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Madre patria

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Crónicas del más acá, por Carlos Melone.

Tu tierra está en todas partes. O en ninguna, que es lo mismo Nacimos en algún lugar, indubitablemente pero… ¿A dónde pertenecemos?

La General Paz es una variante del muro por el que suspira Donald Trump y que ejecuta, agotando los adjetivos, Israel.

Es un muro que vive, se mueve, una ironía insostenible con el nombre para nada azaroso  del Manco cordobés.

Reclinado sobre su lomo gris, casi en su límite, está el shopping Liniers, del lado europeo del Culo del Mundo, mirando al Sur.

Tiene las taras identitarias de cualquiera de sus homónimos. De tamaño mediano, participa de la lógica de hierro del capitalismo salvaje (¿hubo alguna vez capitalismo civilizado?). Todo dispuesto para lo fútil, lo efímero, lo que vacía el deseo y empuja ese vacío como Prometeo a la locura.

Al menos Prometeo nos dio el fuego y la desobediencia.

Los cuerpos que lo transitan son los Otros de la Sociedad Estallada. Los Otros que no se saben, los Otros Nadies empecinados en existir, tercos, tenaces, probablemente  absurdos. Los extranjeros, no por acta de nacimiento sino porque viven otra vida, otros sueños, otros olores, otras ilusiones, otros desengaños…

Morochos y morochas de ojos achinados, ropa multicolor frágil, cuerpos maltratados de todos los maltratos. Todos en prole, casi nunca menor a cinco.

Voces estridentes sin modulaciones armónicas ni regulaciones bien pensantes, niños que no responden a esas voces, madres fatigadas, padres indolentes, abuelas que se confunden con hijas y nietas.

Todo lejos, muy lejos del glamour gubernamental y las evocaciones culturales burguesas. Y también de las revolucionarias.

Los locales irrevocablemente vacíos. Los comerciantes sufriendo el Síndrome Huevo de Heladera: todos parados en la puerta.

Como Naty transforma su dulzura en una monstruosidad de Lovercraft cuando tiene hambre, no puse ningún reparo para sentarnos en un Mac Donalds, único local desbordante de gente dentro de las entrañas de la bíblica ballena comercial.

En la mesa contigua a la nuestra, un nene de unos 9 o 10 años, puro diente y puro hueso,  incendió el Universo con una sonrisa cuando su mamá le acercó la maldita cajita feliz.

Una mamá joven, que no se había comprado nada para ella, con todas las huellas del sacrificio en su cuerpo recargado, lo miraba amorosamente mientras el flaquito se encontraba en pleno Nirvana, paladeando las lombrices californianas hechas hamburguesa.

Los diez minutos de felicidad capitalista son invencibles.

Salimos.

El shopping está rodeado por puestos tipo La Salada. Por calidad y por cantidad.

Es una feria apretadísima, de muy pocas cuadras y que termina de manera abrupta. Los puestos son multitarget, o sea: venden cualquier cosa. El lugar para caminar es estrecho y cada pocos metros el olor a comida te conecta con experiencias químicas desconocidas.

África.

Todos morochos, hasta los perritos. Nosotros parecíamos daneses en Senegal.

Multitud de personas en un marco de calor intenso. Voceo, risas, griterío, un quilombete organizado, caótico, contradictorio, del color suave de la vida y del color furioso de la necesidad.

Y del color sombrío de la explotación.

En una esquina, un señor en un modesto coche (el tránsito es muy lento porque la feria, irremediablemente, desborda hacia la calle) hizo una maniobra que no observé, pero que irritó a otro  que le gritó: “Hay pibes, hay pibes…”. El irritado se acercó al conductor, le hizo saber con claridad los derechos de la infancia, lo invitó a mejorar sus habilidades conductivas y además, como buen conductista, reforzó el estímulo con una sonora patada sobre la puerta trasera.

El conductor, presa de una indignación olímpica, pero prudente, invitó al otro a que se acercara a compartir su furia, pero no bajó del auto ni lo detuvo.

Así es como la épica se muere y terminan con las novelas de caballería.

Cervantes tenía razón.

Sobre un costado, un pony, ataviado como el caballo de la reina de Inglaterra, literalmente se cagó en la escena con una abundancia sorprendente para el tamaño del  animalito.

El propietario juntó discretamente la bosta con su pie formando un elegante cúmulo, fue a buscar una bolsa y una palita y guardó la opinión del pony en la bolsa. Todo lo hizo sin dejar de masticar una banana sostenida en su mano izquierda.

Higiene, alimentación y estómago de hierro.

A los pocos segundos, en el ángulo opuesto al incidente infanto–vial y al proceso digestivo equino, un muchacho negro como el carbón y flaco como sueldo de maestro, entablaba un combate de estilo boxístico con otro hermano latinoamericano y no de África profunda. Ambos se juraban y prometían desventuras para el otro, reconocían confusamente lo que parecía un honor mancillado y reclamaban sangre y fuego para reparar la mancha.

O lo que fuera.

Los dos, más cerca de Piñón Fijo que de  Muhamad Alí o Nicolino Loche, se puteaban con frases sin terminar, revoleaban trompadas onda zapallazos, sin técnica ni elegancia, mientras trotaban un ring imaginario.

Se armó un coliseo de público llamativamente escaso. Me pareció que la situación era más o menos cotidiana. Un puestero de tamaño colosal le dijo a otro que quería intervenir: “Dejá que se maten esos mierda”, en una alocución de claro posicionamiento ante el conflicto.

Una señora rotunda en cuerpo y alma gritó junto a mi oído: “¡¡¡Matalo negro, matalo!!!” . A quién se refería no era evidente.

Hubo un momento en que el africano pareció retirarse del desvaído combate, pero en unos segundos después volvió revoleando un palo al grito emblemático de “hijo de puta”. Un verdadero ejemplo de incorrección política.

No pasó gran cosa. No era un macedonio de Alejandro ni un lancero de Pancho Ramírez. Y su rival latinoamericano tampoco era un centurión de Julio César o miembro de los Infernales de Güemes. Más amagues, el palo transitando el aire sin tocar a nadie, recuerdos a las madres y hermanas y la fatigada aparición de la Ley y el Orden en un patrullero terminaron con el espectáculo.

Cuando nos íbamos, comentando el poco griego enfrentamiento, descubrimos una galería, toda de locales iguales, pequeños, donde predominaba la venta de celulares usados.

Usados. Las elipsis del lenguaje son curiosas.

Esa galería también estaba desolada de compradores.

La pinta de los vendedores era una convocatoria a películas de Robert Rodríguez o, para los más veteranos, de John Ford. Obviaré detalles para incentivar la cinefilia.

Curiosidades: había vigilancia privada.

¿A quién se le puede ocurrir afanar allí?

Bueno: parece que sí.

El mundo siempre es una caja de sorpresas.

Mientras caminábamos hacia la zona de Villa Luro, sosegada, sin intensidades expuestas al juicio sociológico de mamertos como el que suscribe, supe que uno siempre está en casa.

África es nuestra Madre.

Mal que les pese a unos cuantos.

Incluso, a mí.

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