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La soledad de Gualeguaychú
El periodista uruguayo Raúl Zibechi refleja en esta nota el clima que rodea a las noticias sobre el movimiento argentino. De Sendic al nuevo modelo económico auspiciado por los gobiernos progresistas.
E n todos los tiempos, los precursores la pasan mal. Como portadores de lo que puede venir, suelen ser enjuciados por extemporáneos, seres fuera de tiempo y lugar. En el mejor de los casos, inoportunos, anticipados, improcedentes. En el peor, delirantes, locos, peligrosos, desestabilizadores. De alguna manera, al mostrarnos lo que los demás no queremos ver, los precursores –seres individuales o colectivos sociales– molestan y, por eso mismo, son apartados, estigmatizados, maldecidos. La soledad, es su condena.
Han pasado apenas tres décadas desde que las Madres fueron maldecidas como “locas”. Sobre ellas cayó, como cólera divina, la indiferencia de una sociedad que no quería ver. Hasta que la obstinación de su presencia las convirtió en uno de los colectivos más apreciados y referencia ineludible. Han pasado menos de treinta años y ya nos olvidamos de los insultos, los escupitajos, lanzados por los indiferentes que no querían ver trastornada su siesta de la plata dulce.
Hace poco más de una década, la irrupción de los primeros piquetes fue saludada con la misma indiferencia sórdida, obscena; arriba pero también abajo. Hasta que se convirtieron en el más importante movimiento social a fines de los 90, y hasta ellos acudieron medios y académicos, cuando ya nadie podía acallar la protesta. Con el tiempo, fueron recibidos en estudios televisivos y despachos ministeriales, donde algunos aún permanecen.
La vida social está saturada de ejemplos en que los malditos de ayer se vuelven respetables por obra de esa milagrosa condición humana, que un día encumbra lo que hasta el día anterior despreciaba. La protesta social de Gualeguaychú no podía ser menos. Desde esta orilla, se los acusa de lo mismo que hace tres décadas se acusaba a las Madres y hace diez años se reprochaba a los piqueteros. Ya alguien dirá, si no lo ha dicho aún, que se trata de terroristas.
El movimiento que tiene su epicentro en Gualeguaychú es el primer gran movimiento social que nace bajo las nuevas gobernabilidades progresistas, esas que llegaron para reinstalar la paz social, tejida de continuidades macroeconómicas, miserables planes sociales que mantienen a sus beneficarios en el límite de la sobrevivencia y una buena dosis de cooptación. Ésta fracasó en la ciudad entrerriana, poniendo al descubierto los límites de los gobiernos progresistas. Pero también sus miserias. Ahora los asambleístas enfrentan su soledad, acosados por los gobiernos, las multinacionales, los grandes medios y la natural indiferencia –o la hostilidad abierta– de poblaciones que sólo piensan en la estabilidad y las vacaciones. Los más osados aventuran acciones desesperadas con el inocultable deseo de que todo el peso de la represión caiga sobre los asambleístas. La prensa de ambas orillas está saturada de premoniciones. Desde la más reaccionaria hasta la pretendidamente progresista.
La lucha de Gualeguaychú no va a triunfar, si por triunfo entendemos que consigan el traslado de Botnia o impedir su puesta en funcionamiento, prevista para el mes de septiembre. Ya se pueden imaginar las muecas de satisfacción que harán eco en ambas márgenes del río el día que la chimenea comience a escupir humo. Sin embargo, los movimientos que marcan nuevos rumbos suelen operar como una suerte de parteaguas: de ahora en más, todos los que se enfrenten a las grandes multinacionales que están pautando los nuevos modos de acumulación de capital, tendrán en la Asamblea de Gualeguaychú un referente ineludible al que volverán una y otra vez como ejemplo e inspiración. Como sucedió con Madres, con Mosconi y Cutral Co
Lo que más duele es la actitud de algunos que, por su pasado de lucha y coraje, deberían ser algo más considerados con la lucha social aunque no la compartan. Me refiero a los tupamaros que hoy forman parte del gobierno uruguayo y lo apoyan. Podrían recordar la dura lucha de los cañeros a comienzos de los 60, para abrirse paso entre la indiferencia de una sociedad de clases medias que disfrutaba las ventajas de aquella “Suiza de América” que ocultaba a los miserables debajo de la alfombra, en particular a los que vivían lejos de la capital. Hasta alllí fue Raúl Sendic a mediados de los 50, cansado de la política de los “dotores”, los políticos profesionales de Montevideo. Dejó su cargo en las juventudes socialistas y su carrera de abogacía para asesorar a los cultivadores de remolacha y de caña de azúcar en el lejano norte. Fueron años de soledad; pero también de perseverancia, hasta que los cañeros empezaron a marchar hacia las ciudades para exhibir su pobreza a un país que se negaba a reconocerlos. La soledad fue el origen del más formidable movimiento social y político que conocieron los uruguayos.
Aunque son pocos los que aceptan reconocerlo, todos los movimientos nacen por fuera y a contrapelo de las instituciones. Y las hacen temblar. Probablemente fue la dictadura y la llegada al poder de la izquierda lo que terminó por domesticar rebeldías. Pero no debe ser sólo eso. De este lado del río, la desconfianza hacia los movimientos sociales no institucionalizados siempre fue moneda corriente, y la experiencia de los cañeros fue apenas una breve excepción en un momento de crisis política y económica. Una suerte de desviación de la norma pautada por un una vida política encajonada en la estatalidad.
En la lógica del tiempo largo de los movimientos antisistémicos el concepto de derrota –así como el de triunfo– se evapora con el devenir de coyunturas que, inevitablemente, niegan o trastocan el pasado inmediato. Si nos atenemos al largo plazo sólo cuenta la persistencia, la continuidad. Sólo el tiempo largo permite que las capas subterráneas e invisibles de la sociabilidad vayan aflorando. Y con ellas los nuevos sujetos que responden no ya a viejas sino a nuevas y frescas formas de opresión y dominación contra las que, también de modo irremediable, se alzan nuevas voces y formas de protesta. A la década neoliberal privatizadora de los 90, quebrada por los levantamientos populares, le sigue ahora el tiempo de las minas a cielo abierto, los cultivos transgénicos, el etanol y la celulosa, protegidos y estimulados por gobiernos progresistas y de izquierda. Ésta es la principal novedad que caracteriza al nuevo ciclo de acumulación, que durante un tiempo conseguirá distraer la atención del mismo modo que la plata dulce anestesió el aterrizaje de las primeras etapas del modelo neoliberal.
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