camino de la Plaza Roja, cerca de Taganskaya, una estación de subte de la línea 7, inaugurada el último día de 1966, cuando Yashin no estaba hecho mural porque sus dedos, que ese año fueron útiles en el cuarto puesto de la Unión Soviética en el Mundial de Inglaterra, transcurrían tiempos de apogeo. Todo esto no por dar clase de historia sino porque un adulto, acaso un tío, quién sabe si un metido, le dice, primero, a los dos chiquitos que son Afinkeev y Schmeichel que el lugar del arco es difícil y, después, que Afinkeev es bueno, pero Yashin, claro que sí, era mejor.
Alemania está ya hace una breve eternidad afuera del Mundial de Rusia y, sin embargo, en la más rusa de las plazas de esa Rusia, más o menos a la altura donde está emplazado el Mausoleo de Lenin, un grandote enfoca las paredes del Kremlin cubierto por la remera del arquero alemán Manuel Neuer. A ese, por grandote o porque Alemania ya no compite, ningún amigo le exige ser arquero mandándole una gaseosa al ángulo más exigente. En cambio, un brasileño sonriente por la victoria de los suyos sobre México posa para una foto delante de la Catedral de San Basilio con las manos extendidas como atrapando una de las cumbre curvas del templo. Un recorrido por la espalda del individuo de la foto resuelve cualquier interrogante: dice Alisson, que es el arquero de Brasil.
Las seis centurias aproximadas de historia de la Plaza Roja apilan pasados de gobernantes oligárquicos, de revolucionarios diversos y hasta un inolvidable concierto de Paul McCartney. No hay pliegos en los archivos del sitio sobre homenajes o entusiasmos colectivos destinados al “único protagonista trágico del fútbol”. Si este día se incorpora de manera singular a lo que hasta ahora ocurrió en los 23.000 metros cuadrados de la superficie más visitada de Moscú es por esa lluvia de penales pateados con imperfecciones o frenados con perfección. La hipótesis es discutible, pero un colombiano que camina con las manos plenas no de atajadas y sí de bolsas compradas en el barrio de Kitay-Górod reúne condiciones para suscribirla. Sus brazos suficientemente firmes aparecen cubiertos por un buzo elegante y deportivo. Es el de David Ospina, el arquero de su selección.
Una curiosidad en el desafío de atrás de la plaza: durante los últimos pelotazos, el chiquito que oficiaba de Afinkeev y el que representaba a Schmeichel mutaron en guardavallas de Bélgica y de Japón, que en esos minutos andan emoción tras emoción en su cita de octavos de final. Se trata, al cabo, del fútbol, ese juego que nos permite ser otros  y otras sin dejar de ser quienes somos. Puede avalarlo un joven inglés, que llegó a Rusia como turista, como novio de una belleza que lo enfoca embelesada y como hincha de su selección. En el anochecer de la Plaza Roja y en una partidito de fútbol organizado en un espacio cedido a la FIFA, sobresale como gran figura. Casi sobra avisar que en ese picadito, inspirado y aplaudido, a tono con este día, juega de arquero.

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