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El bondi mágico

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Crónicas del más acá, por Carlos Melone.

Puente la Noria es el nudo de la corbata entre la Avenida General Paz y Camino Negro, cuyo nombre invita a asustar niños y escribir ciencia ficción.

El Puente, siempre empachado de vehículos, ahora está sometido a una lenta y vaticana reforma para tirarle el cuerito y que fluya.

De momento, cruzarlo es un despelote infernal. El largo camino al paraíso está sazonado de muchos purgatorios.

A un costado, de la orilla plebeya del Conurbano Sur, se encuentra la (relativamente) nueva terminal de ómnibus: una numerosa cantidad de andenes donde minúsculos carteles señaladores de la parada de cada línea constituyen para el forastero un profundo desafío a su intuición, capacidades visuales y percepción para saber dónde dirigirse a tomar el colectivo.

Además existe un galpón gigantesco de locales con pretensiones de Berlín o Rotterdam, donde debería haber multitud de elegantes negocios y no hay nada.

Nada. Vacío.

Una enorme casa de deportes en una entrada, un kiosco multifunción en el medio del hall y los pitufos celestes de la Policía Local, guardianes del Orden, la Ley, la Seguridad Ciudadana y la Decencia. En ese orden y sin entusiasmo.

Lo demás, un vacío sartreano. Ni perritos callejeros hay.

Una noche cercana volvía de un trabajo del que acababa de ser despedido (sic) por “reestructuración” sin ver ni un brote verde, y me tomé un bus en la consabida terminal. Éramos unas escasas almas pecadoras en las puertas del Tártaro y a todos nos resultaba sospechoso todo.

Cuando el bus arrimó al andén, fue la llegada de la Apolo 11.

A medida que el micro transitaba su recorrido, al costado del Camino Negro, por las colectoras, iba subiendo una fauna numerosa y peculiar. Habíamos atravesado la medianoche. Una multitud de chicos jóvenes de los barrios más humildes, arreglados de “salida”, con alto índice de mamados sin distinción de género, hablando a los gritos, puteándose entre carcajadas y con las chicas en generoso muestrario corporal.

Ni Carolina Herrera ni la Real Academia ni savoir faire. Conurbano Sur, tierra de gente buena, castigada por el brazo egoísta de Dios.

Yo sentado en segunda fila, ventanilla, resignando alguna posibilidad de un sueñito y pensando en los múltiples significados de la palabra “reestructuración” y “brotes verdes”.

En el primer asiento, delante de mí, iba sentada una chica muy delgada, de unos 30 años, con pantaloncitos y una inútilmente escotada remera, que dormía una posible mamúa. Su cabeza llena de rulos parecía una boya abandonada en el océano, flojita como sueldo de maestro.

Y ocurrió…

A una frenada del chofer ante uno de los folclóricos baches, la mencionada cayó literalmente de cabeza al pasillo.

El chofer, un chico joven, detuvo inmediatamente el micro, la levantó como un papelito cual hercúleo caballero, la sentó en el asiento y la empezó a tratar de reanimar. Dos señoras le daban ayuda al chofer, que estaba muy asustado. El resto de los pibes que poblaban el micro no estaban ni enterados y seguían en la suya.

No era egoísmo sino Universo Paralelo.

La del cocazo (diría mi mamá) se despertó enseguida, no sangraba ni estaba lastimada en lo visible y el chofer, que seguía muy preocupado, imagino que se alivió de no tenerle que hacer un boca a boca porque terminaba mamado él. La piba, entre el golpe y el alcohol, decía algunas cosas ininteligibles. Las señoras, maternales, le hablaban y la Flaca respondía en una jerga entre klingon y luxemburgués.

El chofer llamó a la empresa para ver qué hacía: si la llevaba al hospital, si seguía el recorrido, si se ponía a llorar. En el curso de su comunicación dijo que la pasajera estaba “alcoholizada”. Un exquisito del lenguaje.

La susodicha escuchó y entendió.

Para qué…

Inició a los gritos una sarta de puteadas al chofer con sorprendente claridad castellana negando su condición de mamada, invitándolo a pelear, recordándole a su familia y repiqueteando una y otra vez con una frase para el pasacalle y el INADI: “Alcoholizada la concha de tu madre, puto”.

La reacción de la Flaca apartó el instinto maternal de las señoras que se corrieron un poco ante la ira desatada y aumentó la palidez del chofer que no sabía si reaccionar, seguir hablando por teléfono o prepararse para ser inmolado. La escena convocó la atención de la multitud de sector Universos Paralelos que hasta el momento habían estado justamente allí, en su hábitat.

La piba intentó dos veces pararse sin éxito para, se supone, trompear al chofer.

Estuvimos cerca de 5 minutos en una situación de parálisis. La Flaca puteaba con energías renovadas y dicción en franco declive pero no podía levantarse; el chofer hablaba por teléfono desde el asiento de conductor, mirándola de reojo por si se le venía al humo; las señoras dudaban en intervenir. Los Universos Paralelos opinaban de modo bizarro y algo descomedido acerca de la situación e invitaban al chofer, de manera estridente, a continuar el camino.

Todo en medio de la desolación nocturna de Camino Negro, colectora, a medianoche.

En un momento, convocados por alguna deidad maligna o benigna, aparecieron camionetas de Gendarmería.

Varias. Dieciséis gendarmes. Los conté.

Cuatro de ellos entraron al micro y amontonaron sin violencia a los Universos Paralelos en la parte de atrás. Los Universos se reían y les manifestaban a los gendarmes su opinión acerca de ellos. Lo hacían casi burocráticamente: si hay un gendarme, hay que putearlo aunque sea un poquito.

Otros tres, tras largas negociaciones, lograron que la Flaca bajara (con ayuda a pesar de que se negaba a todo; a bajar y a que la ayudaran) mientras otro de bigotes clásicos, que parecía conducir el asunto desde abajo, pedía instrucciones.

La flaca era un problema de Seguridad Nacional. Desde abajo del micro seguía puteando al chofer y poniendo en entredicho su identidad sexual. En un momento, un gendarme la soltó y se volvió a caer literalmente de cabeza aunque, por fortuna, en esta ocasión había algo de pasto.

Los otros gendarmes rodeaban el micro como si fuésemos del ISIS.

Todo en medio de una parafernalia de luces navideñas que salían de las camionetas.

El chofer seguía hablando por Teléfono, el gendarme hablaba por Teléfono, la señoras hablaban por Teléfono, los Universos Paralelos me imagino que también.

No se entendía muy bien por qué no nos íbamos, cosa que los Universos Paralelos comentaban desde el fondo del micro.

El gendarme de bigotes, sin soltar el Teléfono, le preguntó al chofer: “¿Qué hacemos?”. El chofer, sin soltar el Teléfono, respondió en tono didáctico: “Yo qué mierda sé”.

Me pregunté con quién estarían hablando, ya que nadie sabía qué hacer.

Finalmente, la divinidad emitió alguna instrucción porque el colectivo arrancó, sin la Flaca, en la noche larga del Conurbano Sur.

Un lugar donde el realismo mágico es una anécdota de esquina aburrida.

Una tierra que anuncia el final del absurdo literario.

Un territorio donde la metáfora tiene su funeral.

#NiUnaMás

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