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No cualquiera vende cerveza el día que empieza un Mundial
Por Ariel Scher desde Moscú
CUALQUIERA vende cerveza pero no cualquiera vende cerveza el día en el que empieza un Mundial. Alex sí. Alex vende una, y otra, y otra en las inmediaciones del sector 122 del estadio Luzhniki. Vende mucho cuando ese estadio alucinante alberga la expectativa menos que módica con la que los rusos esperan a su equipo antes de que salga a la cancha. Vende bastante más cuando la expectativa alcanza la estatura de módica porque Yuri Gazinskiy vuela como si no fuera un actor de ese estadio y sí un bailarín del Bolshoi para cabecear la pelota más feliz de Rusia en muchos años y marcarle el primer gol a Arabia Saudita. Vende bastante más cuando lo módico ocupa ya pocos asientos del Luzhniki, en el cierre del primer tiempo, a causa de que, no como en el Bolshoi pero sí invocando a alguna de las destrezas de un país gigante, Denis Cheryshev acierta el segundo tanto. Vende un montón más cuando, a los 26 de la segunda mitad, Artem Dzyuba convoca al tercer grito masivo e invita a que la Rusia menos que módica de un rato antes se torne en la Rusia de las ilusiones resucitadas. Vende casi todo lo que le queda luego de la ráfaga con la que Cheryshev ratifica que nació para existir ese día y emboca el cuarto gol, segundo suyo, que define que Rusia se ponga de fiesta. Y no vende Alex, quien sólo se abraza con vendedores y con no vendedores, cuando unas dos horas después de empezar a vender y a vender cervezas, mira cómo Aleksandr Golovin, de tiro libre, le da la última puntada al tejido de un 5 a 0 que viaja a los libros de los mundiales como máxima goleada en una apertura y a la percepción colectiva de que, para los rusos, ser menos que módicos pertenece a un pasado que no tiene dos horas sino dos milenios. Cuando un lungo argentino, de apellido Pitana y vestido de negro al que jamás había oído nombrar avisa que la función cesa, Alex, como miles y miles, respira bajo el cielo de Moscú con los músculos cansados y el corazón feliz. También él, entonces, se toma una cerveza.
Se parecen ese Alex y la Rusia que se mueve y que golea ante los 80.000 espectadores del Luzhniki y ante la humanidad que asiste al partido bautismal del Mundial 2018 a través de millones de pantallas. Se parecen en que están asombrados y alegres, pero también se parecen en la eficacia para edificar ese asombro y esa alegría. Alex rinde a pleno como vendedor porque viaja de la convicción de que esa es una jornada de buenas señales a la certeza de que la evolución de las cosas lo ubica por encima de lo que había supuesto en sus cálculos mejores. Rusia destartala a la Arabia Saudita del argentino Juan Antonio Pizzi porque migra del compromiso de ser local frente a un rival sin mucho para provocarle sustos a capitalizar una situación en la que toca piedras y las transforma en oro.
Dato para los que no decodifican por qué el fútbol agarra la atención de millones y no la suelta durante una vida: es un juego con lógicas, pero nunca está escrito de antemano. Ninguno de los compradores de Alex o de cualquier otro vendedor de cerveza, de sanguiches, de banderas, de gaseosas, de bufandas o de lo que fuera en el Luzhniki descarta la victoria de Rusia cuando Vladimir Putin repite su hábito de pararse en el centro del planeta y lanza al Mundial hacia el futuro, pero ninguno vaticina un triunfo cómodo ni siquiera cuando se saca nervios y frustraciones de encima al bramar el primer gol. Diez metros debajo de Alex, un argentino cubierto por una bandera celeste y blanca que dice “Sarandí” no ve venir una goleada, tres metros a la derecha de Alex tampoco la ve venir un un saudí adulto que escala y desescala la platea aferrado a un osito panda de juguete. No la ve venir el sonidista de ese estadio enorme que en el entretiempo hace sonar el mítico kozachok ruso. Acaso el único arquitecto que diseña una goleada es Golovin, mediocampista de talento, el más imaginativo de los jugadores que estrenan este Mundial. Lo demás hasta incluye azares. Cheryshev, por ejemplo, parte como suplente pero ingresa por la lesión de Dzagoev: en los diarios de la mañana no figura ni como héroe ni como anónimo.
Hay un hincha argentino en el sector 122 que luce el apellido Messi en su espalda y el detalle de que acumula cinco mundiales en sus párpados. Si es así de experto, debe manejar que Rusia contraataca mucho más de lo que ataca y se preguntará si ese sello atravesará o no al mes completo en el que el fútbol residirá en los suelos de Rusia. Si es así de entrenado, además, seguro le costará evocar una defensa tan falible como la de los saudíes, desflecada en lo colectivo, sin firmeza en lo individual. Y si esos cinco mundiales le sedimentaron los conocimientos que más de un argentino posee, argumentará que el fútbol es un juego en el que importan la técnica y la táctica pero lo emocional está a esa altura y que muchísimas veces la confianza que se asienta de un lado se vacía del otro. Eso ocurre cada vez que Rusia ataca: la tierra tiembla aunque no hay en el conjunto local, al menos por ahora, fundamentos para que esa sensación se mantenga.
Tanto fervor genera Rusia que la inauguración vira de acontecimiento social (una celebración poblada de famosos en la que el fútbol funciona como complemento) a acontecimiento deportivo. En el sector en el que Alex vende cerveza, el joven y eficientísimo control 3334 es prueba tangible de ese cambio: al principio, monitorea cada desplazamiento; en el tramo último, no descuida nada pero exhibe una sonrisa ancha. En muchos otros sectores, los comentarios sobre la ceremonia breve en la que Robbie Williams y Ronaldo ofician de estrellas dejan espacio para las charlas de fútbol. En el veloz y ramificadísimo subte de Moscú, en el que va y viene la Rusia profunda, las rutinas cansadas o esperanzadoras incluyen ahora referencias a goles, a futbolistas, al resultado.
Alex lo vive y festeja. Rusia lo vive y festeja. Por eso, aunque el trabajo y el partido empiezan a volverse memoria, toman un poco más de cerveza.
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