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Moscú era una fiesta
El festejo en Moscú del segundo triunfo consecutivo de Rusia desde Mu Mu, una famosa cadena de comidas.
Por Ariel Scher desde Moscú
DIEGO ARTEM DZYUBADONA tiene al estadio quieto, a los televisores quietos, al país quieto. Tiene quietos a todos pero el que no persiste quieto es él. Y, como no está quieto, define fenómeno, sacude al estadio, sacude a los televisores y sacude al país porque con su gol, un bello gol, Rusia lleva a tres su cuenta frente a Egipto y se asegura la victoria en un Mundial que futboliza lo que no estaba futbolizado y provoca que millones de banderitas y de banderas azules, blancas y rojas flameen como ni sus flameadores imaginaban que iban a flamear.
Sin confusiones. Hay que creer o reventar y, en esa opción, siempre lo peor es reventar. Artem Czyuba, delantero potente, grandote y carismático de la selección local, es Diego Armando Dzyubadona en la voz de Vladimir Stognienko, que en el Canal 1 trabaja como uno de los relatores de fútbol más famosos de la tierra que cobija al Mundial 2018. Lo llama así un poco porque esa fue la sugerencia con ecos maradoneanos que bien le hicieron y bien recibió de dos periodistas argentinos, Matías Varela y Galo Fernández y otro poco porque Dzyuba, una de las figuras del 3 a 1 con el que los rusos se impusieron a Egipto para golpear casi con seguridad las puertas de los octavos de final del torneo, subordinó los últimos tiempos de su carrera, inclusive soslayando ofertas seductoras, a construir su oportunidad de jugar el Mundial. Desde los suburbios laboriosos de la Moscú que no enfocan las cámaras internacionales hasta la muy mirada Plaza Roja, Dzyuba todavía no proyecta asociaciones colectivas con los cracks de la historia de la pelota pero integra un conjunto que promueve que los rusos canten por el fútbol, bailen por el fútbol, se diviertan por el fútbol y pronuncien un millón de veces el nombre de su patria tambien por el fútbol.
Eso ocurre, por ejemplo, en uno de los Mu Mu, una famosa cadena local de comidas, en el que Sergey y Nicolay, dos con gorros rusos, dos con gargantas rusas y dos con abrazos rusos, celebran cada acción valiente de sus jugadores rodeados de otros que, como ellos, devoran piroshki (algo así como empanadas de carne), tragan grieshka (trigo sarraceno) y acompañan la expectativa y la digestión con cerveza y con cerveza. En el barrio Frunzeskaya, a diez minutos del Centro, a dos estaciones de subte del estadio Luzhniki donde el Mundial fue inaugurado, gente choca las palmas con las palmas de gente que no conoce, chicas y chicos que hasta hace una semana abandonaban cualquier escena de fútbol por una brevedad de hockey sobre hielo o por una brevedad de casi cualquier otra cuestión describen el estilo de su selección y, sobre todo, expanden alegría.
¿Será que la alegría es más grande cuando nadie espera la existencia de la alegría? O, menos genéricamente, ¿será que tan mal venía Rusia que ganar dos partidos y meter ocho goles se volvió, por ahora, el gran acontecimiento deportivo del Mundial? ¿Será que, aunque esté concebido como megasuceso económico y social, el Mundial de fútbol requiere de la fuerza del fútbol para adquirir tono, vitalidad, cierto ardor? ¿Será que el Mundial es más Mundial si, además de Mundial, consigue ser nacional para los que sienten o se convencen de que los muchachos que corren con los colores de una nación representan, en una medida difusa pero intensa, a la nación?
¿Será por eso que en otro bar, a cuadra y media de la Ópera de Moscú, una mujer desparrama uno, dos, tres, cuatro suspiros cuando las cámaras que toman el partido en San Petersburgo trasladan hasta Moscú y hasta los sitios codiciados y olvidados del planeta al rostro de Stanislav Cherchésov, el entrenador de Rusia? “Es muy bonito”, detalla cuando se le solicita que fuerce su inglés y justifique los suspiros. Sobre gustos hay mucho escrito, acaso es sobre lo que más hay escrito, pero nada de lo escrito ubica a Cherchésov, arquero durante muchas temporadas y director técnico con incursiones en Austria y en Polonia, como paradigma estético de la época. Lo que puede el éxito: el compañero de la dama suspirante, sintético pero sublime, añade: “Hace una semana cenábamos en casa y ella decía que este hombre no servía para nada”.
Rusia es suelo sobre el que Himno Nacional se entona con fuerza reconocible. Aun asumiendo esa fuerza, ¿siempre tendrá tanta como la que resuena en bares, en esquinas, en comercios y en otros espacios en los que la vida se transforma en Himno porque Rusia comienza a jugar? “Patria es la selección de fútbol”, entendía el crack de Albert Camus en otros tiempos menos globalizados y “golbalizados (el término es del sociólogo Sergio Villena Fiengo). En Rusia, por mil razones la patria es muchísimo más que eso y se define por profundidades a las que el fútbol ni se arrima. Sin embargo, el fútbol y la patria tiran paredes acompasadas en estas jornadas que no parecían posibles en el palabrerío conjetural que abunda en torno del show de las canchas.
En su libro La pirámide invertida, que es una historia de la táctica en el fútbol, el periodista Jonathan WIlson asevera: “Si hay un único hombre que pudiera proclamarse el padre del fútbol moderno, es hombre es Viktor Maslov”. De Moscú, entrenador que para cada dirigido funcionaba con el apelativo de “Abuelo”, Maslov fue un innovador de unas cuantas cuestiones del juego, aunque muchos eruditos del mismo juego desconozcan su apellido porque murió hace 41 años o porque era ruso y, en su tiempo, soviético. Los jugadores de Maslov resaltaban su manera en que los arengaba. “Hoy tienen que ser fuertes como leones, rápidos como ciervos, ágiles como panteras”, los impulsaba. Ninguno lograba todo eso pero el tipo los conmovía hasta dejar el alma en el césped. Los once rusos que salen al campo y los millones y millones de rusos que los miran correr y patear transcurren horas en las que parecen oír a cada instante la propuesta del Abuelo Maslov. No se puede vaticinar hasta cuándo y hasta dónde funcionará el eco del eco de ese mensaje. Pero mientras dure, mucha Rusia festeja y festeja.
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