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El arte de bajar línea
¿Cómo cuentan Latinoamérica los intelectuales del Primer Mundo? El escritor Rául Zibechi resume aquí los principales argumentos de los más importantes referentes del pensamiento progresista. Y los lugares comunes que repiten. Un llamado a la realidad.
E s casi un lugar común entre los intelectuales del Primer Mundo considerar que en América Latina el péndulo está oscilando hacia la izquierda. Se ha extendido la opinión de que nuestro continente es hoy una suerte de laboratorio de alternativas, que no pocos ven con entusiasmo y esperanza, quizá como contrapartida de la situación poco atractiva que viven en sus propios países, donde potentes movimientos –como el que ganó las calles hace pocos años contra la guerra en Irak– lucen hoy desfibrados y aletargados.
Sin la menor pretensión de agotar el tema, un breve repaso a recientes artículos de un puñado de intelectuales –los estadounidenses Noam Chomsky y James Petras, el francés Alain Touraine y los autores de Imperio, Michael Hardt y Toni Negri– es suficiente para develar tanto el predominio de un análisis simplificador que rehúye las complejidades por las que atraviesa América Latina, como el traslado a realidades lejanas de problemas domésticos del Primer Mundo.
La reducción a lo simple
En un reciente artículo titulado “América Latina: cuatro bloques de poder” (La Jornada, 10-3-07) Petras sostiene que a nivel de organizaciones la “izquierda radical” del continente se reduce a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc). En ese mismo bloque incluye a “sectores” de movimientos urbanos y campesinos de Venezuela, de El Alto (Bolivia), del Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, así como parte de los movimientos sociales de Ecuador, México, Perú y Argentina. El segundo bloque está formado por lo que denomina como “izquierda pragmática”, entre las que destaca a Hugo Chávez, Evo Morales y Fidel Castro, además de los grandes partidos de izquierda de Centroamérica y Sudamérica, los dirigentes del mst de Brasil, la central sindical cta de Argentina, el prd de México y el mas de Bolivia. Los considera pragmáticos porque “no hacen un llamado a la expropiación del capitalismo ni al rechazo de la deuda ni a ruptura alguna de relaciones con Estados Unidos”.
Sorprende, por ejemplo, que Petras incluya en la misma bolsa al Presidente cubano y al prd mexicano, uno de los partidos más moderados de la izquierda continental. Más aun, cree que Chávez es un radical pragmático que Estados Unidos “puede acomodar”, y sostiene que Cuba ya no es radical porque “le tendió la mano diplomática a Uribe (presidente de Colombia), rechaza la izquierda revolucionaria de las farc y respalda en público a neoliberales como Lula da Silva, Néstor Kirchner y Tabaré Vázquez”. En el bloque de los “neoliberales pragmáticos” ubica a estos tres mandatarios y, sin mencionarlo, al actual presidente de Ecuador, Rafael Correa. En el cuarto bloque, el de los “neoliberales doctrinarios”, coloca a Michelle Bachelet (Chile), al presidente mexicano Felipe Calderón y al colombiano Álvaro Uribe, porque “siguen al pie de la letra los dictados de Washington”.
Touraine, en un artículo publicado en la revista Nueva Sociedad titulado “Entre Bachelet y Evo Morales, ¿existe una izquierda en América Latina?”, ensaya una lectura más ambiciosa pero arranca con una afirmación desconcertante: “Las categorías de izquierda y derecha pierden sentido en América Latina”. Descartando este lenguaje, sostiene que el desafío que enfrenta el continente es “ubicar las luchas sociales dentro de un marco institucional y democrático”, como sucede en Europa y Estados Unidos. Y continúa con otra afirmación también sorprendente: “Hoy América Latina parece más lejos de encontrar una expresión política para sus problemas sociales que hace treinta años”.
Para Touraine el principal problema de la izquierda es no haber construido un lazo entre movimientos sociales y partidos políticos, que sería la clave para su ansiada institucionalización de lo social. De un plumazo descarta el amplio abanico que va desde el zapatismo a Lula. Del primero dice que la “esperanza nacida del alzamiento zapatista ha desaparecido”, y se muestra decepcionado con Lula por su “renuncia a elaborar un proyecto a la vez político y social del cambio”. La conclusión es sencilla: “Esto nos obliga a hablar de un fracaso fundamental de las soluciones que podríamos llamar de izquierda en el conjunto del continente”.
Así como Petras se empeña en incluir a la fuerza a todo el complejo entramado de la izquierda político-social del continente en cuatro categorías que suenan antojadizas, Touraine extrapola a nuestro continente una realidad que ha funcionado bien en el suyo pero que –salvo que se presuponga que todo el mundo debe asumir el recorrido europeo– no parece evidente que sea el camino adecuado urbi et orbi. Las preguntas se agolpan. ¿Creen ambos analistas en la centralidad de lo político-partidario cuando todo indica que en América Latina las sociedades civiles vienen desbordando estas instituciones? ¿Pueden seguir siendo la referencia al imperialismo y la actitud hacia la deuda externa la clave de bóveda para comprender los sinuosos derroteros de los movimientos? El “lazo” que defiende Touraine entre movimientos y partidos, ¿no ha sido en la historia reciente la mejor forma de domesticar a los primeros al subordinarlos a los segundos?
Petras, que se ha distanciado del mst por su “pragmatismo”, parece no querer asumir que para los Sin Tierra es positivo el triunfo de Lula, aun sabiendo que no va a promulgar la reforma agraria. Para ese movimiento, que incluye a dos millones de personas en cinco mil asentamientos rurales, no todo puede resumirse en la ruptura con el capitalismo y el no pago de la deuda, entre otras cosas porque tiene que asegurar día a día un mínimo de alimentación a sus miembros. Y, sobre todo, porque su carácter antisistémico no pasa por “hacer un llamado a la expropiación del capitalismo” sino por intentar sobrevivir –a pesar y dentro del sistema– procurando no reproducirlo, lo que implica alentar nuevas formas de trabajar, de autoeducarse, de cuidar la salud y un sin fin de cuestiones que hacen a la vida cotidiana. Y que tienen escasa relación con el discurso. La teoría revolucionaria clásica ha sido puesta en cuestión por la práctica de unos cuantos movimientos (sobre todo los indígenas de Chiapas y Bolivia y los sin tierra, pero cada vez más por las feministas y otras supuestas “minorías”) en un punto clave: la exigencia de una “ruptura” con el ancien régime como eje en torno al que deben giran los cambios. La lógica binaria reforma-revolución ha dejado de funcionar hace tiempo para explicar el carácter de los procesos sociales.
Mirada eurocéntrica
Touraine sostiene que “en la mayoría de los países latinoamericanos la desigualdad se ha transformado de tal forma en un dualismo estructural, que el continente parece incapaz de lograr lo que Gran Bretaña y otros países, incluidos Estados Unidos y Francia, pudieron crear: algo que va más allá de la democracia política, pero que no la destruye e incluso la refuerza, es decir, una democracia social fundada en el reconocimiento de los derechos de los trabajadores”. Parece abusivo tomar al Primer Mundo como ejemplo de democracia social, por dos razones casi elementales: cada continente y cada país, en función de sus propios recursos, creará lo que pueda sin necesidad de poner por delante modelos que difícilmente se adapten a estas realidades. Parece difícil hablar de “derechos de los trabajadores” en un continente donde dos tercios, como mínimo, de la fuerza laboral son precarios e informales.
En segundo lugar, el sociólogo francés deja de lado algo básico para quien se reclame de izquierda. ¿Hasta qué punto las “democracias sociales” europeas, construidas en el período de los Estados benefactores, no han sido lubricadas por el proceso de exportación de capitales, o sea por el imperialismo? Todo indica que en la mayor parte de los países de América Latina el primer paso democratizador debe ser la descolonización y despatrimonialización de los estados, que son una clara herencia colonial por donde se los mire. ¿No fueron acaso los países del Norte y sus transnacionales los que impidieron que en esta parte del mundo funcionara alguna forma de Estado del bienestar? ¿Quiénes sustentaron a las elites locales cada vez que corrían el riesgo de perder el mango de la sartén?
A esta altura de la historia, entre personas de izquierda no debería dedicarse tiempo a explicar que “la lucha contra las desigualdades” que reclama Touraine, y que ciertamente está lejos de avanzar, requiere la ruptura con aquellos que se han beneficiado de esas desigualdades: entre las que destacan las grandes empresas del Primer Mundo, buena parte de ellas europeas, francesas y españolas. El desarrollismo y el proceso de sustitución de exportaciones colapsaron, entre otras razones, por la actitud de esas empresas y de los gobiernos que las apoyaron. Y eso debería ser casi un lugar común que los intelectuales de izquierda del Norte no deberían soslayar.
Mientras Petras cree que las farc y quienes piensan como ellas son el núcleo de la revolución latinoamericana, Touraine sostiene: “el futuro político del continente depende de las oportunidades de Bolivia de construir y hacer realidad un modelo de transformación social y, al mismo tiempo, ganar independencia respecto a la retórica de Chávez”. En su opinión, es el gobierno de Evo el mejor situado para vincular la lucha por la desigualdad con la lucha por la democracia. Pero no parece que ese gobierno pueda hacer ambas cosas, o alguna de ellas, sin desmontar un Estado colonial que excluye a dos terceras partes de los bolivianos y que sostiene los intereses de empresas del Norte. Las dificultades que encuentra Evo para realizar una efectiva nacionalización de los hidrocarburos enseñan una triple alianza entre las multinacionales, los gobiernos donde residen y las elites locales. Sin dar ese paso es impensable comenzar a luchar contra las desigualdades.
El papel de la crítica
Demasiado a menudo la mirada de los intelectuales de izquierda del Norte define una agenda que no está asentada precisamente en las necesidades, problemas o urgencias del Sur. Es el caso de Negri y Hardt, quienes vienen mostrando sus simpatías por los gobiernos progresistas y de izquierda del continente pero desde una mirada bastante ajena a la región. En una entrevista de fines de 2005, Hardt defiende la siguiente tesis: “Las alianzas de estos países pueden provocar transformaciones en las relaciones internas del Imperio”. En suma, son importantes como forma de frenar a George W. Bush y potenciar el multilateralismo que tantos analistas defienden. Lo cual parece evidente que sería muy positivo para la salud de la humanidad y, aun, para los pueblos latinoamericanos. Pero la realidad es harto más compleja: la gente no se ha dedicado a luchar durante décadas para resolver contradicciones del Imperio, aunque el resultado bien pueda ser ése.
Incluso alguien tan mesurado y sensato como Noam Chomsky cae a menudo en describir la realidad en negro sobre blanco. En el artículo “Latinoamérica declara su independencia” señala: “Desde Venezuela a Argentina, la región se alza para derrocar el legado de dominación externa de los últimos siglos”. Y un medio tan sólido y sensato como Le Monde Diplomatique, dirigido por Ignacio Ramonet, suele lanzar las campanas al vuelo a la hora de celebrar procesos de cambio como el venezolano. El respaldo de Ramonet al gobierno de Chávez, así como a la Revolución Cubana, forma parte de un compromiso saludable por parte de los intelectuales del Primer Mundo. Pero ese posicionamiento se hace las más de las veces a costa de omitir las críticas o de dejar pasar orientaciones poco felices como las que muestra el actual debate acerca del “socialismo del siglo xxi” lanzado por el Presidente de Venezuela. Sobre este tema, son precisamente los intelectuales europeos los que están en mejores condiciones para fomentar un debate necesario y urgente, en base a la experiencia del “socialismo real”.
Es cierto que las intelectualidades europea y estadounidense fueron y son fuentes de inspiración ineludibles para las izquierdas –políticas, sociales, académicas, culturales– latinoamericanas. Pero este continente está hoy en condiciones de hacer sus propios análisis y diagnósticos y hasta de proponer soluciones, las más de las veces apoyadas en estudios nacidos en el Norte, aunque se registra una creciente “autonomía epistemológica”. Las relaciones interculturales, que de eso se trata, son un desafío por el que apenas comenzamos a transitar. Y uno de los peores efectos que tienen los análisis simplificadores, como los de Petras y Touraine, es el de fomentar un conjunto de certezas que no contribuyen al debate ni abren el juego a la diversidad de opiniones, incluyendo a todos los involucrados en el cambio social.
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