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Autorretratos

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La avenida Alvear

A ese viejo que va por la avenida nadie le diría jubilado. Camina con dificultad, rengueando sobre un bastón. Debe andar arriba de los setenta y tiene una figura decrépita, pero lleva un traje de sastrería importado, de un azul oscuro que resalta la empuñadura de plata del bastón. El viejo avanza como un transatlántico, algo escorado pero con gran aire de dignidad, ajeno al tránsito, y ni se mosquea cuando un colectivo lo salpica. Un conserje de uniforme blanco le abre la puerta del Jockey Club.
Sólo en esta parte de Buenos Aires puede encontrarse todavía a personas como él. Estamos en la Avenida Alvear. Acá están la antigua residencia de los Ortiz Basualdo, actual sede de la embajada de Francia; el palacio de la Nunciatura, obra del arquitecto Le Monier, y el de Pereda, donde funciona la embajada de Brasil. Son edificios construidos en la mejor época de la aristocracia porteña: las siete cuadras más francesas de Buenos Aires.
Dicen que en 1600 el hijo del primer alcalde, un español apellidado Ortiz de Zárate, vendió por unos trajes uno de estos terrenos recibido en herencia, a un capitán francés de nombre Beaumont y que luego el capitán, poco afecto a acumular bienes, lo cambió a su vez por una tenaza, un abrigo y una peluca. Ahora un semipiso con balcones a la calle vale 480 mil dólares. Y hay que esperar años a que se desocupe alguno. Nada tan exclusivo como esta avenida… pero la vereda es pública. Cualquiera puede pasearse por donde quiera y robarse el sueño de sentirse aristócrata. Y si tiene tiempo y puede caminar lento, mucho mejor.
En la primera cuadra todos los frentes son de mármol, como si los arquitectos del cementerio cercano hubieran extendido su gusto metros afuera, hasta tocar las residencias de los vivos. A mano izquierda está el Alvear Palace Hotel, donde un portero vestido de librea recibe a los turistas que llegan. A mano derecha están Cartier y la camisería Georgie. Todavía es zona de departamentos; en un garage, tres custodios de audífono y lentes oscuros esperan la salida del patrón.
Hay que seguir adelante y cruzar Callao para entrar al corazón de la avenida, donde ya aparecen las fachadas palaciegas. Los negocios se espacian, sólo hay un puñado de firmas. Armani, por ejemplo, donde un jean cuesta… ¡357 dólares! En el local se ve una sola clienta, una mujer que revisa la ropa, separa una pollera (1.600 pesos), un saco (1.176) y se los da a la vendedora.
A cien metros, Cat Ballou muestra en vidriera vestidos largos, de fiesta, y cuadros pintados por niños. Son dibujos colorinches, retratos. Tienen un cartel: “these paintings are for sale / made by children in Argentina / childrens from under privileged families”.
La dueña del local es Florencia. Rubia, de pelo largo, 50 años y un no sé qué de hippie muy chic.
–Son increíbles, ¿no? –dice–; los hacen con una australiana, una artista: Janet. Janet es in-cre-í-ble. Esto funciona por ella, y además porque va Peter, que es un bombón, otro australiano que… –abre mucho los ojos, busca la palabra exacta– …es un bombón. Si voy yo, seguro que no consigo nada, pero va Janet con Peter, les ponen música y en la villa enloquecen.
–¿Se hizo en escuelas de acá?
–En La Boca, sí; y en el interior.
Muestra unas fotos:
–Yo iba a ir, pero la gente de Poder Ciudadano, que está en el proyecto, me dijo que ahí no me conviene ir… imaginate lo que debe ser. Igual si voy, seguro no consigo nada. Todo sale realmente por Janet, que es una artista bárbara, una genia. Vení que hay más– y corre al sótano.
Bajamos. Al pie de la escalera hay un salón de ventas. Y en la pared más cuadros, del mismo tamaño que los anteriores, aunque éstos ya no parecen pintados por niños. Ya no se ven caras sino manchas, figuras deformadas, abstractas. Y deslumbrantes.
–Son de chicos con problemas, los que tuvieron abusos, creemos, porque les dieron a todos la consigna de hacer un autoretrato, pero éstos no pueden verse, ni mirarse la cara, fijate vos.
–¿Y no los ponen en vidriera?
–No. A éstos no.
Subimos. En la calle se ve un palo borracho que se inclina, cargado de flores, sobre un farol. La dueña atiende a dos turistas. Cuando se desocupa, le pregunto si vendió algún cuadro.
–Ya vendí cuatro. ¡Un éxito total! Hasta vino una marchand, porque parece que el arte infantil está de moda, si en las últimas subastas de Nueva York se vendió arte de niños.
Me acompaña a la puerta. Un vientito arrastra por las baldosas las flores lilas. El otoño es la estación más linda de Buenos Aires.
–¿Qué le gusta de la Avenida Alvear? –es lo último que me animo a preguntarle.
–Querida –dice, señalando la calle–, que tiene glamour…!
Me voy caminando, pero incómoda. Me doy cuenta (tarde) de que no le pregunté a la dueña qué es glamour. Pero no vuelvo (¿será por vergüenza?). Además, ya estoy llegando al fin del recorrido, a una pequeña plaza de estilo europeo donde un monumento a Carlos Pellegrini refulge blanquísimo. La avenida es única, sin dudas. En los canteros, los jardineros sólo siembran flores blancas.
 

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